¿Padre, líbrame de esta angustia?
Juan 12.20-27 DHH
Para muchos cristianos, la Semana Santa es la semana más importante del año. No en balde, al través de los siglos muchos se refieren a ella como la Semana Mayor. Muchas son las formas en las que la gente procura aprovechar el impacto de esta. Por ejemplo, no es de extrañar que en la víspera de Semana Santa diversas editoriales saquen al mercado revistas y libros con temas religiosos. Algunas veces esta celebración se ha aprovechado hasta para la realización de actos terroristas en aquellos lugares considerados sagrados por cristianos. En fin, la Semana Santa es una sola y, sin embargo, significa muchas cosas, desde la oportunidad para el recogimiento más íntimo, hasta el disfrute de las más gratificantes vacaciones.
En lo personal, Semana Santa me permite ir al encuentro de Jesucristo el hombre. Sí, sé que Jesucristo es Dios verdadero y verdadero hombre. Que en él habita la plenitud de la divinidad y que es uno solo con el Padre y el Espíritu Santo. Pero, también sé que es plenamente hombre, el hijo de María. Sé, por lo tanto, que Jesús hace evidente que los seres humanos podemos ser fieles… hasta el extremo de la cruz. Es decir, que podemos, por la gracia de Dios en nosotros, servir al Señor de tal manera que él sea glorificado en y por nosotros. Que, al igual que Jesucristo, podemos negarnos a nosotros mismos para que Dios actúe y hable en y al través nuestro.
En Jesús descubro, una y otra vez, en no pocas ocasiones para mi propia vergüenza, que la razón de nuestra vida no somos nosotros mismos, sino el que glorifiquemos a Dios en todo. Así, Jesús me enseña que la oración es mucho más que una larga cadena de peticiones, súplicas y hasta exigencias. Es, primero, el diálogo confiado, amoroso, entre Dios nuestro Padre y nosotros, así como la oportunidad para acercarnos a él ofreciendo, antes que pidiendo. Es Jesús quien nos enseña que, si acaso hemos de iniciar nuestra conversación con el Padre pidiendo algo, es, precisamente, que su voluntad, su propósito, se cumpla en nosotros: así en la tierra, como en el cielo.
Al releer los pasajes de la Pasión de Cristo, me encuentro, con novedosa expectación, con las palabras que el Señor dijera en Jerusalén cuando, de acuerdo con el Evangelista Juan, le buscaron ‹‹unos griegos››, es decir, unos que no eran judíos. Jesús aprovechó el alboroto que provocaran aquellos extranjeros para anunciar su muerte, muerte de cruz. Y, entonces, dijo: ‹‹ ¡Siento en este momento una angustia terrible! ¿Y qué voy a decir? ¿Diré: ‘¿Padre, líbrame de esta angustia’? ¡Pero precisamente para esto he venido! Padre, glorifica tu nombre››. (Juan 12.20-27)
De pronto, al releer tales palabras, saltan ante mí algunas consideraciones. La primera, Jesús, al fin un ser humano, se angustia ante el sufrimiento inminente. Sabiendo que va a sufrir, sufre… terriblemente. No lo oculta, ni siquiera se lo declara sólo a unos cuantos. Lo dice públicamente, permitiendo que todos lo oigan. Pero, también, permite que todos oigan la reflexión íntima que se hace, se pregunta: ‹‹ ¿Y qué voy a decir? ›› ‹‹Diré: ¿Padre, líbrame de esta angustia? ›› Otra versión traduce estas palabras así: ‹‹ ¿He de orar acaso: ´Padre, ¿sálvame de lo que me espera´? ›› Es decir, Jesús no solo no niega su propia angustia, sino que acepta que ha considerado la posibilidad de no aceptar, de negarse pues, a hacer aquello que le tanto le preocupa y para lo cual ha sido enviado.
Hasta aquí, no parecería haber nada extraordinario en Jesús el hombre. Nos podemos identificar bien con él. También nosotros, cuando sabemos que el sufrimiento es la siguiente etapa de nuestra vida, consideramos la posibilidad de pedir a Dios que nos libre de tal circunstancia. Pero, Jesús el hombre, muestra su congruencia. Él mismo se contesta: ‹‹ ¡No, no puedo pedir tal cosa, porque para esto vine! ›› Por sobre su propio derecho, y aún por sobre la disposición amorosa del Padre, Jesús asume que su tarea es entregarse a sí mismo a la voluntad del Padre y permitir así que Dios sea glorificado. Porque para esto vine. Podríamos parafrasear tal expresión diciendo: porque esta es mi tarea. Mejor aún, porque esta es la razón de mi existencia.
Sólo quien sabe quién es, sabe cuál es el propósito de su vida. Sólo quien está en comunión con Dios el Padre, sabe bien a bien quién es. El Espíritu Santo, asegura el Apóstol Pablo, ‹‹se une a nuestro espíritu para confirmar que somos hijos de Dios››. (Romanos 8.15,16) El Jesús de la Semana Santa, el de la Semana de la Pasión, nos revela la importancia y el poder resultante de la relación personal, profunda y siempre actual con nuestro Padre. En efecto, Jesús sabe que nada de lo que le afecta y le sucede, se da fuera del propósito del Padre. Sabe, además, que en el Padre está seguro. Que estando en el Padre nadie le quita nada, ni siquiera la vida. Sabía que el mismo que lo llamaba al Calvario, habría de encontrarlo vivo, el día de la resurrección.
Muchos de nosotros vamos por la vida haciendo nuestra tarea principal el evitar el sufrimiento. Simple y sencillamente no queremos sufrir. Y, bien cierto es que experimentamos mucho sufrimiento gratuito, que no nos es propio. Más bien, es consecuencia del error, del nuestro y del de quienes están a nuestro alrededor. Tal clase de sufrimiento debe ser evitado por nosotros, debemos negarnos al mismo. Pero, Jesús sabía que servir a Dios también provoca sufrimiento y que este no debe ser evitado. Sabía que por el sufrimiento aprendemos lo que no es posible aprender de otra manera. Dice Hebreos que Jesús: ‹‹Sufriendo aprendió lo que es la obediencia››. Y, ‹‹así, al perfeccionarse de esa manera, llegó a ser fuente de salvación eterna para todos los que lo obedecen…›› (Hebreos 5.8,9)
¿Cómo saber si el sufrimiento que padecemos es la fuente, el origen, de algo? ¿Cómo saber si debemos ir al encuentro del sufrimiento o evitarlo? Fue la comunión de Jesús con su Padre, lo que le permitió decir a sus discípulos: ‹‹Vengan, vámonos ya››, camino a la Jerusalén del Calvario, pero también la Jerusalén de la tumba vacía.
Gracias al sacrificio de Jesús, mismo que recordamos esta Semana Santa, es que podemos acercarnos confiados al trono de nuestro Dios amoroso. (Hebreos 4.15) En su presencia hay convicción de espíritu. Su Espíritu nos guía a toda verdad y a toda justicia. Nos permite discernir lo que viene de él y lo que no. Sobre todo, nos permite vivir de tal manera que su propósito se cumpla en nosotros.
A veces pensamos que para agradar a Dios tendríamos que ser semidioses o, cuando menos, superhéroes. Jesús nos mostró que tal pensamiento está equivocado. Que, por el contrario, él, que es Dios, se humanó, se hizo como nosotros. Y siendo como nosotros pudo honrar al Padre de toda misericordia, haciendo lo que él le pidió y yendo hasta donde él le llamó.
Semana Santa nos recuerda que, gracias a Jesús, los que lo seguimos podemos hacer lo mismo, honrar al Padre yendo al encuentro del sufrimiento y venciéndolo por el amor y el poder que habita en nosotros. Que podemos vivir siendo vencedores en medio del sufrimiento porque, como nuestro Señor y Salvador, en tratándose de que en nosotros se cumpla la voluntad de Dios es que podemos decir que para esto hemos venido.
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