El riesgo de la fe: los pensamientos mágicos

Conforme nos hacemos más viejos resulta que el conocimiento, es decir el ejercicio de nuestras facultades intelectuales y de pensamiento, va cediendo el paso a la importancia que damos a nuestra experiencia personal. Entendemos como experiencia personal todo aquello que hemos sentido o practicado. Así, conforme pasan los años cada vez estamos más convencidos de lo que sentimos, de lo que creemos, de lo que nos parece lo correcto, lo apropiado y lo oportuno.

Cuando sucede que lo que sentimos o lo que creemos entra en conflicto con la realidad, por ejemplo, cuando físicamente nos sentimos bien pero la lectura de nuestros signos vitales muestra que nuestra presión arterial es superior a los 100-160; o cuando insistimos en asumir como propias las responsabilidades económicas o familiares de nuestros hijos y descubrimos que cada día son más irresponsables y en consecuencia cada vez tenemos que dar o hacer más, generalmente optamos por privilegiar lo que sentimos o creemos por sobre lo que la realidad nos está mostrando.

El yo siento y el yo creo, están tradicionalmente asociados a nuestro corazón, es decir, a nuestras emociones y nuestros sentimientos. Los viejos desarrollamos, al igual que los niños, una especie de pensamiento mágico que presupone que si somos sinceros, que si lo que buscamos es el bien nuestro o, sobre todo, el de los demás, entonces lo que sentimos y/o creemos es correcto, aunque la realidad nos muestre todo lo contrario.

El pensamiento mágico es definido por algunos diccionarios de psicología como la: Creencia errónea de que los propios pensamientos, palabras o actos causarán o evitarán un hecho concreto de un modo que desafía las leyes de causa y efecto comúnmente aceptadas. En el caso de los niños, por ejemplo, conocemos muchas historias en las que alguno de ellos creyó que podría mover los brazos lo suficientemente rápido para poder volar; u otros que pensaron que, si se ponían una toalla a modo de la capa de Superman, podrían lanzarse al vacío sin peligro alguno. En el mejor de los casos, los niños acaban por comprobar que creer firmemente una cosa no significa que la misma sea cierta. Que no es cierto que baste con creer firmemente en algo, ni siquiera con esforzarse vehementemente para conseguir lo que se pretende, para lograrlo.

Los estudiosos de la conducta humana nos dicen que aunque el pensamiento mágico es propio de todos los niños, el proceso de madurez les lleva a diferenciar entre lo que se siente o cree y lo que es posible. Otros más nos aseguran que el pensamiento mágico es consustancial a la naturaleza humana y que está presente a lo largo de toda la vida. Nos aseguran que lo que cambia es la capacidad para racionalizarlo, para discernirlo y distinguir así entre lo real y lo ficticio.

Sin embargo, la vejez es un estado que propicia el resurgimiento del pensamiento mágico. Dado que lo que vivimos y lo que anticipamos que hemos de vivir no nos resulta agradable ni, mucho menos, satisfactorio, optamos por aferrarnos a lo que deseamos aun cuando no contemos con las suficientes razones para sustentar nuestras creencias y deseos. Así, no pocos hombres se empeñan en seguir trabajando, aunque ya no puedan hacerlo, o no sea conveniente que lo hagan. O mujeres que insisten en mantener la casa rechinando de limpio, porque, en ambos casos, unos y otras sienten que todavía pueden hacerlo. Cuando la realidad se impone y se hace evidente que ya ni pueden, ni conviene que lo hagan, generalmente resuelven el conflicto como cuando niños: esforzándose más pues sienten que si así lo hacen podrán lograr lo que se proponen.

Desafortunadamente, una mala comprensión del mensaje bíblico, generalmente resultado de una interpretación parcializada y deficiente de los términos bíblicos, promueve un entendimiento de la fe cristiana que más tiene que ver con el pensamiento mágico que con lo que la fe bíblica es y significa. La Biblia no enseña que todo lo que se cree o se siente proviene de Dios. Por el contrario, Dios nos llama en su Palabra a probar los espíritus porque son muchos los falsos profetas. Y falso profeta es todo aquel que adjudica a Dios lo que Dios no ha dicho. Así, nosotros mismos podemos profetizar falsamente cuando, con el pretexto de la fe y la confianza en el Señor, pensamos y declaramos que nos es propio aquello que no lo es.

Con desafortunada frecuencia escucho, por ejemplo, a algunos ancianos que ante el consejo de que hagan o dejen de hacer lo que conviene, responden citando fuera de contexto al Apóstol Pablo y, aseguran, que todo lo pueden en Cristo que los fortalece. Y, es cierto que tal declaración es bíblica (se encuentra en Filipenses 4.13); pero también es cierto que el Apóstol hace tal declaración cuando se refiere al hecho de que ha aprendido a vivir humildemente, y sabe tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Es decir, Pablo a aprendido a distinguir entre lo que desea y lo que vive realmente y, por la fe, ha aprendido a vivir de acuerdo con lo que tiene.

Algo que conviene recordar es que ser sincero, estar convencido, no es suficiente. Cuando nuestras razones para la vida son fruto del sentir de nuestro corazón, estamos en riesgo, en gran peligro. De hecho, la Biblia nos exhorta a no confiar en los designios de nuestro corazón. En efecto, la Biblia declara: Nada hay tan engañoso y perverso como el corazón humano. [Y luego se pregunta] ¿Quién es capaz de comprenderlo? Dios sale al paso de tal pregunta y asegura: Yo, el Señor, que investigo el corazón y conozco a fondo los sentimientos; que doy a cada cual lo que se merece, de acuerdo con sus acciones. Jeremías 17.9, 10

Me encanta la expresión: Yo el Señor, que investigo el corazón y conozco a fondo los sentimientos. Dios no se deja llevar por nuestras emociones, Dios siempre se mantiene en equilibrio y juzga correctamente lo que vivimos, lo que pensamos, lo que sentimos. Y, siempre, tiene la respuesta adecuada. Él no solamente es sabio, es la sabiduría misma. Por ello es que puede invitarnos para que en cualquier situación en la que nuestra ignorancia nos ponga en riesgo, recurramos a él. A Jeremías le dice: Clama a mí y te responderé, y te daré a conocer cosas grandes y ocultas que tú no sabes. Porque, bien sabe nuestro Dios que: Hay caminos que al hombre le parecen rectos, pero que acaban por ser caminos de muerte. Proverbios 16.25

Sé que muchos ancianos insisten en hacer lo que ya no conviene que hagan porque seguir haciéndolo les hace sentirse útiles, fuertes, todavía valiosos. A ustedes quiero decirles que lo que hacen no los hace valiosos; a quienes estamos en él, Cristo nos ha hecho valiosos. Ustedes son dignos, merecedores de aprecio y de respeto, por lo que son y no por lo que hacen. Por ello, quiero invitarles a que corran el riesgo de descubrir su verdadera utilidad y fortaleza al través del camino de la fragilidad. A que abunden en sabiduría, teniendo conciencia de su fragilidad. A que oren como el salmista: Hazme saber, Señor, el límite de mis días, y el tiempo que me queda por vivir; hazme saber lo efímero que soy. Salmos 39.4 Y, a responder en obediencia y fe al llamado que el Señor nos hace cuando nos ha dicho: Mi amor es todo lo que necesitas; pues mi poder se muestra plenamente en la debilidad. Y a que, como el Apóstol Pablo, prefiramos gloriarnos de ser débiles, para que repose sobre nosotros el poder de Cristo. 2Corintios 12.9

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