Jesús y la Esposa Infiel

Juan 8.1-11

Juan nos presenta dos relatos, mezclados uno con el otro. Como suele suceder, el relato central, la enseñanza más importante, no es el que aparece a primera vista. Generalmente, tratándose de este pasaje, el énfasis se coloca en el hecho de que Jesús evidencia la injusticia y el pecado de los acusadores de la mujer infiel. Pero, si bien es cierto que la enseñanza que se deriva de tal acto de Jesús es importante, me parece que resulta de mayor importancia el contenido del diálogo íntimo entre Jesús y aquella mujer.

De acuerdo con la traducción DHH, el diálogo entre Jesús y la esposa infiel es de apenas veinte palabras. Jesús usa ocho palabras para establecer el cómo de su relación con aquella mujer y, al mismo tiempo, el cómo de la liberación de la misma. Primero, el Señor establece que él, a diferencia de los demás hombres en relación con la mujer, no la condena, no la sentencia. Es decir, Jesús no asume como definitoria la conducta de la mujer y, por lo tanto, no considera que ella deba permanecer atada ni a su conducta, ni, necesariamente, a las consecuencias derivadas de la misma. Para entender mejor mi propuesta, déjenme considerar lo siguiente.

En pocos, muy pocos casos, la infidelidad es una expresión de la libertad del infiel. Se trata, más bien, de una de las más complejas y dolorosas expresiones de lo que hoy llamados codependencia. De la pérdida de la identidad de la persona y, por lo tanto, de la pérdida de su individualidad y su autonomía respecto de los demás. Las personas son libres de tomar las decisiones que quieran, sean o no convenientes, asegura Pablo. De ahí, que una persona casada que ya no ama a su esposo tiene el derecho y la libertad de dar por terminada tal relación. Sin embargo, quien insatisfecha con su relación matrimonial permanece en ella y al mismo tiempo se compromete en otra relación afectiva, no está actuando en libertad ni con dignidad. Hay algo en ella que le impide asumir la responsabilidad de su dignidad y permanece en una relación que cada vez más le ofende, la somete a la indignidad y la pone en riesgo creciente.

La Carta de Santiago hace una descripción muy reveladora del proceso del pecado. Con ella, me parece, Santiago se anticipa miles de años a los modernos descubrimientos acerca de la codependencia. En el capítulo primero, versos 14 y 15, Santiago asegura: … uno es tentado por sus propios malos deseos, que lo atraen y lo seducen. De estos malos deseos nace el pecado; y del pecado, cuando llega a su completo desarrollo, nace la muerte. La expresión malos deseosconcupiscencia-, se refiere a las emociones del alma que dominan y explican las necesidades insatisfechas de las personas y, en consecuencia, la manera en que estas actúan para satisfacerlas.

Todos, en mayor o menor medida, vamos por la vida con necesidades afectivas y emocionales insatisfechas. Sin embargo, hay quienes han sido heridos de manera tal que sus vacíos existenciales son tan grandes y poderosos que impiden a la persona vivir equilibradamente. Las carencias y los abusos en la infancia: la violencia física, verbal, económica, sexual, etc., provocan vacíos que resultan muy difíciles de satisfacer. Debo destacar que, en particular, el trato indiferente hacia los hijos y los esposos, así como el rechazo explícito e implícito de ellos, provoca que el sentido de pertenencia de los afectados, así como la conciencia de su propia valía se vean severamente dañados. En consecuencia, estas personas se vuelven frágiles y quedan expuestas a los estímulos (propuestas y manipulaciones), de terceros que lo único que buscan es utilizarlas en su propio beneficio.

Lo que Santiago establece es que una de las condicionantes al pecado, de los factores que nos animan a pecar, resultan de nuestro propio interior: de nuestra experiencia de vida y de la manera en que hemos aprendido a pensar. Por ello, San Pablo nos anima para que cambiemos nuestra manera de pensar, a fin de que cambie nuestra manera de vivir.

Pero, la Palabra también nos previene sobre la influencia de quienes nos rodean y del potencial riesgo que vivimos cuando participamos de sus dinámicas relacionales. Baste un ejemplo de ello cuando nos recuerda: No se dejen engañar. Como alguien dijo: «Los malos compañeros echan a perder las buenas costumbres.» 1Co 15.33 Quien ha sido lastimado, quien no se asume como una persona valiosa, quien considera que no le importa a nadie, es como quien, teniendo heridas abiertas en sus manos las mete en un medio altamente contaminado. Dice un dicho que nunca falta un roto para un descosido. Resulta escandalosamente común el que personas lastimadas, necesitadas de aceptación y amor, se relacionen con personas que, lejos de ayudarlas a que sean libres, contribuyen en mayor medida a su desventura y esclavitud emocional, afectiva y espiritual.

Tal, me parece, el caso de la esposa infiel. Algo había en ella que explicaba su disposición correr el riesgo –poniendo en peligro su propia vida-, de volverse amante de un hombre que no era su esposo. Pero, también, algo había fuera de ella que contribuyó a su esclavitud y desesperanza. El hombre al que ella asumía su amante, la puso (como se dice en la jerga delincuencial), con el propósito de dañar a Jesús. Aquel hombre no amaba a la mujer que había puesto su vida en sus manos. Aquel hombre no tenía cuidado de ella. Quizá él mismo era sujeto de sus propias concupiscencias, de sus malos deseos, de sus vacíos existenciales.

Jesús actúa de manera diferente, él no la condena, no la obliga a permanecer en su condición para que supla las necesidades y los deseos desordenados de otro. El la libera, la reconoce como a una persona que puede ir a dónde y cuándo quiera. Como no la condena, puede decirle vete. Este reconocimiento sólo puede hacerlo quien es libre y asume la libertad del otro. Pero, Jesús también le dice: no vuelvas a pecar. No vuelvas a errar el blanco, no dejes que lo que hay en ti te lleve a tomar decisiones equivocadas.

Lo que permitiría que la mujer pueda seguir la recomendación de Jesús en cada uno de los días que siguieron a aquel tan dramático, fue, precisamente, su encuentro con el Maestro. Es que, asegura Juan: Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo. 1 Juan 3.8 Lo mismo suceder con nosotros: podemos vivir libres del poder de nuestras heridas. Pues, Jesús ha venido para deshacer lo hecho por el diablo en y con nosotros. Conocemos a mujeres y a hombres que fueron dañados profunda y dolorosamente: agredidos por sus padres, violados por sus familiares, despreciados por los suyos, obligados a hacer cosas indignas, esclavizados por sus propias pasiones, etc., y ahora son libres en Cristo.

Es esta nuestra fe y, por lo tanto, es este nuestro llamado. Que vengamos a Jesús los que estamos cansados y trabajados, que corramos el riesgo de quedarnos a solas con él y permitamos así que sea él quien nos libere. Que no nos condene y nos deje ir para que, así, podamos ser verdaderamente libres… en su comunión y en su presencia.

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