Y, ¿dónde está ese Dios tuyo?
Salmos 42
Las crisis pasan. En los dos sentidos principales del verbo: Suceden y desaparecen.
Las crisis siempre producen efectos colaterales, a las personas de fe las provocan a la duda, la confusión y al replanteamiento de sus convicciones, de sus expectativas y del sentido de su vida. Uno de tales replanteamientos tiene que ver con Dios, más bien, con el lugar y el quehacer de Dios en sus vidas. Hay quienes se burlan de los creyentes en tiempos de crisis preguntando: ¿Dónde está, dónde quedó tu Dios? Lo peor de tales burlas es que, en no pocas ocasiones la burla se suma a la confusión resultado del preguntarnos a nosotros mismos, y, ¿dónde está Dios en todo esto?
Como hemos propuesto, las crisis son transitorias, pasan. No se detienen mucho tiempo en la vida de las personas. Con frecuencia nos sorprende la rapidez con la que ha pasado el tiempo desde tal o cual momento crítico de nuestra vida. Pero, las consecuencias y los efectos colaterales no siempre resultan pasajeros. Más bien, aunque los escombros de la crisis sean cubiertos por nuevos experiencias, y aún nuevas crisis, seguimos enfrentando consecuencias, retos y oportunidades a las que las crisis subyacentes han dado lugar. Aunque no resulte en automático, el hecho es que las crisis enseñan, proponen, modelos alternativos de vida.
Algo que conviene considerar es que la burla de nuestros detractores contiene un elemento de verdad al que debemos atender. Como la burra de Balaán, aún quienes no disciernen las cuestiones espirituales pueden resultar instrumentos valiosos en las manos de Dios cuando hacen tal pregunta. Números 22 Porque, casi siempre ponemos el énfasis en el dónde está Dios en el momento de la crisis, cuando resulta de mayor importancia el preguntarnos dónde estaba Dios en el momento y las circunstancias que generaron la crisis que nos impacta.
Las crisis son connaturales a nuestra condición humana. Algunas son predecibles, otras inesperadas. Unas y otras son efecto y causa de modelos de vida, propios y ajenos. Y, siempre, su razón y sus consecuencias estarán determinadas en grande manera por el lugar que damos a Dios en nuestra vida. Es decir, si consideramos a Dios soporte o cabeza de nuestra vida. En otras palabras, por si le damos el lugar de bombero o si lo consideramos Señor de nuestra existencia toda.
Nos encanta referirnos a Dios como nuestro buen Pastor, como quien nos guía y sustenta, como nuestro refugio, como nuestro pronto auxilio, como nuestro escondedero, como la roca sobre la que descansan nuestros pies, etc. Y, Dios es todo eso y más. Pero, cuando damos a Dios el papel del componedor, corremos el riesgo de hacer la vida de tal manera que Dios permanece marginado… hasta el momento de la crisis. El papel de Dios no resulta preventivo sino meramente correctivo porque sólo nos ocupamos de él cuando lo necesitamos.
Una buena pregunta, aunque ciertamente incómoda en tiempos de crisis, sería ¿dónde tenía yo a Dios cuando esta crisis empezó a generarse? O, ¿qué diferencia significaría Dios en mi todo si lo hubiera asumido como mi Señor en tal circunstancia? Sí, en las circunstancias que suceden a las crisis conviene preguntarnos si las consecuencias y efectos colaterales de las mismas no se explican en razón de la ausencia de Dios en nuestra vida: en nuestras motivaciones, nuestras decisiones y nuestras acciones.
Palo dado, ni Dios lo quita, decían los viejos. Lo que pasó, pasó y no podemos cambiarlo. Pero, como hemos dicho, las crisis nos dan la oportunidad de replantear el cómo de nuestro modelo de vida. Y, en este replanteamiento, resulta un factor determinante, fundacional, el lugar que damos a Dios en nuestras motivaciones, nuestras decisiones y nuestras acciones. Es Señor o es colchón. Es razón o es recurso en tiempos de necesidad. Es Dios el sentido de nuestra vida o no. Dios es Dios. Dios es Señor. Ello, independientemente de si nosotros lo creemos o no. Pero, Dios sólo es nuestro Dios y nuestro Señor cuando nosotros lo asumimos –lo hacemos nuestro- como tal. Sí, el lugar que Dios tiene en nuestra vida es el que nosotros le damos y no otro.
Quizá lo más doloroso al escuchar o al hacernos la pregunta: ¿Dónde está es Dios tuyo?, sea la respuesta: Donde yo lo había puesto, sabiendo que al no tenerlo en el lugar que le correspondía su existencia no resultaba relevante. Obviamente, para ubicar a Dios en el lugar que le corresponde tenemos que desocupar este de lo que lo ocupa actualmente. Porque resulta que el vacío de Dios resulta tan evidente y tan poderoso que siempre procuramos llenarlo de alguna manera… aunque ello resulte tarea inútil. Pero, aunque sea basura ocupa un espacio que hay que limpiar para que Dios pueda ocuparlo y ser, en efecto, el Señor, la razón y el camino de nuestra vida.
Lo que pasó, pasó, cierto. Pero, no tiene por qué volver a pasar. Hoy podemos recuperar el lugar de Dios y reconocerlo como nuestro Señor, como nuestra razón, como nuestro propósito de destino. Conversión es volverse a Dios, pero implica, también, el reconocerlo donde le corresponde estar. Al hacerlo así, siempre sabremos dónde está nuestro Dios y pasaremos por las crisis sabiendo que, porqué él se nuestro Dios y está sentado en el trono de nuestra vida, somos más que vencedores en todas las cosas que suceden. Romanos 8.31ss
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