Y no dejemos de congregarnos
Hebreos 10.24 y 25
Mientras más veces leo los versos 24 y 25, mientras más pienso en ellos, más convencido estoy que lo que da razón al llamado contenido en ellos es un par de elementos fundamentales: la conciencia de lo importante del quehacer de Dios en Cristo y la gratitud que de tal conciencia resulta. En efecto, el autor de Hebreos ha venido destacando tanto el quehacer salvífico como los beneficios que el mismo nos representa. Podemos entrar directamente a la presencia de Dios con corazón sincero y plena confianza en él, nos asegura. Así que le, y nos, debemos el mantenernos firmes y sin titubear en la esperanza que confesamos. Esta firmeza de nuestra convicción se manifiesta, según el autor, en que nos motivemos unos a otros a la bueno y a que no dejemos de congregarnos sabiendo que el día de su regreso se acerca.
Resulta interesante e importante el llamado que se nos hace: pensemos en maneras de motivarnos unos a otros a realizar actos de amor y buenas obras. Pareciera que nuestro autor parte del hecho de que toda interacción humana, por más sencilla que sea, produce algún tipo de efecto en quienes participan de ella. El tono de nuestro saludo a los desconocidos con los que nos cruzamos en la calle produce un efecto, ya positivo ya negativo, en ellos y en nosotros. Cuánto más importante resulta el que, dada nuestra pertenencia al cuerpo de Cristo y la relación tan estrecha que la misma significa, nos preocupemos por motivarnos mutuamente a lo bueno. Es decir, a que de acuerdo con el pensamiento paulino en Efesios 4.14ss, animados por el amor… cada parte, al cumplir con su función específica, ayuda a que las demás se desarrollen, y entonces todo el cuerpo crece y está sano y lleno de amor.
Dado que el cuerpo de Cristo es un organismo y no una organización, la unidad que el Espíritu Santo establece entre sus diferentes miembros es real y mutuamente determinante ya sea que los miembros se encuentren reunidos o separados. Muchos hemos creído que para los cristianos del Nuevo Testamento resultaba relativamente sencillo el mantenerse en contacto y congregarse frecuentemente. Creemos esto porque suponemos que vivían en pueblitos o hasta en rancherías. Nada más equivocado. La mayoría de las iglesias primitivas se establecieron en ciudades con decenas y hasta centenas de miles de habitantes. De ahí la exhortación a pensar, es decir, a construir espacios de oportunidad para, estando en relación, animarse mutuamente a las buenas obras. En nuestros días esto resulta menos difícil, a pesar de los retos y las dificultades de la vida urbana, gracias a las alternativas de comunicación con que contamos: telefonía, Internet, redes sociales, etc.
Sin embargo, el cuerpo requiere de la cercanía y de la interrelación que resulta del hecho de congregarse regularmente y del mantenerse en contacto permanente unos con otros. Por ello, nuestro autor advierte, según Reina-Valera: no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre. Se nos advierte, entonces, sobre la tentación y el riesgo que representa el dejar de congregarnos, es decir, el acostumbrarnos a no estar juntos, a no reunirnos.
¿Por qué habrían de dejar de congregarse aquellos que han sido salvos a tan alto costo y que gozan del privilegio de ser miembros del cuerpo de Cristo?
Algunos consideran dos las principales razones que los cristianos tienen para acostumbrarse a no congregarse (perdonando la cacofonía). La primera es el costo que ello representa, sobre todo en el entorno social. Quien privilegia el congregarse con sus hermanos en la fe puede, y frecuentemente lo es, ser perseguido por quienes no comparten su fe: familiares, amistades, patrones, et al. Burlas, reclamos, menosprecio, insatisfacción producida por los integrantes de la congregación, etc., son parte del precio que tiene que pagarse por ser diferente.
La otra razón es el conveniente convencimiento de que: para servir a Dios no se requiere del concurso de otros. Después de todo, se trata de una relación personal entre el Señor y yo. Esta convicción puede derivarse de la frustración e insatisfacción derivadas de una vida congregacional no satisfactoria. Sobre todo, cuando se ha asumido el papel de consumidor de los bienes espirituales que otros producen. Pero, paradójicamente, la principal razón para el cultivo de tal convencimiento es el debilitamiento de la relación personal profunda y proactiva con el Señor. Así, quienes menos fieles están siendo, quienes menos consagrados están viviendo, quienes han descuidado el cultivo de la vida devocional, pero también el de su relación con Cristo, pretenden no necesitar del congregarse porque, aseguran, se bastan a sí mismos para estar en comunión con Dios. Por ello pretenden que no pasa nada si dejan de congregarse.
Sin embargo, sí pasa. Alguien ha dicho: La persona que rompe su comunión con la iglesia está en camino de negar la fe. Quizá no existe manera más efectiva de negar la fe en todo lo que Cristo representa que el apartarse uno mismo, voluntariamente, de la comunión con su cuerpo, la iglesia. Quienes se separan de la iglesia difícilmente lo hacen abruptamente. Rompen la comunión deslizándose de la misma. Poco a poco, sin sentirlo, hasta que llegan al momento en que se descubren ajenos a la iglesia… y a Cristo.
Desde luego, este deslizarse se manifiesta de diversas maneras. Una disminución al aprecio y la práctica de las virtudes espirituales –un ir disminuyendo la intensidad de la luz de Cristo en ellos-, y el fortalecimiento de aquello que es propio de los que no conocen a Dios. Van amando, cada vez más y más, las obras de este mundo… hasta que se convierten en tinieblas. Son innumerables las pérdidas colaterales: valores, familia, integridad, equilibrio, etc.
Lo que el autor advierte es que se puede llegar a perder todo lo que, por gracia, hemos alcanzado. Vs 26 Por ello nos llama a administrar lo que gozamos sabiendo que aquel día se acerca, que el día de su regreso se acerca. La venida de Cristo representa el final del tiempo de oportunidad que hemos recibido, además de la inminencia del juicio a que cada uno de nosotros está sujeto. La forma en que vivimos, la manera en que administramos los bienes espirituales recibidos está siendo juzgada y lo será de manera definitiva ahora que Cristo venga.
Congregarnos fielmente nos da la oportunidad de crecer en Cristo y de hacerlo contribuyendo al bien de nuestros hermanos en la fe al mismo tiempo que alcanzamos a otros para el Señor. Pero, también nos provee del entorno para mantenernos a salvo de esta generación perversa. Puesto que en la comunión de los santos es que el Señor se hace presente de una manera particular. Ahí se revela y ahí derrama de su Espíritu Santo, el que nos guía, no redarguye, nos consuela y nos llena del poder divino que necesitamos para ser más que vencedores.
De ahí que hagamos nuestra la exhortación bíblica: no dejemos de congregarnos, como algunos tienen por costumbre. El que tiene oídos para oír, que oiga… y entienda.
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