Escucha a tu Padre, que te Dio la Vida

Proverbios 23.22

Escuchaba a un predicador que aseguraba que la falta de respeto que los padres experimentan respecto de sus hijos se debe a que los padres no han sabido ganarse el respeto deseado. Aseguraba este predicador que los padres no tienen derecho a ser respetados a menos que cumplan acertadamente su tarea paterna. Escuchar tal propuesta me provoco un conflicto. Para empezar, pensé que de ser cierta la propuesta de marras, ningún padre podrá ser respetado ya que ningún padre cumple acertadamente con su tarea paterna. Dirían los que saben que en el ejercicio de la paternidad, como en todo, existe siempre un margen de error. La segunda cuestión que consideré tiene que ver con la responsabilidad de los hijos, como seres creados a imagen y semejanza de Dios, para ser y hacer de acuerdo con su identidad. Es decir, para superar las deficiencias del padre, considerar los aciertos que este haya tenido y asumir como propia la responsabilidad de respetarlo.

De cualquier forma, creo que el predicador tuvo el acierto de ocuparse del tema de la paternidad destacando un hecho fundamental: la forma en la que los padres vivimos nuestra paternidad está determinada, cuando menos condicionada, por la manera en la que hemos vivido nuestra condición de hijos. Ante el modelo de paternidad bajo el cual nos formamos, son dos las respuestas más comunes. La primera, consiste en convertirse en mero continuador del modelo parental conocido. Somos como nuestro padre fue. La segunda representa la antítesis al modelo parental conocido, somos y hacemos con nuestros hijos exactamente lo contrario que nuestro padre fue e hizo. Somos lo contrario de lo que nuestro padre fue. La debilidad común de tan comunes modelos es una sola: renunciamos a ser el padre que cada uno de nuestros hijos necesitan.

Hay una tercera forma de vivir la paternidad. Parte de la recomendación que el proverbista hace a los hijos respecto de su padre: Escucha a tu padre, que te dio la vida. La primera parte de esta recomendación puede resultar no sólo novedosa, sino sorprendente. El proverbista va mucho más allá de recomendar que los hijos presten atención a lo que su padre dice, a que lo obedezcan como tradicionalmente se interpretaría. El término usado, shamá, puede ser traducido como oír atentamente. Más, aún, la raíz de la palabra española escuchar es la palabra latina auscultāre, que tiene como segunda acepción: sondear el pensamiento de otras personas. Desde luego, también merece tomarse en cuenta la primera acepción del término: aplicar el oído a la pared torácica o abdominal, con instrumentos adecuados o sin ellos, a fin de explorar los sonidos o ruidos normales o patológicos producidos en los órganos que las cavidades del pecho o vientre contienen.

Así, a lo que el salmista llama es a que los hijos auscultemos a nuestros padres. A que sondeemos su pensamiento, a identificar el origen y las causas de los sonidos que este; su pensamiento, produce. Es decir, a que nos esforcemos en comprenderlos. La razón que da lugar a tal recomendación no se agota sólo en el padre, en la comprensión compasiva, en la empatía que pueda resultar del conocer y entender lo que ha vivido. La razón principal tiene que ver con el hijo, puesto que al auscultar a su padre puede discernir. Es decir, distinguir lo que conviene y lo que no conviene de la manera de ser y actuar de su padre. El hijo que ausculta a su padre hace un juicio del mismo. Gracias a tal juicio forma su opinión respecto de lo que conviene y lo que no conviene que imite de tal modelo de paternidad. No sólo entiende por qué su padre hizo lo que hizo, sino que selecciona lo que es propio y conveniente imitar, y/o dejar, de tal paternidad.

Hay un beneficio más en esto. El hijo no sólo puede seleccionar lo que conviene y lo que no, para así construir su propio modelo de paternidad. Lo cual de por sí ya es muy valioso. Pero, el hijo que ausculta a su padre está en condiciones de sanar su corazón respecto de las heridas recibidas en su calidad de hijo. Heridas comunes son el abuso, la violencia, el abandono, la hipocresía, la insensibilidad, el menosprecio, la marginación, etc. Entender el porqué nuestro padre nos propició tales heridas abre el camino del perdón y de la libertad para que podamos ser nosotros y no lo que nuestro padre hizo o quiso hacer de nosotros.

Quien ausculta, descubre las heridas en el corazón de su padre. Entonces, puede hacerse solidario con él. Puede entenderlo porque, con mucha probabilidad, comparte con él la misma clase de heridas y de deseos insatisfechos. Así, lo descubre víctima y no sólo victimario. Lo que da paso a la compasión, es decir, a encontrar expresiones concretas del amor que podría contribuir al rescate, la regeneración del padre. Las heridas que los padres provocan se convierten en un obstáculo que impide que fluya el amor que está en el corazón de sus hijos. Tales obstáculos pueden causar la muerte afectiva, emocional, espiritual y relacional en ellos. Lo mismo que los taponamientos de las venas y arterias. Pero, cuando el hijo entiende al padre descubre que hay salidas viables para el amor filial y, cuando abunda en ellas, encuentra el alivio para su corazón. Puede venir al encuentro de su padre y así contribuir al establecimiento de un nuevo modelo de relación con él.

Quien se reconcilia con su padre, se reconcilia consigo mismo. Y, se reconcilia también con sus propios hijos cuando ya los ha herido (es increíble que podamos herir tanto a quienes tanto amamos). Reconciliar, dice el diccionario, es volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos. Acordar, resolver de común acuerdo los conflictos que han terminado por separa a los que se aman. Esta es una tarea que resulta ineludible e impostergable para quienes realizan la tarea de padres.

La razón es que en tanto no superemos los conflictos soterrados con nuestro padre, no tendremos la libertad para ser la clase de padres que nuestros hijos necesitan y que nosotros deseamos ser. El respeto a nuestros padres, recuperado como fruto de la auscultación referida, acrecentará y afirmará el respeto a nosotros mismos. En consecuencia, podremos establecer una relación mutuamente respetuosa con nuestros hijos.

Estar en paz con nuestros padres, aún si ya han muerto, nos permite sembrar en paz las semillas de nuestra paternidad en el corazón de nuestros hijos. El resultado serán relaciones justas, sanas, gratificantes. Relaciones en las que nuestros hijos puedan ser ellos mismos y crecer como árboles plantados junto a corrientes de aguas. Relaciones en las que nuestra paternidad sea abono y no despojo. Sí, tal como la paternidad de Dios se traduce en vida abundante para nosotros.

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