Mujer, antes que madre
1 Samuel 1; Lucas 1,2
Ana, la madre de Samuel, sufrió el trato y las presiones típicas de una sociedad machista. Sus relaciones familiares se caracterizaron por el menosprecio y la persecución “de la otra”, Penina. Su marido la amaba mucho, pero ni la conocía, ni la entendía. Vivía convencido de que todo lo que su mujer necesitaba era a él; estaba seguro de que él era, para Ana, mejor que diez hijos. Elcana, no solo era un hombre insensible, también era un esposo presuntuoso. Elí, su pastor y sacerdote, quien recibía de ella y de su esposo ricas ofrendas, apreciaba estas pero poca atención prestaba a Ana. Insensible, como buen hombre, le ve sufrir y no la entiende… concluye que está borracha.
Pobre Ana, ¡con cuánta razón necesitaba un hijo! Necesitaba a alguien que la ayudara a ser. Sin un hijo no estaba completa, apenas era una sierva afligida. Quería un hijo no para criarlo, sino para ser madre. No para formarlo, sino para triunfar ante sus enemigos. Un hijo que se convirtiera en la razón de su identidad; quien la reivindicara ante los demás… y ante sí misma. La vida de Ana se agota en su maternidad.
María, la madre de Jesús, es sorprendida por su maternidad. En condiciones increíbles y complicadas se descubre la madre del Señor. Vive presiones, desconfianzas, temores. Pero no solo no renuncia a la maternidad, tampoco se refugia en ella. A diferencia de Ana, ve en su ser madre y en la vida de su hijo, la continuidad de la historia salvífica. Se sabe parte de algo más grande y trascendental que ella misma, que su momento personal. Su canto –parecido y totalmente distinto al de Ana, en el que se inspira-, descubre una dimensión eterna de su embarazo de nueve meses: El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas… Ayudó al pueblo de Israel, su siervo y no se olvidó de tratarlo con misericordia. Así lo había prometido a nuestros antepasados, a Abraham y a sus futuros descendientes”. La maternidad de María hace posible que llegue al mundo la vida abundante, la vida plena, en la persona de su hijo Jesús.
Y a nosotros ¿qué? Primero, para las mujeres que son madres y que ayer fueron celebradas como tales. La maternidad siempre conlleva dos riesgos: convertirse en salida de una forma de vida incómoda, y convertirse en destino, en un callejón sin salida. Unas viven para ser madres y no pocas son madres para tener una razón para vivir. Los hijos, siempre son circunstancia, aunque frecuentemente se comete el error de convertirlos en destino. La vida de las mujeres es mucho más que la vida de los hijos porque en su maternidad está implícito el llamado a María: convertirse en colaboradoras del Todopoderoso. Vientre-tierra, fértil para la semilla del Altísimo. El propósito de Dios no era hacer madre a María, sino incluirla en su quehacer salvífico. María, ni es, ni se agota en Jesús, su hijo. Es ella, y como Dios conoce quien es, la invita a que sea la madre de su hijo. El hijo de ambos, culminación perfecta del plan de Dios.
Aquí hay mujeres cuya vida se ha agotado en la maternidad. No son más que mamás. Nada más las explica, nada más da sentido a su vida. Paradójicamente, al igual que Ana, están perdiendo a aquellos que las hacen ser. Ello, porque el cómo de la relación filial que no se resuelve adecuada y oportunamente, se pervierte. De la naturaleza podemos aprender que cuando las crías no son separadas oportunamente de sus madres, se corre el riesgo de que se crucen entre sí. De manera similar, cuando el proceso de emancipación de los hijos se retrasa, cuando se establecen relaciones de codependencia, los roles se pervierten. Vemos a madres que siguen siendo responsables de hijos adultos y a hijos adultos que disfrutan (¿?), de la llamada adolescencia prolongada. Se trata de adolescentes eternos, de hombres y mujeres que al permanecer atados emocionalmente a sus madres, son incapaces de desarrollar su propia identidad y, por lo tanto, de asumir sus responsabilidades vitales.
La diferencia entre Ana y María es Jesús. A la luz de Jesús, y de su misterio, es que María comprende que la tarea de las madres es facilitar la tarea de Dios. A la convocatoria implícita: María, Dios te necesita para madre de su hijo. María responde presta: He aquí la esclava del Señor, que Dios haga conmigo como ha dicho. Lo que María declara es: Mi razón de ser es el Señor, mi tarea, permitir-facilitar que en mí se cumpla lo que él ha dicho.
De igual forma, las madres creyentes asumen que los hijos les son entregados para que durante el tiempo saludable que vivan con ellos den a los mismos el testimonio del amor de Dios. Para que formen en ellos los valores que les ayuden a vivir su realidad con plenitud. Les son entregados, pero no son del todo suyos. Más que dueñas, son administradoras, formadoras. Así como en el parto deben expulsarlos de su cuerpo para que vivan por sí mismos, después de nueve meses en que los han nutrido, formado físicamente y capacitado para la vida, así, también, una vez nacidos deben nutrirlos, formarlos y capacitarlos para que sean ellos durante los días de su vida. Sean estos pocos o sean muchos.
Para quienes no somos mamás, Ana y María muestran la gran diferencia existente entre el valernos de alguien o algo para llegar a ser y el fructificar en conformidad con lo que somos. Como Ana necesitaba hijos para ser, no pasó de ser mamá. Debemos tener presente que la medida de nuestro desarrollo como personas está determinada por lo que asumimos con la fuente, la razón de nuestro tu crecimiento. No podemos ser más que aquello que nos hace ser.
El creyente ya es. Es a la luz de Cristo. Al creyente no lo define, no lo hacen ni la tarea, ni los logros. Es el ser del creyente lo que define su tarea, califica sus logros. No sólo define si se es esposo o esposa, o padre o madre. Define qué tipo de esposo se es, y qué tipo de esposa se elige. Define qué tipo de padre o madre se es y qué tipo de hijos se forman. Ana, para ser –para estar completa- quiso un hijo, aunque para ser madre tuviera que perderlo entregándoselo a Dios, dejándolo en las manos de Elí. María, quien era ya era ella, no entregó su hijo a Dios, aceptó llevar en su vientre al hijo de Dios, para que Dios pudiera cumplir con su propósito salvífico.
Te provoco a la reflexión:
¿Es tu tarea, son tus logros los que definen quién eres?
O, ¿es quién eres tú lo que define la tarea que realizas y los logros que estás buscando?
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