Eso de ser un padre viejo
Uno de los problemas más frecuentes, angustiantes y complejos en la vejez es el que resulta del dolor causado por los hijos. Muchas veces, al escuchar las quejas, los lamentos y aún lo que se dice acerca de lo que enfrentan muchos ancianos, resulta difícil sustraerse del juicio fácil y condenatorio en contra de los hijos que parecen ser la fuente del dolor que viven sus padres. Sin embargo, la simpatía que podemos tener para los ancianos solos, incomprendidos y abandonados, no debe llevarnos a ignorar tanto las causas como las circunstancias que propician la difícil relación entre estos y sus hijos.
En cierta manera, la vejez viene a consolidar los modelos de relación establecidos desde la juventud de los padres y la niñez de los hijos. Consolidar es, según el diccionario, el dar firmeza o solidez a algo. La vejez afirma la forma en que padres e hijos aprendieron a relacionarse. Así que, en la vejez, se ve cumplida la ley de la siembra y la cosecha: el final de la vida es el tiempo en que se recoge mucho de lo que se ha sembrado.
Para los padres resulta muy difícil y doloroso el asumir, aceptar, que, en buena medida, recibimos de los hijos aquello que sembramos en ellos. Sobre todo, cuando nuestros excesos u omisiones fueron resultado del amor que les profesamos, sea cierto ello o una apreciación parcial y equivocada de nuestra parte. En los modelos poco exitosos de la paternidad-maternidad, se dan por lo general dos tipos de relaciones extremas: la condescendencia y el rigor. De manera un tanto abusiva podríamos generalizar achacando a las madres el ser condescendientes y a los padres el ser rigorosos, duros, con los hijos.
Lo cierto es que, aunque pudiera haber un patrón en razón del género de los padres: mujeres u hombres; también es verdad que, en la práctica, tanto las madres como los padres tratan a sus hijos con diversos grados de condescendencia o rigor. Ello explica el que no todos los hijos traten a sus padres ancianos de la misma manera. Aún en el caso de los ancianos abandonados por sus hijos, se dan distintos tipos y grados del abandono filial. Por ejemplo, mientras que hay hijos que prácticamente rompen toda relación con sus padres, algunos de sus hermanos, cuando menos, les llaman por teléfono de vez en cuando.
Ahora bien, según algunos estudiosos del fenómeno del maltrato a los ancianos, este no resulta, necesariamente, de la mala intención de los hijos. Los malos tratos, nos dicen, pueden ser fruto de la ignorancia, la falta de experiencia, los propios conflictos emocionales de los hijos, incluyendo los resentimientos acumulados desde su infancia, el consumo del alcohol y/o drogas, los deseos de venganza, etc. A veces, les digo a quienes se quejan conmigo de los excesos u omisiones de los suyos, que no lo hacen por mala leche, sino por brutos. Y esta observación, que puede parecer irrespetuosa, tiene mucha más importancia de lo que parece.
En efecto, las personas aprendemos a relacionarnos mediante un proceso que vuelve automáticas nuestras reacciones, tanto las cosas que pensamos, como las que sentimos y, desde luego, las que hacemos. Este es un proceso primordialmente inconsciente, mismo que deja de lado la capacidad y aún la necesidad de pensar, analizar y tomar decisiones en el aquí y ahora. Veamos, por ejemplo, a las personas (hombres y mujeres), que fueron formadas por madres condescendientes. Lo primero que aprendieron de mamá es que es a ella a quien le toca ver por los hijos y que el papel de estos es el de meros receptores de: cuidado, recursos, soluciones, etc.
Cuando, en la vejez de la madre cambian sus condiciones, ella espera que los hijos se ocupen de suplir lo que le hace falta. Que tomen la iniciativa para estar al pendiente de ella, proveer lo que necesita. Sobre todo, les resulta difícil no entender el por qué sus hijos, o hijas, no se anticipan y actúan sin que ella tenga que pedírselo. En el otro lado, los padres que trataron severamente a sus hijos desde niño; que se mostraron exigentes y poco comprensivos con ellos y que, por lo tanto, edificaron barreras de separación afectiva-emocional entre ellos y sus hijos e hijas, encuentran difícil el comprender tanto desapego, tanta severidad y tanta insensibilidad de parte de sus hijos ante el evidente deterioro de sus padres.
El resentimiento y la amargura suelen ser las primeras respuestas que surgen en el corazón de los padres ante las conductas disfuncionales de los hijos. Sin embargo, convendría considerar que son pocos los hijos que se separan de sus padres ancianos porque no los aman. Más bien, se trata de hijos e hijas que lastiman, abandonan y maltratan a sus padres… a pesar de que los aman. O, por decirlo de otra manera, se trata de hijos e hijas que, amando a sus padres, no pueden dejar de lastimarlos, maltratarlos y, aun, abandonarlos.
La superación de tales conflictos pasa por un proceso de desaprendizaje. Desaprender es olvidar lo que se había aprendido. Y, en efecto, tanto los padres ancianos como sus hijos deben esforzarse por olvidar las formas de relación aprendidas. Este olvidar no es otra cosa sino cambiar la manera de pensar, para que cambie la manera de vivir, como decía Pablo a los Romanos 12.1-2. Los padres ancianos deben cambiar su manera de pensar, dejar de ver a sus hijos como eternos niños, incapaces de tomar decisiones por sí mismos y de asumir sus responsabilidades. También, especialmente los padres severos, enjuiciadores y hasta perseguidores de sus hijos, deben aprender a verlos y relacionarse con ellos de otra manera. En ambos casos se requiere de los ancianos de respeto a los hijos… y a sí mismos; de asumir las responsabilidades de cada quién, pero también de reconocer los derechos y los espacios propios de unos y otros.
En este proceso de desaprendizaje, conviene, aún cuando resulte difícil hacerlo, aceptar la realidad que se enfrenta. Tenemos lo que tenemos, nuestros hijos son lo que son. Como el salmista, ante la realidad que enfrentamos conviene decir: enfermedad mía es esta, Salmos 77.10, y aceptarla. Hacerlo nos ayuda a tener un punto de partida, real y objetivo, a partir del cual podemos proponer y construir un nuevo modelo de relación con los hijos. No partiendo de lo que fue, de lo que debiera ser, de lo que hicimos o dejamos de hacer. No, se trata de hacer cuentas y ver para qué nos alcanza, si para construir una torre o apenas una pequeña casa.
Desaprender también implica la necesidad de restablecer nuestras expectativas respecto de nuestros hijos. Lo que esperamos de nuestros hijos, ¿es algo que ellos pueden, saber o quieren darnos? Tan erróneo resulta el esperar menos de lo que los hijos pueden dar, que exigir más de lo que están en condición de hacer. Desde luego, el cultivo de la comunión con Dios mediante la oración y la lectura de su Palabra; así como el buscar la ayuda de pastores, consejeros, médicos y/o terapeutas, son recursos que el anciano, y la anciana, sabios tienen a su favor para decidir qué es lo que conviene esperar y pedir a los hijos.
Aquí conviene enfatizar que los padres ancianos tienen el derecho y la responsabilidad de no permitir ningún abuso de parte de sus hijos. Por ejemplo, hay padres que están abandonados por sus hijos y que han sido despojados de los bienes que tenían para enfrentar su vejez. Lo trágico es que, en no pocos casos, han sido los mismos padres quienes han estado dispuestos a entregar, confiar y hasta ceder incondicionalmente aquello que les hace falta. Los padres tienen la responsabilidad de no convertirse en cómplices de la injusticia de sus hijos.
Antes hablamos de la ley de la siembra y la cosecha. Nos referimos al hecho de que la vejez es la época en la que los padres cosechan buena parte de lo que han sembrado. Conviene aquí acotar el hecho de que ni todo el bien, ni todo el mal que los padres reciben de los hijos es resultado de lo que han sembrado en ellos. Pero, sí, mucho de lo que se recibe es mera cosecha. Asumir tal realidad podría dar lugar a un acercamiento fatalista respecto de la relación padres e hijos. Me tengo que aguantar, podrían pensar varios padres que están conscientes de sus excesos u omisiones. No hay tal, si bien es cierto que no podemos cosechar algo distinto a lo que sembramos; también lo es el hecho de que podemos sembrar, en nuestro aquí y ahora, semillas de diferente clase.
Es decir, podemos romper los círculos viciados de nuestras relaciones con los hijos. Podemos dejar de ser condescendientes, dejar de asumirnos eternos responsables de lo que nuestros hijos piensan, hacen o sienten. Podemos relacionarnos con ellos bajo un principio de responsabilidad mutua. No exigiendo lo que no corresponde, pero sí pidiendo y recibiendo lo que es legítimo y propio de nuestra dignidad de padres. Por otro lado, debemos reconocer que nuestros hijos son personas adultas, responsables y capaces; por lo que debemos dejar de perseguirlos, recriminarles y aún de chantajearles para que hagan o dejen de hacer lo que a nosotros nos parece o interesa.
Padres e hijos somos llamados al ejercicio del perdón. Los padres ancianos son llamados a perdonarse a sí mismos respecto de los errores cometidos en la formación de sus hijos. Esto implica el aceptar que al venir a Jesucristo y recibir el perdón de los pecados, también han sido perdonados de los pecados de su paternidad y/o maternidad. Al ser perdonados por Dios son libres, ya no tienen que pagar por lo que hicieron o dejaron de hacer. También es necesario que lo padres perdonemos a nuestros hijos. A veces nos resistimos a aceptar que hay cosas en ellos que debemos perdonar, aceptar que nos han lastimado y que con su actitud permanecen abiertas las heridas causadas por ellos. Ya hablaremos más a este respecto.
Mientras tanto, sí conviene decir que una buena cosa es que los padres aprendamos a pedir perdón a nuestros hijos. Se trata de reconocer nuestros errores y hacer saber a los nuestros que nos dolemos por haberlos lastimado. Pedir perdón es un acto digno, hace evidente nuestros valores, al mismo tiempo que no pasa por la auto-flagelación. Al pedir perdón, seamos o no perdonados por los nuestros, seremos libres para enfrentar los retos de la vejez.
Termino diciendo que, en todo esto, la oración resulta ser la herramienta más poderosa para desaprender lo que no conviene y caminar por las sendas de justicia. En la oración encontraremos fortaleza, consuelo y razones para la esperanza. Pero, sobre todo, en la oración encontraremos la sabiduría necesaria para terminar siendo los padres, las madres, que nuestros hijos necesitan; siempre animados y fortalecidos por la multiforme sabiduría divina y por el beneficio de su gracia incomparable.
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