DE Dones de servicio
Romanos 12.4-10
Hacer milagros o barrer la casa del pobre. ¿Qué será más importante, cuál será mayor testimonio del poder y el amor de Dios? Esta parece ser la disyuntiva a la que a lo largo de la historia de la Iglesia se han enfrentado no pocos cristianos. El Apóstol Pablo, al escribir a los romanos, parece dejar clara su posición. De los ocho dones que enlista en nuestro pasaje, seis pueden ser considerados como dones de servicio. Y, al mismo tiempo, como dones trascendentes tanto en la edificación del cuerpo de Cristo, como en el testimonio eficaz a los no creyentes.
Servir a otros, enseñar, animar a otros, dar, presidir y ayudar a los necesitados son, todos, una sola diaconía. Según Emilio Castro, ex Presidente del Consejo Mundial de Iglesias, la palabra diácono significa, literalmente, al través del polvo. Era el término utilizado para referirse al esclavo encargado de conducir a las caravanas al través de las tormentas de arena del desierto. Obviamente, el diácono servía a los suyos aún a costa de su propia vida.A costa de su propia vida, esta sería la principal ofrenda de quienes reciben alguno de los dones de servicio. Sirven a costa de sí mismos. Como Juan el Bautista, son como antorchas que, mientras más iluminan, más se consumen, más se agotan. Cabe entonces un dejo de comprensión para quienes, habiendo recibido tales dones, los encuentran menos atractivos e importantes que aquellos que, por su dramatismo e impacto, parecen hacer crecer en fama e influencia a los creyentes que los ejecutan. Los dones de servicio parecen no aportar a quien los realiza, quienes sirven se queman en favor de los demás.
Sin embargo, el servicio a los demás es el camino más seguro a la trascendencia, a la trasformación propia y la del entorno, así como el fundamento del sentido de la vida. El servicio al prójimo, que pasa por la negación de uno mismo, es lo que da razón a la vida. Esto parece contradecir el pensamiento contemporáneo que nos dice que nosotros mismos somos la razón de nuestra vida. Sin embargo, descubrimos que, a mayor egoísmo, mayores vacíos existenciales. Cada día comprobamos que la abundancia de los satisfactores identificados con el éxito en nuestros días: dinero, posesiones, fama, etc., lejos de traer convicción de plenitud, simplemente produce un creciente aburrimiento en las personas. Cada vez aumenta el número de quienes descubren, para su sorpresa, que no es verdad que tener más afirma el carácter de las personas, las hace mejores, les hace sentir satisfechas y equilibradas. Marco Eduardo Mureta propone que, por el contrario, quienes así piensan descubren: la sensación de falta de sentido en la vida, de tedio, de no saber para qué se vive, lo cual lleva al aislamiento y deterioro de la relación con la familia y la sociedad. Es decir, viven vacíos existenciales: crisis emocionales desencadenadas por sufrir frustraciones en forma continua, {la} incapacidad para concretar propósitos individuales y realización de actividades rutinarias que dejan poco espacio a la creatividad, pero se debe, sobre todo, a la falta de afecto y de relaciones sociales enriquecedoras.
Situación similar viven las congregaciones que hacen de sí mismas la razón de su existencia. Procuran, como razón existencial, el bienestar, la seguridad y la comodidad propios. Ven al mundo por la ventana. Si acaso sirven al prójimo, lo hacen sólo en la medida que tal servicio les beneficia a ellas mismas: tranquiliza su conciencia, les proporciona reconocimiento, les da la sensación de estar haciendo algo. Desde luego, tales congregaciones viven en conflicto. Dado que han recibido dones espirituales de servicio, tienen que reprimirlos y justificar el no desarrollarlos conforme al propósito divino.
La Iglesia es una comunidad de servidores. Primero, de servidores de Dios, es cierto. Pero, también de servidores de aquellos que están en necesidad, lo merezcan o no. Por ello es que la Iglesia es, también, una comunidad libradora de gracia. Ella que vive por la gracia, es llamada y capacitada para transmitir la gracia recibida. Mateo 10.8 Aquí conviene destacar que, en la iglesia, todos somos llamados a servir a otros, todos somos diáconos, tengamos alguno de los dones de servicio o no. Somos siervos de Dios y estamos al servicio de nuestros hermanos. Ello nos llevaría a desear que entre nosotros se manifiesten los dones que hoy nos ocupan.
Los dones de servicio son trascendentes, dejan huella y dan testimonio, porque son transmisores de la gracia. Primero, porque no condicionan su ejercicio a los merecimientos de quienes son beneficiados con ellos. Además, porque su ejercicio requiere de lo extraordinario. Si bien todos, en algún momento, servimos, enseñamos, animamos, damos, guiamos, ayudamos, etc., a quienes han recibido los dones de servicio se les exhorta a que lo hagan bien, con dedicación, con sencillez y generosidad, con cuidado y con alegría.
Las congregaciones que sirven de tal manera encuentran, en su servicio, la razón de su ser. Por lo tanto, se fortalecen, se esfuerzan y viven de manera comprometida su fe. En su experiencia como iglesia, hay todo, menos aburrimiento, menos sentido de futilidad. Viven el gozo del servicio y, por lo tanto, se descubren trascendentes, capaces de impactar al mundo que las rodea. Algunos estudiosos de la historia de la iglesia proponen que lo que propició el crecimiento, la expansión, del cristianismo entre las sociedades paganas no fue el testimonio del martirio, sino el testimonio del servicio. Es decir, que los no creyentes prestaron atención al hecho de que los cristianos servían aún a quienes los perseguían, antes que a su disposición a morir por su fe. El servicio proporciona a la iglesia lo que podemos llamar el poder testimonial al compartir el evangelio de Jesucristo.
Las congregaciones que aprecian y animan el ejercicio de los dones de servicio, son actoras y no meras espectadoras de la realidad social de la que participan. De ahí la importancia de que quienes han recibido tales dones se esfuercen por ofrecerlos aún a costa de su propia vida, de sus propios intereses y comodidades. Pero, también, de ahí la importancia de que la comunidad de fe colabore comprometidamente, para que el ejercicio de tales dones no encuentre tropiezo y sea complementado con el ejercicio de los demás dones espirituales.
Ante la necesidad del servicio cristiano que se expresa tan abrumadoramente en nuestra sociedad: hambre, pobreza, soledad, disfuncionalidad familiar, opresión social, etc., podemos simplemente esperar a que vengan a nosotros, que lleguen a donde estamos, los que necesitan ser servidos. O, como es propio de nuestra identidad, podemos provocar la oportunidad del servicio. Es decir, salir de nosotros, individual y congregacionalmente, para hacer presente a Cristo a los necesitados. No en una tarea meramente asistencialista sino evangelizadora. Las congregaciones interesadas y dispuestas a seguir estando vivas deben comprometerse en el servicio al prójimo. Entendiendo como prójimo a todo aquel en el que se hace presente el interés de Cristo. En tal razón, son iglesias que viven al aire libre, que renuncian a la seguridad del templo para seguir a Jesús por el camino.
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