El que Pone la Mano en el Arado
Lucas 9.57-62
Lo que Dios pide de nosotros muchas veces va en contra de nuestros intereses, cierto. Pero ello no significa que vaya en contra de nuestro bienestar.
Todos los que son llamados por Dios llegan a momentos cruciales en sus vidas. Son momentos en los que el mandato interior, derivado del llamado, pone en riesgo nuestros propios planes y el cumplimiento de nuestros deseos. En tales momentos generamos una manipulación conciente e inconciente, para no permitir que el llamado y su tarea derivada, alteren nuestra dinámica cotidiana.
Lucas expone cómo las prioridades resultantes de nuestros temores se contraponen al cumplimiento de nuestra tarea. Tales temores tienen que ver tanto con la provisión para nuestras necesidades (el miedo a morir, diría Batista), como con la necesidad de trascender, de hacer algo que nos asegure el reconocimiento y el aprecio de los otros (el miedo a no ser alguien y a no ser apreciados).
Tales temores nos llevan a postergar el cumplimiento del llamado. No se trata de que no nos sepamos llamados, ni de que no nos gustaría cumplir con la tarea que se nos encomienda. No, no se trata de ello. Se trata de que encontramos en el cumplimiento obediente a la voz de Dios un obstáculo para la obtención de nuestros propios intereses. Todo estaría bien si pudiéramos hacer ambas cosas al mismo tiempo. El problema es que el llamado que recibimos tiene prioridad por sobre nosotros y por sobre lo nuestro.
Como queremos asegurar primero lo nuestro, estamos dispuestos a negociar con Jesús. “Déjame ir primero”, “primero déjame ir”, son expresiones que pretenden convencer a Dios de que no es falta de disposición la nuestra, sino la “necesidad de cumplir” con lo que para nosotros resulta importante. Y, ¿quién puede dudar que enterrar al padre y despedirse de los suyos es importante? ¿Quién puede dudar que atender a la familia, “labrarse un futuro”, asegurar el bienestar de los suyos, etc., sea importante.
Que es importante, es cierto. Que es menos importante que cumplir con la tarea a la que Dios nos llama es igualmente cierto. Este llamamiento es siempre peculiar y de un orden (Reino), distinto al de este mundo. Parte del hecho de que a Jesús, nuestro Señor, Dios le ha entregado toda autoridad, por lo que puede pedir de nosotros lo que él quiera. Además, se trata de que él, que conoce nuestras necesidades, se ha comprometido a darnos “por añadidura”, todo lo necesario para el cumplimiento de nuestra tarea.
Hay una tensión en CASA DE PAN. Esta es resultado de la necesidad que tenemos de satisfacer nuestras expectativas personales y la necesidad de cumplir con la tarea que Dios nos ha encomendado. Estamos “dejando para después” muchas cosas: la búsqueda de las personas que son “como ovejas sin pastor”, el cultivo de una relación más estrecha con nuestros hermanos y discípulos, el discipulado mismo de aquellos a quienes estamos sirviendo y, sobre todo, la práctica de la adoración y el cultivo de la comunión con Dios. Trabajo, afanes familiares y económicos, obligaciones escolares y sociales, etc. Todo ello sólo es el “enterrar primero al padre” y el “primero despedirse de los de la casa”.
Pero el Señor sigue llamándonos a vaciarnos de nosotros mismos y a tomar la cruz de nuestro seguimiento. Se trata entonces de una actitud, la del siervo que reconoce el señorío de su Dios. Que hace lo que se le encarga sabiendo que lo demás es secundario, no prioritario.
Quien sabe que ha sido llamado y conoce la tarea que se le ha encargado, y se resiste a obedecer, vive una tensión interna que terminará por desgarrarlo. “Te estás haciendo daño a ti mismo, como si dieras coces contra el aguijón”, le dijo Jesús a Saulo de Tarso.
Invito a aquellos de ustedes que saben que se encuentran en esta tensión para que “dejen de hacerse daño” y, en humildad, asuman la tarea que se les ha encargado y entreguen sus vidas en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Les invito a que vivan la dimensión de la fe que, ciertamente, es locura para este mundo, pero es sabiduría de Dios. Les invito, finalmente, a buscar a Dios y mantenerse en comunión con él. A recuperar la santidad y la integridad con que han sido creados en Cristo. A vivir honrando la vocación con que hemos sido llamados.
Si ya hemos puesto la mano en el arado, dejemos de mirar atrás y seamos aptos para el reino de Dios.
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