El Simón que Todos Llevamos Dentro

Hechos 8.9-24

El cristianismo tiene muchos rostros, tantos como cristianos hay. Algunos de estos son rostros incómodos, feos, como los de Jimmy Swagart y tantos otros tele-evangelistas que han avergonzado al evangelio. Otros son rostros bellos, enriquecedores, como el de la Madre Teresa o el de la mujer más sencilla que es un ejemplo de fidelidad al Señor. El mundo conoce a Cristo por los rostros que ve. Simón el Mago, también representa a Cristo, desafortunadamente su representación resulta en demérito de Cristo y del evangelio. Simonía. Sin embargo, nos ofrece la oportunidad de, estudiando su caso, preguntarnos sobre el rostro que nosotros ofrecemos al mundo.

Hay una palabra clave en esta historia, la dice Pedro cuando reprende a Simón: “piensas”. “Piensas que los dones de Dios se pueden comprar”. El término usado por Pedro es nomizo, y este es un término interesante y revelador, significa: “practicar una costumbre”. Lo que alarma e irrita a Pedro es que Simón, que había creído y recibido el bautismo, seguía pensando como acostumbraba hacerlo antes de su conversión. El “conjunto de valores, creencias, inclinaciones, tradiciones, instituciones, lenguaje”, la cultura de Simón seguía siendo la misma a pesar de que él era una nueva criatura en Cristo.

Simón se aproxima al hecho de Cristo, desde su propia cultura, desde su propia cosmovisión. ¿Cuál era esta? Son cuatro los elementos que podemos identificar:

Era un mago. En estricto sentido era un manipulador de las personas que estaban a su alrededor. Las “manejaba con las manos”. Presentaba la realidad de acuerdo con su conveniencia.

Era muy influyente. El manejo de los demás se traduce en influencia, en la capacidad para inclinar el ánimo de las personas en la dirección que uno quiere.

Era muy orgulloso. “Se hacía pasar por una persona importante”. Era un megas, cuidaba su apariencia externa para parecer grande.

Los samaritanos lo identificaban como el Mesías. Simón se había convertido en “la respuesta” a las expectativas de la gente. Había establecido una relación de codependencia con las personas; en esta relación él era el centro y la razón de la misma.

En síntesis, la cultura de Simón era la cultura del egoísmo: “actitud y sentimiento intenso de preocupación por uno mismo, y sus intereses con minusvaloración de los ajenos”. Todo giraba y debía girar alrededor de Simón y sus intereses.

Desde esta cultura Simón encara la acción de Dios. Ve en el bautismo del Espíritu Santo un elemento más para mantener –quizá recuperarla ante el posicionamiento de los apóstoles- su influencia sobre los otros: “Quiero que al imponer las manos sobre la gente, reciban el Espíritu Santo”. Para ello, recurre a lo que le es propio: “les hizo una oferta”.

¿Qué tiene que ver esto con nosotros? ¿Existe alguna similitud entre Simón y nosotros?

Sí, sí existen similitudes:

Tenemos nuestra propia cultura. Aprendimos a, y nos especializamos en, ser y hacer las cosas de cierto modo. Tenemos valores, prioridades, procedimientos y lenguajes peculiares.

El egoísmo es nuestra cultura. Actitud y sentimiento intenso de preocupación por uno mismo, y sus intereses con minusvaloración de los ajenos. En nuestra condición de “nuevas criaturas” seguimos siendo y pretendiendo ser el centro de la actividad y la atención. Seguimos intensamente preocupados por nosotros mismos. Estamos dispuestos a manipular la acción divina en nuestro favor. Como Simón, queremos resultar beneficiarios del quehacer divino. El poder de Dios a nuestro servicio, como complemento de nuestra cosmovisión.

Pedro le advierte a Simón que su actitud, resultado de la permanencia de su cultura, le margina del quehacer del Reino. “Tú no puedes tener parte en esto, porque tu corazón no es recto ante Dios”. Veamos que el problema de Simón no es la falta de fe o incredulidad; tampoco lo es la falta de santidad o pureza moral… su problema tiene que ver con la rectitud de su corazón. “Tu cultura no te permite actuar rectamente”. No te deja hacer lo que corresponde, de la manera apropiada y en el momento oportuno.

Para Simón, como para nosotros, sólo hay una alternativa válida: al reconocer que el Reino de Dios no es manipulable, nos queda únicamente el camino del arrepentimiento. “Simón, Adoniram, arrepiéntente de esta maldad (kakia)”. Deja de pensar sin calidad. Para empezar, deja de considerar que tú eres el centro, la razón, de tu vida. Deja que Dios ocupe el primer lugar en tus pensamientos, emociones y acciones.

Vive de acuerdo con tu nueva realidad.

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