¿A qué huele mi familia?

Génesis 2.24

La familia empieza siendo la pareja. Son los esposos quienes se unen inicialmente, por lo que los hijos son sólo consecuencia del ser familia de la pareja. La unión de la pareja, la calidad y fortaleza de esta, determina el carácter de la familia. Resulta interesante que el término hebreo dabaq, que se traduce como: se unirá a su mujer, significa literalmente: pegarseadherirse a. Del mismo término vienen las palabras cola o pegamento.

Por lo que quien decide unirse a otra persona en matrimonio, adquiere la obligación de participar íntimamente de lo que la misma es. Al proceder así, los esposos se convierten en una sola y única semilla que dará luz a una familia, también una sola y una única. Mientras más uno sean los esposos, más definido y equilibrado resultará el todo de la familia.

Desde luego, nadie se hace uno sólo con otra persona en automático. La unidad familiar, empezando por la unidad de la pareja, es el resultado de un proceso. Pero no utilizo este término en el sentido tradicional de: transcurso del tiempo o como las fases sucesivas de un fenómeno natural o una operación artificial. Más bien lo utilizo en su primer significado: acción de ir adelante.

Mi propuesta consiste en que la unidad familiar resulta del compromiso, de la determinación de ir adelante, en la consecución del propósito de ser familia, una y única en su carácter. No es el tiempo, ni sólo lo que se hace, lo que forma a la familia. Es el compromiso mutuo, la obligación contraída libre y formalmente por sus miembros de privilegiar una relación exclusiva, prioritaria, recíproca y empoderante de sus miembros.

Compromiso que se expresa adecuada y oportunamente entre quienes se consideran a sí mismos familia, pero también compromiso que adquiere la forma que la sociedad reconoce como evidencia de la existencia de la unidad familiar. Sin tal determinación sostenida y renovada cotidianamente, la mera duración de la relación no podrá crear unidad familiar. Pero, quien se compromete, ha iniciado ya el proceso mediante el cual la unidad familiar será cada vez más fuerte y evidente.

Las familias sanas cultivan el principio de exclusividad. Inicial y prioritariamente por la pareja, pero no sólo por ella. Hemos aprendido a considerar la exclusividad en su lado amable. Así, exclusivo es aquello único, privilegiado, elegante. Sin embargo, el sentido primario de la exclusividad se refiere a lo que se excluye –que quita a alguien o algo del lugar que ocupaba, que descarta, rechaza o niega la posibilidad de algo-.

Las familias sanas se saben incompatibles con aquellos o aquello que atenta contra su condición de una y única. Así, los esposos se asumen exclusivos el uno para el otro sin importar el atractivo que podría representar la oportunidad de incorporar a un extraño, a alguien que es ajeno a la naturaleza o condición de la familia de la cual forma parte. De igual manera, el resto de la familia aprende a considerarse a sí misma exclusiva, por lo que se relaciona de manera excluyente de aquello que puede atentar contra la unidad familiar.

Para los miembros de la familia no hay compromiso más importante ni prioritario que aquel que asumen con su familia nuclear. Cuando los miembros de la familia nuclear forman una nueva familia, el cómo y el grado de su compromiso con la familia nuclear se modifican y, entonces, no hay para ellos compromiso más importante ni prioritario que el que asumen con su nueva familia.

La segunda expresión del compromiso familiar es el sentido de prioridad respecto de quienes no forman parte del núcleo familiar. Dios establece que la relación familiar, empezando por la pareja, debe ser prioritaria. Es decir, antes de algo respecto de otra cosa, en tiempo o en orden. La expresión divina: dejará padre y madre, no deja lugar a dudas. Para los miembros de la familia no hay nadie ni nada que deba o pueda ponerse antes que a quienes la forman.

Y, vale la pena recordar lo antes dicho, la familia empieza en y con la pareja y se continúa en los hijos, hasta que estos forman sus propias familias. Las parejas sanas procrean hijos sanos y seguros emocionalmente. Condición que resulta del sentido de pertenencia familiar. Unos y otros se saben familia, conocen su lugar, así como sus obligaciones y derechos dentro de su familia. Saben que son prioritarios para los suyos.

Por el contrario, característica de las familias disfuncionales es su relación enferma con figuras extrafamiliares: suegros, cuñados, abuelos, etc. Cuando se privilegia a cualquiera de ellos por sobre el interés de la familia nuclear, el equilibrio familiar se altera pues se antepone en tiempo y forma a quienes no son familia. La intromisión en el núcleo familiar de agentes externos al mismo genera ruidos comunicacionales, deforma la imagen familiar y altera los espacios y modos de relación entre quienes sí son familia. Quien no es familia, no es familia.

Una tercera expresión del compromiso familiar es el principio de reciprocidad. Es decir, la correspondencia mutua de una persona con otra. Corresponder es: pagar con igualdad, relativa o proporcionalmente, afectos, beneficios o agasajos. En las familias sanas sus miembros aprenden a corresponder aquello positivo que reciben. No lo hacen sólo por gratitud, sino también por razones preventivas. Conocen y creen en el principio de la siembra y la cosecha.

Saben que uno siempre cosecha aquello que ha sembrado. Por lo que se ocupan de sembrar el bien aun cuando otros estén sembrando semillas de mal. Así, esposos que enfrentan la deslealtad y aún la infidelidad de sus parejas, perseveran haciendo el bien. Hijos que son lastimados, siguen sembrando en esperanza, procurando el bien de sus padres y viceversa. Es decir, corresponden al bien con el bien y contrarrestan al mal con lo bueno. Pueden hacerlo porque desplazan el objetivo de su fidelidad de los suyos a Dios y, por lo tanto, se esfuerzan por ser recíprocos con aquel que los ha amado y bendecido siempre.

La cuarta expresión del compromiso familiar consiste en el empoderamiento de sus familiares. Es decir, las familias sanas apoyan a sus miembros para que cada vez sean menos vulnerables y débiles y que, por el contrario, puedan desarrollar sus dones y capacidades y así puedan ser quiénes son y vivir en plenitud cada etapa de sus vidas. El empoderamiento empieza en el respeto a la identidad y los espacios del otro.

Al otro se le ama incondicionalmente y se le hace saber, una y otra vez, amorosamente, que es miembro de la familia. En consecuencia, el que uno de los miembros tenga éxito, alcance sus objetivos y reciba algún tipo de reconocimiento, es asumido por el resto de la familia con alegría y gratitud. Al mismo tiempo que cuando alguno de sus miembros sufre algún tropiezo, el resto de la familia se ocupa de amarlo y apoyarlo para que siga adelante.

Dios ha prometido que honrará a los que lo honran1 Samuel 2.30. El término que se traduce como honrar significa literalmente: hacer más pesado. Es decir, Dios promete que cuando nosotros lo honramos haciendo lo que él ha establecido como bueno, en este caso comprometernos con nuestra familia, él da más peso –lo hace más importante, valioso y significativo-, a nuestro compromiso. Esto significa que Dios empoderará –hará más poderosas- las expresiones de nuestro compromiso familiar multiplicando así la importancia y el efecto de estas.

Cabe, entonces, el que nos animemos a renovar y fortalecer nuestro compromiso familiar. Si nos decidimos a hacerlo y actuamos en consecuencia, Dios nos dará la dirección, la paciencia y el poder necesarios para que nuestras familias sean cada día más sanas y placenteras para los que tenemos el privilegio de formar parte de ellas.

¿A qué huele mi familia? Nos preguntamos en el título de esta reflexión. Ha sido interesante descubrir algunas cosas acerca del olor. En primer lugar, el olor es la percepción de las sustancias volátiles por medio de la nariz, voluntariamente o no. Además, existen dos tipos de olores: el ortonasal, que llega a nuestra nariz de manera directa cuando respiramos; y el retronasal, que nos llega a través de la boca cuando exhalamos.

Así que al preguntarnos a qué huele nuestra familia, conviene considerar que lo que los miembros de la familia perciben de esta, no necesariamente es lo que los demás perciben. Alguien ha dicho que el olor representa muchas cosas: algo que marca límites, un símbolo de estatus, algo que mantiene distancias, una técnica para dejar una buena impresión, una broma o protesta de un escolar, y una señal de peligro.

Además, los olores nos permiten detectar y evaluar el estado de ciertas cosas; atraen, rechazan o alertan. Así, la pregunta que nos hacemos es todavía más profunda: ¿El olor de mi familia atrae, rechaza, alerta a quienes están en relación con nosotros? ¿El olor de mi familia anima a permanecer dentro de la misma a sus integrantes, o los provoca a tomar distancia de esta? En mi familia ¿podemos ser quienes queremos y aun así honrar a los nuestros y seguir gozando de su amor y aceptación?

Ser familia requiere de nuestro discernimiento y de que desaprendamos patrones relacionales que quizá funcionaron en el pasado pero que ahora ya no resultan adecuados. No porque siempre hemos sido o hecho así, ello significa que en nuestro aquí y ahora es lo que conviene que seamos y hagamos. No debemos olvidar que hay cosas que huelen bien, pero que cuando pasa el tiempo y cambian sus circunstancias hieden.

¿Qué conviene preservar de nuestro modelo familiar y qué conviene terminar o adecuar a nuestras circunstancias actuales? ¿Qué hay que dejar atrás y qué hay que empezar de nuevo? Desde luego, sostener este tipo de conversación familiar no resulta cómodo ni atractivo. Podemos seguir como hasta aquí, desde luego, pero ¿será lo que conviene?

El cultivo de la exclusividad, la prioridad, la reciprocidad y el empoderamiento familiares harán de nuestras familias entidades más sanas y con un aroma fragante.

A eso los animo, a esto los convoco.

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