La Vida es un Don

Mateo 16.21-27

La vida es un don. Primero, porque es un privilegio extraordinario el tener vida, existir. También lo es porque, para los seres humanos, la vida es mucho más que energía, fuerza, aliento. A esto, que los hombres comparten con los animales y las plantas, las personas agregan el privilegio de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Además de que la vida da a mujeres y hombres la oportunidad de vivir en comunión con el Señor.

Vale la pena caer en el lugar común y asegurar que la vida es bella. Dios, a quien puede considerarse “hombre céntrico”, ha creado todas las cosas en función del hombre. La belleza de la Creación no solo refleja el carácter de Dios, sino que tiene como objetivo el enriquecer a los seres humanos, animar en ellos el gusto por, y el cultivo de, lo bueno y lo bello. Además, lo que Dios ha creado acompaña al hombre, brindándole la oportunidad de ser, él mismo, co-creador con el Señor de la Creación.

Este, quizá, sea uno de los dones aparejados al de la vida que más valioso resulta: las personas tienen la capacidad de producir, de re-crear, a partir de lo que Dios ha hecho y así, valga la pretensión, contribuir al enriquecimiento de lo que Dios ha creado.

En su misericordia, Dios ha creado al ser humano con capacidades potenciales que le convierten en un iniciador de cosas nuevas. Así, las personas fructifican con las buenas obras que realizan mediante el ejercicio y cultivo de su inteligencia. Dios ha querido que el ser humano sea canal y administrador de la vida misma. El don de la paternidad y, sobre todo, el de la maternidad, convierten a las personas en colaboradoras indispensables del Dios de la vida.  El misterio de la vida pasa por las manos de las mujeres y los hombres. No solo porque han recibido el privilegio de engendrar y dar a luz a nuevos seres humanos. También porque han recibido la oportunidad y la encomienda de formarlos, de colaborar con ellos para que la imagen y semejanza divina se manifieste plenamente.

Por si ello fuera poco y ante el aparente fracaso del propósito inicial de vivir en comunión plena y empoderante con el ser humano, Dios se ha atrevido a incorporar al hombre como colaborador suyo en la tarea de la salvación. Pudo haber encargado a los ángeles que fueran sus mensajeros; sin embargo, prefirió encargar a hombres y mujeres, muchos de ellos escoria del mundo, que ellos fuesen los portadores de la buena nueva de Jesucristo.

Lo que la vida da y permite crea adicción a la vida. En efecto, los seres humanos se adhieren a la vida. Si lo hacen aquellos para quienes la vida no ha sido tan propicia y benevolente, cuánto mayor gusto por la misma desarrollan quienes viven, literalmente, cargados, llenos, de vida. Les gusta vivir, les gusta hacer, fructificar. También les gusta disfrutar los dones aparejados a la vida: lo que los sentidos nos revelan, el placer de la compañía de los hermanos y amigos. Sobre todo, quizá lo que más ata a la vida es el privilegio de convivir con los seres amados, con la familia.

El Señor Jesucristo, quien es la vida misma, sabe que esta es mucho más que lo que ata a los hombres a ella. Que la vida no puede disfrutarse cuando lo que la misma se convierte en la razón de la existencia. Resulta que, con desafortunada frecuencia se hace de los dones inherentes a la vida, la razón para estar vivos. Ello pervierte el propósito divino que anima la existencia. Cuando los afanes atrapan y limitan a las personas, las desvían de sus objetivos y pervierten su sentido de origen y destino.

Los seres humanos han sido creados, asegura el profeta Isaías, para Dios y para que proclamen su alabanza. (Isa 43.21) La razón de la vida humana no la es la persona misma, la razón de la vida de todo ser humano es Dios. Se viene de él y a él se va. No en balde, el Apóstol Pablo les recuerda a los atenienses: Porque en Dios vivimos, nos movemos y existimos… (Hch 17.28) Y luego recuerda a los romanos un principio básico que da sentido a la vida de quienes han sido creados a imagen y semejanza divina (Ro 14.7, 8): Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismoSi vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos.

Hay una perversión en hacer de uno mismo, de los suyos, o de lo que se tiene, la razón para la vida. El problema de una vida que equivoca su sentido no consiste en cómo se enfrenta la muerte. El problema es cómo se vive la vida. Quien vive para sí, se aparta del propósito divino y, por lo tanto, termina perdiendo su vida. Para algunos, Dios no parece ser suficiente razón para vivir la vida. No son pocos los que cuando escuchan que el ser humano ha sido creado para gloria de Dios (Isa 43.7), entran en conflicto. Que cuando escuchan a Cristo decir aquello de: Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará (Lc 9.24), entienden el propósito de Dios como una cuestión restrictiva. Asumen que vivir para Dios, los limita. Es más, algunos hasta lo consideran ofensivo. ¿Quién es Dios, o quién se cree que es para esperar que yo viva para él?

Sin embargo, cuando el Señor Jesucristo llama a sus seguidores a asumir que la vida es más que la comida, los anima a una pasar a una dimensión de trascendencia. La definición que el diccionario hace de esta palabra es no solo interesante, sino inspiradora: Exhalar olor tan vivo y subido, que penetra y se extiende a gran distancia. Jesucristo invita a los suyos a que produzcan un fruto que permanezca aún cuando ellos ya no estén. Les invita a dejar huella, a inaugurar calzadas que otros habrán de caminar; les invita a unirse a Dios en la tarea que, si bien, se inicia en el contexto de lo humano, terminará por perfeccionarse en la eternidad. Es decir, les invita a que vivan de tal manera que lo que hacen revele, muestre, lo que son. Su verdadera naturaleza.

Víctor Frankl asegura que cada situación de la vida es, al mismo tiempo, una llamada y un reto que nos da la oportunidad de explicarnos a nosotros mismos. Quiénes somos, cuáles son nuestros valores, cuál nuestra misión decida, etc., son las cosas que revelamos en cada situación que enfrentamos. La buena noticia es que Cristo en nosotros, y nosotros en Cristo, no vivimos vidas limitadas. En él y por él podemos vivir vidas plenas y trascendentes. Mientras más Cristo en nosotros, más significativa la huella que dejamos en la vida.

Somos llamados a morir a nosotros mismos, cierto. Pero lejos de ser esta una mala noticia, nos muestra el camino a la trascendencia, a la realización plena de nuestras facultades y ambiciones. Pues, se nos llama a imitar al grano de trigo que, cuando muere, se reproduce y genera riqueza abundante. Así que nada perdemos cuando nos despojamos de lo que tenemos para ser lo que realmente somos. Porque en Cristo, el de la negación es el camino que nos conduce, irremediablemente, al éxito, a terminar el todo de nuestra vida con gozo, sabiendo que hemos cumplido fielmente con lo que se nos ha encargado.

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