Dios comprende
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Uno de los salmos que acompañan frecuentemente el caminar de los creyentes es, precisamente, el Salmo 103. ¿Quién no sabe lo que significa decir desde lo más profundo de su corazón?: Bendice, alma mía a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios. RVR1960 No cabe duda de que tales palabras forman parte de los diálogos interiores que los cristianos conscientes de la presencia y del quehacer de Dios en su vida, establecen con su propio corazón.
No resulta gratuito dialogar con nosotros mismos considerando las misericordias recibidas pues, en verdad, sólo ha sido Dios quien perdona nuestras iniquidades, sana nuestras dolencias, rescata del hoyo nuestra vida, nos corona de favores y misericordias, sacia de bien nuestra boca y nos rejuvenece como el águila. Sí, es este un hermoso Salmo que da palabras a nuestros sentimientos más profundos y nos permite, al escucharnos a nosotros mismos enumerar sus bendiciones, confirmar la realidad de su amor, de su interés y de su irreducible propósito de procurar y propiciar nuestro bienestar.
Sin embargo, nuestro Salmo hace mucho más que sólo dar palabras al sentir de nuestro corazón, o sólo ayudar a nuestra memoria para que tengamos presentes los muchos dones recibidos. De hecho, me parece, el principal aporte que el Salmo 103 hace es que nos revela de una manera clara, inspiradora y contundente del carácter de Dios. Es decir, el salmista nos recuerda las cualidades únicas de Dios, mismas que lo distinguen y destacan su ser único, perfecto y hermoso. Dios, nos recuerda David, es justo, misericordioso y clemente, paciente y todo amor; el Señor es nuestro Padre.
En el caminar cotidiano de la vida, tener presente el carácter de Dios resulta una cuestión de fundamental importancia. La vida es la vida, casi siempre impredecible y con mucha frecuencia muy difícil de ser enfrentada. Muchos de nosotros y de quienes conocemos estamos viviendo situaciones en verdad difíciles, complicadas, desgastantes. La enfermedad, por ejemplo, es una realidad de la cual pocos podemos sustraernos.
En los últimos días he estado en contacto con un número significativo de personas enfermas. Sobre todo, ancianos y niños. Esta mezcla hace evidente que la enfermedad es un mal que no respeta edades, condiciones, ni siquiera credos. Se enferman lo mismo pobres que ricos, niños que ancianos, creyentes que incrédulos. Los conflictos familiares son otra de las constantes de prueba que muchos están enfrentando. Familias disfuncionales, mujeres, niños, adolescentes, viejos que sufren violencia de parte de aquellos a los que aman. El desempleo, la pobreza, la maldición que hace que millones de jóvenes vayan por la vida sin, siquiera, la esperanza de que, si el presente es malo, el futuro traerá cosas mejores a su vida.
En fin. Las pruebas y las dificultades hacen difícil mantener firmes nuestros principios y convicciones. El mismo David, en su Salmo 11, se pregunta: y cuando las bases mismas se vienen abajo, ¿qué puede hacer el hombre honrado? Las crisis tienen la capacidad para transformarnos, para hacer de nosotros, otros. Distintos a lo que éramos, diferentes en nuestras actitudes y conductas, cuestionadores de lo que sabíamos, pensábamos y creíamos. Así que, cuando las bases mismas se vienen abajo, cuando la crisis atenta contra nuestra identidad y modifica nuestro carácter, ¿qué podemos hacer?
David se responde: El Señor está en su santo templo. El Señor tiene su trono en el cielo, y con ojos bien abiertos vigila atentamente a los hombres. El salmista no pretende encontrar respuesta en sí mismo ni en sus circunstancias personales. Vuelve sus ojos a Dios y hace memoria del carácter del Señor. Y recuerda que el Señor, con sus ojos bien abiertos, vigila atentamente a los hombres.
Y en tal declaración encuentro un paralelismo con la profunda reflexión que el Salmo 103 nos propone, cuando nos recuerda que de la misma manera que el Padre se compadece de sus hijos, se compadece Jehová de los que le temen. Y me encanta la razón con la que el salmista sustenta su dicho: porque él conoce nuestra condición, se acuerda que somos polvo. La traducción Dios Habla Hoy, lo dice así: pues él sabe de qué estamos hechos: sabe bien que somos polvo. Siempre que leo o recuerdo este pasaje, pienso: Dios comprende. Dios encuentra justificación, entiende como propios de mi condición, mis sentimientos y mis actos. Aunque no esté de acuerdo con lo que pienso, digo o hago, él entiende. Y lo que entiende lo lleva a actuar con compasión, es decir, lo que Dios sabe de mí lo lleva a poner en acción su amor a mi favor.
Cuando en la vida nos encontramos caminando los valles de sombra de muerte conviene recordar que Dios nos ama con amor de Padre. Que a Dios no lo cambian nuestras circunstancias. Que ni nuestras tragedias, ni siquiera nuestras debilidades, lo hacen ser diferente. Dios comprende y sigue estando al cuidado de nosotros. Los tiempos de prueba se vuelven más difíciles porque en ellos afloran nuestras culpas y pecados. Asumimos que si estamos sufriendo, o peor aún, que si hemos clamado y Dios no ha contestado cómo y cuándo queremos es porque nuestras faltas impiden que él nos bendiga. Si tal pensamiento ha venido a nosotros en algún momento, les recuerdo la convicción del salmista: Tan lejos de nosotros echó nuestras transgresiones como lejos del oriente está el occidente.
¿Qué tan lejos está el oriente del occidente? Pues, mucho y nada. En sus extremos, el oriente y el occidente están hasta el otro lado. Pero, en el centro de todo, oriente y occidente empiezan a partir del mismo punto. Así es como Dios trata nuestros pecados, aun cuando siempre están presentes y él no puede ignorarlos, Dios actúa como si estos no hubieren existido. Porque, nos recuerda Juan: Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.
Los tiempos de prueba son tiempos de confianza. No en nosotros mismos, sino en Dios que engrandece su misericordia sobre los que le temen. Por eso hoy quiero animarte a la fe, a la confianza y a la perseverancia. Sigue creyendo que Dios es tu Padre y que él comprende lo que estás viviendo, lo que sientes y lo que haces. Con la confianza propia de un hijo, vuélvete a tu Padre y ábrele tu corazón. Cuéntale lo que está en ti, lo que te aflige, los temores que oscurecen tu entendimiento y tu vida. Deposita en él tus trabajos y tus cargas y permite que él te dé el descanso para tu alma atribulada. Si algo hemos aprendido en la vida, si de algo estamos seguros es que Dios es fiel. Puedes confiar de que, en su fidelidad de Padre, encontrarás el reposo y la fortaleza que te son propios por cuanto eres hijo, hija, de Dios.
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