¡Levántate y vámonos!
Jueces 19
Esta es una historia que estremece por su actualidad. Parecería que estuviésemos leyendo cualquier periódico, cualquier día de la semana. No hay explicación posible para tanta crueldad, mucho menos para la pasiva resignación de las víctimas. Se trata de una de esas historias que hacen evidente la degradación de aquellos que, asumiéndose mejores, deciden que son dueños de los que les resultan utilitarios y desechables. Pero, también, la de aquellos que han asumido ser inferiores y, por lo tanto, merecedores de la suerte que enfrentan.
Violencia de Género es un concepto cada vez más complicado e incluyente. Aunque generalmente se refiere a la violencia en contra de las mujeres, en realidad define la violencia –pasiva y activa- en contra de las personas en razón del rol, de las funciones asignadas a alguien, en función de su sexo. No hay tal cosa como que a tal género sexual corresponden, en automático, tales o cuales tareas o funciones familiares y/o sociales. Los roles u ocupaciones, aún el destino de las personas en razón de su sexo, responden a las culturas en las que las personas se desarrollan. Se trata de las culturas dominantes, pero también de las culturas familiares.
Estas cosmovisiones están influenciadas por factores religiosos, ideológicos, tradicionales, económicos, familiares, etc. La manera en la que los grupos sociales, las familias y las personas interpretan el mundo determina la normalidad o naturalidad con la que se acercan a los hechos de la vida. Una de las cuestiones chocantes de nuestra historia es que nadie reclama el trato dado a la mujer del levita por este hombre santo, ni cuestiona la decisión del padre hospedador de entregar a su hija en manos de los hombres pervertidos de su ciudad. Por el contrario, el seguimiento de la historia nos hace ver que la indignación y el furor del resto de los israelitas fueron por el agravio cometido en contra del levita mismo y no por el crimen en contra de su mujer.
En las sociedades esclavistas, por ejemplo, no se considera abuso el que las esclavas, o los esclavos, sean obligados a sostener relaciones sexuales con sus propietarios. Mucho menos se considera que estos pequen al hacerlo. Lo mismo sucede en las sociedades clasistas donde las mujeres poderosas pueden ser vistas desnudas por sus empleados, pues estos no son, no cuentan, resultan invisibles. Cuestiones similares encontramos cuando se trata del abuso en contra de las mujeres, sobre todo si estas son pobres. Es normal que abusen de ellas, aún que las asesinen. Pocos nos alarmamos cuando se sabe que alguna sirvienta ha sido ultrajada por sus patrones o que una mujer ha sido violada por sus familiares. Lo mismo en el caso de los niños varones que sufren de abusos sexuales en el entorno familiar y/o en el entorno eclesiástico. Después de todo, son niños. Mientras que sus abusadores son personas con necesidades especiales y, en particular, con derechos y poder que resultan superiores a los de aquellos de quienes han abusado.
Pocas familias y/o agrupaciones sociales son las que no discriminan. Es decir, que no seleccionan excluyendo. Se trata de quienes han aprendido a ver a sus semejantes como lo que deben ser y no como quienes son en realidad: imagen y semejanza de Dios. La Iglesia, quienes nos asumimos cristianos, tampoco estamos exentos de tal Violencia de Género. Decidimos que, en razón de su sexo, las personas pueden realizar tales o cuales funciones y/o actividades en la vida. De hecho es nuestra cosmovisión, significativamente influenciada por nuestras convicciones religiosas extra-bíblicas, la que nos justifica y autoriza para ejercer violencia en contra de aquellos que, de acuerdo con nuestra convicción, lo merecen.
Tomemos el caso de los hombres inconversos, esposos y padres de cristianos en activo. Dado que no sirven a Dios, o que han abandonado el camino del Señor, los consideramos como personas inferiores, menos dignas de aprecio y de respeto. De ahí que no resulte, para no pocas piadosas esposas cristianas, el ejercer violencia pasiva, generalmente, en contra de sus esposos y padres de sus hijos. Cuestionan la autoridad de los mismos y el derecho que tienen de ser apreciados y tomados en cuenta por ellas y por sus hijos.
Consideremos, también, la manera en que nos relacionamos con las mujeres en nuestros entornos familiares y eclesiales. Partimos del hecho de que las mujeres son diferentes -¿inferiores?- a los hombres. Por lo tanto, lo que es propio de estos, no lo es de ellas. Libertad para elegir, autonomía y derecho para ser ellas mismas. Derecho de ser respetadas y tomadas en cuenta en la toma de decisiones que les afectan.
Pero, lo más grave es que tanto unos como otras, aprenden a acallar la voz de su conciencia y se vuelven en colaboradores ad hoc de sus abusadores. 40% de la violencia intrafamiliar se ejerce en contra de hombres, mismos que prefieren guardar silencio y apariencias. La mayoría de las mujeres abusadas, pasiva y activamente, se vuelven en cómplices silenciosas y desesperanzadas de sus opresores. Cuestiones que sólo pueden ser comprendidas cuando se toma en cuenta la cosmovisión de la que participan agresores y agredidos.
Los cristianos somos nuevas creaturas, tenemos la mente de Cristo, somos luz y somos sal. Es decir, los cristianos participamos de una cosmovisión alternativa y contrastante con aquella en la que fuimos formados. Por lo tanto, somos llamados a ver de manera diferente lo que nos resulta tan familiar y tan normal. La comunión con Dios desarrolla una sensibilidad extraordinaria que impacta el todo de nuestra vida. Como quien hemos estado en la oscuridad por mucho tiempo y de pronto es expuesto a la luz radiante del mediodía, no podemos ver con naturalidad aquello que no es propio de Cristo.
David Platt asegura que cuando Cristo comienza a vivir en nosotros, todo comienza a cambiar. Cambia nuestra mente, cambian nuestros deseos, cambia nuestra voluntad, cambia nuestra manera de relacionarnos… en definitiva, cambia nuestra razón para vivir. El levita siguió siendo el mismo cuando amaneció que el que había sido la noche anterior. Por ello, con toda naturalidad, al abrir la puerta y encontrar a su mujer desplomada en el suelo, le dice: ¡levántate y vámonos! No corre a ayudarla, no parece preocuparse por su estado. Simplemente, al amanecer sigue siendo el mismo que fue en la oscuridad.
Es que estaba acostumbrado a que su mujer hiciera lo que le correspondía hacer: estar a su servicio. Hay cristianos que en el amanecer de la vida en Cristo siguen siendo los mismos que fueron en la oscuridad sin Cristo. Piensan igual, desean lo mismo, se relacionan de la misma manera, siguen teniendo la misma razón para vivir. Por eso, a unos les resulta natural dormir cómodos y al amparo de una casa segura… y a otros, u otras, les resulta propio el ocuparse de los problemas de su hombre… o de su mujer, les resulta natural la violencia que se ejerce contra ellos.
Nadie está obligado a nada en función de su género. Ni se está obligado a violentar, ni se está obligado a ser violentado. En Cristo, somos. Y, en Cristo, podemos. No necesitamos de otros para ser, ni de otros para poder. Lo que es propio de nosotros se hace evidente en nuestro caminar con Cristo. Podemos amar y ser amados. Podemos respetar y ser respetados. Podemos enfrentar los riesgos de la vida y, aun saliendo raspados por ellos, seguir siendo dignos, merecedores del aprecio propio y del de los demás.
Pero, debemos cambiar nuestra manera de pensar. Debemos ser promotores y aún los defensores de una nueva cultura. De la cultura de Cristo. Entre nosotros no hay lugar para el ¡levántate y vámonos!, simplemente porque no hay razón para arrojar a quienes nos aman en manos de quienes buscan perjudicarnos. Entre nosotros, el bien del otro es, siempre, nuestro propio bien. Independientemente, si se trata de un hombre o de una mujer.
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9 agosto, 2015 a 09:13
Gracias