Caminaré en libertad
Salmos 119.44-48
No quiero que me mandes, le dijo un niño a su madre cuando esta le indicó que no podía estar de pie mientras el avión despegaba. Mandamientos, órdenes, ley, tales palabras y sus sinónimos son consideradas, generalmente, como malas palabras. La razón es sencilla, todas son asumidas como un atentado en contra de la libertad personal, son asumidas como limitantes del derecho a decidir y hacer lo que uno quiera. Así que pretender que la libertad y los mandamientos son mutuamente condicionantes, parecería, cuando menos, un absurdo. Mucho más, si la propuesta bíblica consiste en asegurar que quien obedece los mandamientos de Dios es quien vive plenamente en libertad.
El rechazo a los mandamientos y a las figuras de autoridad tiene muchas razones. Algunas de ellas tienen que ver con la formación del carácter del individuo y del cómo de su inteligencia emocional. Es decir, del cómo aprendió la persona a resolver sus conflictos emocionales, especialmente aquellos que resultaron del cómo de su relación con sus padres y otras figuras de autoridad. Mientras más lastimada la persona y menos capaz para negociar sus emociones ante los estímulos negativos (sean reales o supuestos), resultantes de su relación con figuras de autoridad, mayor será su rechazo a mantenerse dentro de un marco disciplinario y a respetar a las figuras de autoridad actuales, nos dicen los estudiosos de la conducta humana.
A lo anterior, y de manera más relevante, desde la perspectiva bíblica, tenemos que considerar al pecado individual y social como una de las principales causas por las que las personas rechazan vivir bajo autoridad; particularmente, bajo la autoridad de Dios. Es sencillo comprender la razón para ello: la desobediencia inicial aleja a la persona de Dios, provocando muerte espiritual. En tal estado, de muerte espiritual, la persona encuentra cada vez más difícil comprender el porqué y el para qué de los mandamientos divinos. En consecuencia, cada vez más los cumple menos y, consecuentemente, cada vez más está en menor capacidad de hacerlo.
La propuesta del Salmista es la propuesta de un hombre que vive y cultiva la comunión con Dios. De un hombre que se ha propuesto guardar, buscar, enseñar y regocijarse en la ley, los mandamientos del Señor. Uno de los significados de ley, estatuto, etc., es labrar. El Salmista se ha ocupado de labrar a lo largo de su vida, la obediencia a Dios. Es decir, se trata de una forma de vida, de un proceso en el cual el Salmista ha ido invirtiendo obediencia y descubriendo los frutos de la misma. Desde luego, en un contexto de comunión intencional y sostenida con su Dios.
Es esta una cuestión toral (principal y de mayor fuerza), para la comprensión de la aparente contradicción entre mandamientos y libertad. El Salmista tiene, persigue, un bien superior, no su propia felicidad, no su propio interés, no su propia comodidad. El Salmista tiene como bien superior en su vida el permanecer en comunión con Dios, en armonía con su Señor. Nada le importa más que ello, a nada dedica mayor esfuerzo y más recursos que a ello. Por sobre todas las cosas, todas, su mayor interés es vivir en comunión con Dios. Y sabe que el logro de su propósito requiere de una forma de vida, de un asumir y un desechar principios, formas de pensamiento y acciones. No todo cabe en Dios, y no todo es propio de quien quiere permanecer en comunión con su Señor. Por ello es que el Salmista ama la ley de Dios, por ello la guarda, la busca, la comparte y se deleita en ella. Porque hacerlo así le permite permanecer en comunión íntima con Dios.
Comprender esto nos ayuda a entender que no hay contradicción entre mandamientos y libertad. La libertad en la Biblia, particularmente en el Salmo 119, consiste en el tener espacio en cualquier (o en toda), dirección. Así que, en primer lugar, quien obedece los mandamientos del Señor, o cuando menos se esfuerza en hacerlo, tiene espacio para relacionarse plenamente con Dios. No hay nada que impida su comunión y esta se da en todos los aspectos y llega a todos los rincones de Dios y afecta para bien el todo de nuestra vida.
Podemos comprender mejor esto si tomamos en cuenta la declaración que hace Pablo al respecto: Porque el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad. 2Co 3.17 La comunión con Dios significa la presencia, el habitar de su Espíritu, en nosotros. Él en nosotros, nosotros en él, tal el significado de la comunión. La libertad consecuente de su ser y estar en nosotros consiste en la liberación de una vez y por todas, del poder del pecado. Libres de culpa y, por lo tanto, libres de responder adecuada y oportunamente ante la provocación de Satanás. Libres, sí, pero por cuanto hemos sido liberados por Cristo. Así, liberados por su poder y permanentemente libres por el mismo; es decir, en cuanto permanezcamos en comunión con él.
Hay tres cuestiones, o esferas, fundamentales que expresan en la práctica tal libertad. En primer lugar, somos libres del poder de nuestras emociones y, por lo tanto, capaces para ejercer y ejercitar el dominio propio. 2Ti 1.7 También libres para entrar a lo más íntimo de la comunión con Dios. Para permanecer con él en un espacio de puertas cerradas; es decir, para expresarle lo que hay en lo más profundo de nuestra mente y de nuestro corazón. Heb 10.19 Y, por lo tanto, libres del temor. El temor es efecto y causa de la inseguridad. Quien teme, recela de lo que puede suceder; por lo tanto, se anticipa huyendo o agrediendo. La Biblia asegura que en el amor no hay temor. Y cuando Juan hace tal aseveración, equipara a Dios mismo con el amor, pues, ha asegurado: Dios es amor. Añadiendo que el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. 1Jn 4.16-18 Otra vez, nos encontramos ante la cuestión de la comunión.
Si somos libres del poder de nuestras emociones, libres para entrar a lo más íntimo del corazón de Dios y libres del temor, descubrimos que la libertad significa también la capacidad para vivir la vida espaciosamente. Es decir, sin limitaciones de tipo espiritual, moral, y/o relacionales. San Agustín dijo: ama y haz lo que quieras. Con ello, Agustín se refiere a los dos mandamientos principales que el cristiano ha recibido: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Lc 10.27 Pero, también, nos revela el poder del amor, por cuanto cuando este nos sujeta, al mismo tiempo nos libera. Alguien ha dicho: Mientras ames a Cristo y por Cristo a los hombres y por Cristo a la vocación de cristiano o de consagrado, puedes hacer lo que quieras; el amor te mantendrá en el justo orden.
Nuestras vidas necesitan volver al justo orden para recuperar la libertad y la calidad de espaciosas. Justo orden en lo que pensamos, justo ordenen cómo nos relacionamos, justo orden en aquello que hacemos. En Cristo, el orden, los mandamientos, no esclavizan, liberan. Nos hacen libres de la esclavitud de nosotros mismos y nos llevan a vivir la libertad con que Cristo nos ha hecho libres.
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14 septiembre, 2014 a 23:36
En el mes de Febrero de este año conseguí el libro que escribió su padre. Por algunos meses intente de localizarlo para poder hablar acerca del libro pero un amigo de el Dr. Harold Hunter, me comento que había fallecido hace algunos años a partir de ese momento, deje de buscarlo. Verdaderamente lamento este acontecimiento en su familia y le pido a Dios le conceda fuerza a usted y su familia.
Me gustaría la oportunidad de poder platicar aunque sea por correo electrónico dado a que se que usted es un hombre muy ocupado.
Deseando que Dios le bendiga.
20 septiembre, 2014 a 12:05
Paz.
Agradezco su interés. Si gusta, puede escribirme a casadepan@yahoo.com. Bendiciones,