Las virtudes deseadas de los Padres
En un Día del Padre muy especial
Hoy celebramos el Día del Padre. Fecha compleja y conflictiva. Para muchos su padre es su héroe, para otros el origen de la tragedia de su vida. Para otros, su padre es un recuerdo borroso o un anhelo inconfesable. Alma Delia Murillo afirma que, en nuestro país, casi la mitad de los hogares viven sin el papá que un día fue por cigarros y no volvió. Por cierto, déjame recomendarte su último libro: La cabeza de mi padre.
Y, qué decir de muchos para quienes sus padres son su pesadilla, el origen que se convierte en destino y en fuente constante de su dolor y confusión de vida. Lo más complejo es, en casi todos los casos y a pesar de todo, seguimos amando, seguimos deseando, seguimos necesitando a nuestro padre.
La vida confirma lo que la Biblia nos enseña: que ser padre es una bendición y un reto. Cuando Jacob bendijo a su primogénito, Rubén, le llamó el principio de mi vigor, es decir, la evidencia de mi poder generativo. En cierto sentido, y reconozco que mi propuesta puede resultar controversial, el hombre sólo es tal cuando genera otras vidas. Aunque, desde luego, ser hombre es mucho más que ser padre, pero hoy hablamos de eso de ser padre.
La Biblia nos muestra los aciertos y errores de muchos padres. Hoy quiero destacar algunos de los retos de la paternidad haciendo referencia a ciertos personajes bíblicos. En tales retos quiero encontrar un llamado para que los padres desarrollemos esas virtudes, esas capacidades para hacer cosas que tengan como resultado efectos positivos y que tanto enriquecerán nuestra paternidad. Quizá no solo quienes ya son padres quieran oírme, sino también aquellos que contemplan la posibilidad de llegar a serlo.
Primera virtud deseada: Visión[1].
Los hijos son flechas en manos de valientes, asegura el salmista. Ningún arquero obtiene flechas para conservarlas consigo. Las flechas se disparan, se envían más allá de donde se encuentra el arquero. Igual pasa con los hijos, vienen a la vida para ir más allá de sus padres. Llegar a su destino es responsabilidad de los hijos, sin embargo, dispararlos en la dirección correcta y con la fuerza adecuada es, en buena medida, responsabilidad de sus padres.
Jesé o Isaí, padre de David, preparó a sus hijos de acuerdo con lo que veía en ellos. A los mayores los hizo guerreros y al pequeño pastor de ovejas. “Organizó” la vida de ellos y los agrupó entre sí. Cuando Samuel llega buscando al futuro rey de Israel, Jesé le presenta a siete de sus hijos. No es sino cuando Dios los hace a un lado que recurre a su opción B, David. El problema de Jesé no era, de ninguna manera, un problema de amor. Era un problema de visión. Lo que ves determina tus actitudes, decisiones y acciones para con tus hijos. Determina hacia donde los diriges y la fuerza con la que los lanzas.
Los padres siempre tenemos el reto de ser visionarios. Generamos hijos para lanzarlos más allá de nosotros mismos. Cosa curiosa esta, los hacemos nuestros para lanzarlos a la vida. Mientras más ellos sean, menos cercanos a nosotros podrán resultar.
Segunda virtud necesaria: Discernimiento.[2]
Abraham es el padre de la fe. Le creyó a Dios y fue hasta donde Dios lo dirigió. Quiso lo mejor para su sobrino Lot y lucho por salvarle la vida. Fue bueno con muchos y próspero en sus negocios.
También fue padre de un hijo débil. De hecho, Abraham fue quien hizo débil de carácter a su hijo y generó así una descendencia de primogénitos débiles: Isaac, Jacob, Rubén.
Abraham amaba tanto a Isaac que temía por él. Fue su temor y no su confianza lo que determinó el cómo de su paternidad. Para protegerlo lo aisló de sus demás hermanos (el relato bíblico nos dice que a Isaac, le dio todas sus posesiones mientras que al resto sólo les hizo regalos. Además, tomó por él las decisiones más importantes de su vida. Dispuso de su vida para ofrecérsela a Dios y decidió que Isaac no tenía la capacidad para elegir mujer, por eso le consiguió a Rebeca.
El problema de Abraham es que no veía la presencia, el pacto de Dios, vigente en la vida de Isaac. No dudaba que Dios le estaba dirigiendo a él, pero no creía que Dios pudiera dirigir a Isaac. Lo mismo nos sucede a no pocos padres, no los soltamos a la vida porque no creemos que Dios sea suficiente para ellos.
Detrás de toda sobreprotección hay menosprecio. Se sobreprotege a quien se considera incapaz, débil. El amor nos lleva a ver a nuestros hijos menos fuertes de lo que en realidad son. Como padres tenemos el reto de discernir: separar, diferenciar. Somos llamados a desarrollar una resonancia magnética por sistema de carácter espiritual, integral.
Somos llamados a escanear a nuestros hijos en tercera dimensión, para así descubrir sus fortalezas y debilidades. Para así respetarlos y permitir y facilitar que tomando sus propias decisiones vitales, estén en condición de asumir la responsabilidad de sus propias vidas. Sobre todo, somos llamados a acercarnos a nuestros hijos individualizándolos, entendiendo y teniendo presente, siempre, que no son iguales sino diferentes cada uno de ellos, entre sí y, desde luego, respecto de quiénes somos nosotros.
Esencia de este reto es el poder reconocer que el ser otros de nuestros hijos, que piensen de manera diferente a nosotros, que no estén de acuerdo con nuestra propuesta de vida, que tengan sus propios valores y tomen sus propias decisiones no significa, necesariamente, que sean débiles y requieran que los volvamos al buen camino, el nuestro. No siempre nuestro camino, por más bueno que este sea, será el camino de nuestros hijos.
Sobre todo, cuando son adultos, nos toca acompañarlos, caminar con ellos y, cuando sea conveniente, sólo cuando sea conveniente, recomendar, aconsejar y tomar su mano para sostenerlos.
Tercera virtud necesaria: Reconocimiento.[3]
He conocido a muchos hombres inteligentes, capaces, prósperos, que también son hombres incompletos, fracasados. La raíz de su fracaso resulta de la relación con sus propios padres. Sus padres los amaron, los apoyaron, los lanzaron con fuerza en la dirección correcta. Pero no estuvieron dispuestos a reconocer que sus hijos habían llegado a ser ellos mismos.
No es lo mismo ser teknon que huios, aunque se trate de la misma persona. Los primeros son niños, hijos inmaduros, hijos en crecimiento. Los segundos son los hijos maduros, los que han descubierto quienes son y que en su todo afirman su identidad. Huios y teknon es el mismo hijo, la misma hija. Sólo los hace diferentes la etapa de la vida que viven y el desarrollo de su carácter.
Todos los hijos tienen la capacidad para pasar de teknon a huios. Pocos padres la tienen para reconocer que sus hijos son ya huios. Para reconocer que ya son ellos, otros, parecidos a sus padres, pero diferentes en esencia, identidad y propósito. Es decir, una de las virtudes deseadas de los padres es que, llegado el momento, tengan la capacidad de reconocer y validar el carácter propio del hijo, de la hija, y encontrar en ello su contentamiento. En complacerse porque su hijo es otro, distinto al padre, es decir, ella misma, él mismo, no sólo la prolongación del padre.
Llegar a ser uno mismo no es cuestión de horas, ni de días, ni de meses. Es cuestión de muchos años. La madurez tarda, pero cuando esta se persigue se alcanza. A los treinta años, como suponían los judíos de la época de Jesús, o antes. Pero requiere de ser asumida y de ser reconocida.
Particularmente, los padres varones encuentran difícil el cultivo del respeto a la otredad de sus hijos e hijas. No pocos, en lugar de ver en la madurez de sus hijos un reconocimiento a su aporte paterno, encuentran en la otredad de sus hijos razón para sentirse desplazados de la vida de sus vástagos.
Tenemos el reto de no sentirnos intimidados por lo que nuestros hijos son, por más que no sean lo que deseábamos, lo que esperamos que fueran. Por más que no pueda gustarnos lo que son. Nuestros hijos, nuestras hijas, son otros, distintos a nosotros mismos.
Salieron de nosotros, pero no para convertirse en una extensión nuestra. No son nuestros clones, ni el material para nuestra realización personal. Son ellos, son de Dios, están próximos, pero son otros distintos a nosotros.
Esa lejanía cercana habrá de provocar en nosotros, sus padres, orgullo, satisfacción y alegrías. También, provocará tristeza, impotencia y, a veces, hasta vergüenza. Pero todo forma parte de nuestro privilegio de ser padres y un espacio de oportunidad para mostrar a nuestros hijos e hijas cuánto los amamos y cuánto agradecemos por sus vidas.
Lo que nuestros hijos más necesitan de nosotros es que seamos nosotros mismos. Que seamos íntegros y fieles a Dios, leales a la esposa, fieles a sus hijos. Los padres dignos, íntegros y libres generan hijos dignos, íntegros y fuertes. Si todavía no los conocemos, esforcémonos por hacerlo, por descubrir sus fortalezas y debilidades. Si todavía no los aceptamos como son, hagámoslo. Si todavía no los soltamos dejémoslos ser. Si todavía no los reconocemos como nuestros cercanos extraños, aceptemos ya que son ellos y no un apéndice nuestro.
A esto los animo, a esto los convoco.
[1] 1 Samuel 16
[2] Génesis 24
[3] Lucas 3.22
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