No Sin el Poder del Espíritu Santo

Hch 1.8; Ro 15.13; 1Tes 1.5

Como sabemos, el poder del Espíritu Santo, su dunamis, no es otra cosa sino la capacidad de llevar cualquier cosa a cabo. Dios en nosotros puede y nosotros, llenos de su Espíritu Santo, también podemos. De acuerdo con la oración de nuestro Señor Jesucristo, registrada por Juan, de la misma manera en la que el Padre está en el Hijo, así también el Hijo está en los creyentes. Así, el poder que opera en el creyente es el mismo poder que operaba en Jesús el Cristo.

Generalmente, cuando se trata de hablar del poder de Jesucristo, la primera cuestión que se destaca es la capacidad que él tuvo para sanar a los enfermos, resucitar a los muertos, alimentar a las multitudes y obrar muchos otros milagros. Sin embargo, la lectura cuidadosa de los evangelios nos muestra que tal capacidad no era sino la expresión de una más relevante: aquella que le llevó conocer la mente del Padre (su carácter y su propósito), y, por lo tanto, a mantenerse en una relación confiada, fiel y fructífera. Es tal capacidad, la de conocer al Padre y mantenerse en relación con él, la que le permitió, consecuentemente, hacer todas esas cosas que llaman nuestra atención y que no eran sino las señales que hacían evidente que el Reino de Dios se hacía presente en Jesús hombre.

Como nosotros, nuestro Señor Jesús enfrentó los retos de la vida. Los poetas comparan el hacer la vida con el navegar por el mar, y a los retos a los que la vida nos enfrenta con las tormentas que forman parte de la experiencia de los marineros. El naufragio, el riesgo extremo de la navegación, no es, con todo, el más frecuente de los peligros. Es, precisamente, la inestabilidad que resulta de los altibajos de las olas, junto con el temor y la ansiedad que las mismas provocan, el reto que más frecuentemente enfrentan los marineros. Así es la vida, sobre todo, así es la vida cristiana. Lo que destruye al creyente no es la muerte final, está se vive en Cristo. Lo que acecha al cristiano y puede alejarlo del Señor es el continuo enfrentamiento a aquellas situaciones que amenazan con destruirlo, sin hacerlo definitivamente.

La Biblia dice que nuestro Señor Jesús que Dios llenó de poder y del Espíritu Santo a Jesús de Nazaret, y que Jesús anduvo haciendo bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del diablo. Esto pudo hacerlo porque Dios estaba con él. Hechos 10.38 La última frase del pasaje: esto pudo hacerlo porque Dios estaba con él, confirma que es, precisamente, la relación armónica de Dios Padre con el Jesús hombre, la que capacitó a este para cumplir su tarea, pudiendo permanecer firme ante los diferentes y terribles retos que enfrentara. Sin regatear importancia al hecho de que Jesús anduvo haciendo bien y sanando a todos los que sufrían bajo el poder del diablo, ello no es lo más importante. Lo trascendente es, reitero, que Dios estaba con él.

La presencia de Dios es el poder de Dios manifestándose en el creyente. Todos nosotros enfrentamos retos, dificultades y diversas clases de crisis en la vida. Llegamos a momentos y circunstancias en los que parece que ya no podremos seguir adelante, derrotados por lo que parece incapacitarnos en nuestro propósito, nuestra capacidad para perseverar, aún en nuestra capacidad para ver más allá del aquí y ahora que enfrentamos. En tal circunstancias quisiéramos poder. Poder en tanto fuerza, como poder en tanto posibilidad. Entonces recurrimos a muchos y muy variados recursos… para encontrarnos que, en la mayoría de los casos, no podemos. Quizá logremos hacer muchas cosas, pero seguimos carentes de la capacidad para lograr aquello a lo que Dios nos ha llamado y, en consecuencia, nos lo hemos propuesto.

Esto tiene que ver tanto con lo más inmediato e importante: nuestra familia, nuestro trabajo, etc. Como con aquello que nos abruma, preocupa y desazona: las circunstancias de otros, la realidad social, etc. Si hemos llegado a situación tal. Si hemos llegado al extremo en que no podemos ser y hacer, hemos llegado al espacio del Espíritu Santo. Se trata del momento y del lugar donde sólo el Espíritu Santo en nosotros puede capacitarnos para que permanezcamos haciendo el bien y para que en, y al través nuestro, se realicen aquellas obras que no pueden ser producidas por agentes naturales.

Jesús llegó varias veces al límite, muchas veces fue puesto a prueba por las personas y las circunstancias que enfrentaba. En tales momentos no fueron los milagros los que lo sostuvieron. Es decir, no fue lo que sí podía hacer lo que lo animaba; ni la aceptación de los demás lo que revivía su convicción respecto de su llamado y su tarea. Lo que lo sostenía era el Espíritu del Padre en su corazón, la comunión tan estrecha que los mantenía unidos. Comunión, por cierto, que él cultivaba cuidadosamente. En los momentos difíciles, críticos de su vida y ministerio, se apartaba para orar; es decir, para abundar en la comunión con su Padre.

Nosotros necesitamos el poder del Espíritu Santo. Sin la presencia de Dios en nosotros, si él no habita en nuestros corazones, no tendremos la capacidad para perseverar fielmente ni para cumplir con la tarea que se nos encarga. Mientras más los problemas, mientras mayor el desánimo, mientras menos convicción, más de la comunión con el Señor es que necesitamos.

El poder del Espíritu Santo, entendido este como la capacidad para mantenernos en comunión con el Padre es, una posibilidad por cuanto Dios nos anhela celosamente. Santiago 4.5; Es también una necesidad que debemos atender adecuada y oportunamente. Tengamos el cuidado de no menospreciar tan grande oportunidad y tan profunda necesidad. Sin Dios, sin su presencia en nosotros, ni somos, ni podemos. Juan 15.5 Pero, estando llenos de su poder, de su presencia, sabemos quiénes somos porque su Espíritu da testimonio al nuestro de que somos sus hijos. Además de que podemos lograr y obtener todo lo que Dios ha preparado para nosotros. Romanos 8.16

Reciben el poder del Espíritu Santo aquellos que, insatisfechos con lo que es su vida y su servicio a Dios, están sedientos de más. De más de Dios en ellos y de más de ellos para Dios. Tal deseo resulta del cultivo de la relación con Dios mediante la oración y el estudio de su Palabra. En nuestro aquí y ahora como individuos y como congregación se hace cada vez más evidente que no hemos podido. Se hace, entonces, cada vez más evidente que necesitamos del poder del Espíritu Santo. ¿Lo deseamos? ¿Nuestra alma tiene sed de Dios, como el ciervo que brama buscando las aguas que sacien su sed? Mi invitación es que nos dispongamos a reconocer nuestra necesidad y así estemos dispuestos a desear más de Dios. Les invito a que salgamos de la complacencia de nuestra mediocridad y busquemos temprano la presencia del Señor.

Sólo para aquellos que viven llenos del poder del Espíritu Santo es la promesa bienaventurada que asegura que: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Si esta es esta nuestra fe, es esta nuestra confianza, sea también tal nuestro deseo. 1 Corintios 2.9

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