Que con Todo Denuedo
Hechos 14.3
Característica de la Iglesia Primitiva, la iglesia viva, diría John Stott, es que es una iglesia que hace del servicio a Dios y al prójimo su estilo de vida. Ser iglesia y ser un servidor vienen a ser sinónimos, ser iglesia (miembro de la misma), demanda una vida de servicio, de total entrega a la causa divina. Resulta obvio que el ser una comunidad de servicio hace que la iglesia se ocupe de sí misma apenas lo necesario para estar en condiciones de cumplir con su tarea en, hacia y por el mundo que la rodea. No es que las cuestiones propias no importen: la salud física de sus miembros, la prosperidad de los mismos, la salud emocional de sus familias, etc. Por el contrario, la iglesia se ocupa de que todas estas áreas estén bajo el orden de Dios, su Reino, para que así nada les pueda impedir cumplir con la tarea de ser luz del mundo y sal de la tierra.
Quienes estudian la dinámica de los grupos han descubierto que estos cumplen con dos tareas simultáneamente. La primera, está enfocada en el grupo mismo. Se ocupa de sanear las relaciones personas e inter-grupales de sus miembros, de capacitarlos y empoderarlos. La segunda, está enfocada en la misión para la cual el grupo ha sido formado. Un principio que tales estudiosos plantean es que mientras más recursos se inviertan en la primera de las tareas, menos recursos tendrá el grupo para el cumplimiento de su misión.
En la vida de la Iglesia Primitiva podemos apreciar un sentido sacrificial de la vida. Los creyentes están dispuestos a sacrificar todo lo que tienen, pero también todo lo que son. No sólo entregan sus bienes, sino que, en la práctica, se entregan a sí mismos hasta el extremo de asumir la muerte por causa de Cristo como algo connatural a su condición de discípulos suyos. Tal actitud es posible, desde luego, a su estrecha comunión con, y constante búsqueda del, Espíritu Santo. Son una comunidad neumática, animada y dirigida por el viento del Espíritu Santo. Pero, también, son una comunidad comprometida, que reordena el todo de su vida cotidiana en función de la tarea recibida. Lo que importa, lo que está en el centro de todo interés, es el cumplir la tarea a la que han sido llamados a incorporarse: la obra que Dios está realizando en el aquí y en el ahora. En razón de esta tarea, todos los demás asuntos de la vida pasan a un lugar secundario, se convierten en algo prescindible, mientras que la tarea recibida es siempre prioritaria y nunca sustituible por ninguna otra.
Elemento esencial de la misión recibida es la tarea evangelizadora, predicar a Jesucristo y hacer a sus oyentes discípulos del Señor. Es decir, para los primeros cristianos la evangelización conlleva una intención proselitista, no es un acto meramente informativo. Para los miembros de la Iglesia Primitiva, la tarea evangelizadora no estaba cumplida hasta que las personas se unían a la comunidad de salvación, la Iglesia. Esta tarea no es otra sino la que Dios se ha propuesto realizar desde que Adán y Eva pecaron. Son dos las razones que explican tan desmesurado interés divino en que los hombres sean salvos:
El pecado hace enemiga de Dios a la persona. El pecado rompe toda relación armónica entre Dios y los hombres. Así, se establece una relación de contrarios, en la que la persona pierde toda capacidad para ser plenamente ella. Se priva de los recursos que la comunión con Dios ofrece: poder, sabiduría, paz, para hacer la vida. La ausencia de Dios abre la puerta para que sea el diablo quien actúe en armonía con la persona. Pero, tal armonía sólo significa la degradación total de la persona y la pérdida de todo lo que le es propio. Así lo expresa nuestro Señor Jesús cuando asegura que el diablo ha venido para robar, para matar y para destruir.
Dios no nos ha creado para que vivamos una vida de derrota. Por ello ha enviado a Jesucristo para que en él tengamos una vida plena. Para deshacer las obras del diablo. Quien es redimido, es reconciliado con Dios y puede gozar de su comunión y los beneficios derivados de esta en la vida presente y en la que está por venir. La salvación tiene que ver con la vida presente, pero la trasciende. Consolida una relación de comunión eterna con el Señor.
El pecado condena a la persona al castigo eterno. Para nosotros, consumidores del pensamiento posmodernista (que asegura que la verdad es siempre relativa), la idea de algo tan radical como el infierno resulta no sólo increíble, sino hasta chocante. En esa imagen edulcorada que nos hemos hecho de Dios no caben cuestiones tales como castigo o condenación eterna. Sin embargo, si por fe creemos en las promesas bíblicas que tanto nos emocionan, la misma fe nos lleva a asumir como verdaderas las advertencias sobre el castigo que habrá de condenar al lago de fuego, a quienes no se hayan reconciliado con Dios por medio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que este se arrepienta, nos asegura la Biblia. Este buen deseo de Dios resulta de lo que Dios sabe respecto del final de los pecadores irredentos. Lo que sabe lo ha llevado a actuar de manera drástica, hasta incomprensible, al entregar a su Hijo único para que seamos salvos de tan doloroso e irreversible destino. Ahora bien, Dios, llevado por su amor a la humanidad ha entregado su mayor tesoro, a su propio Hijo, para que aquellos a los que él ama sean salvos. A lo largo de la Historia, millones de hombres y mujeres han dedicado sus vidas a la tarea de anunciar a Jesucristo como Señor y Salvador y no han descansado hasta que otros han sido reconciliados con Dios. En esta tarea ofrendaron todo lo que eran y lo que tenían. Han estado dispuestos a sembrar sus vidas, con la consecuente muerte que ello implica, para ver en otros el fruto del amor divino y de la fe de ellos mismos.
Con cada vez mayor frecuencia el interés de los cristianos contemporáneos se expresa en el que sus familiares y conocidos puedan vivir una mejor vida. Por ello es que les comparten de lo que ellos han recibido al estar en Cristo. Y es cierto que en no pocos casos se da una mejoría de vida en aquellos a los que les compartimos de lo que tenemos. Pero, también es cierto que su condición no ha cambiado. Siguen estando bajo el dominio del diablo por cuanto siguen siendo enemigos de Dios. Así las cosas, su vida nunca será plena, nunca será trascendente, nunca serán libres.
Pero, si ello resulta doloroso y preocupante, mucho más resulta doloroso y preocupante el pensar en lo que será el destino eterno de ellos. Les espera la condenación eterna, el ser eternamente enemigos de Dios y pagar eternamente el precio que ello implica. Así como en Cristo la vida trasciende a la muerte; así fuera de Cristo la muerte trasciende a la muerte. Apocalipsis lo declara de manera enfática cuando asegura: Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego. 20.15
La convicción que los primeros cristianos tenían respecto a lo aquí expresado explica el que con todo denuedo hablaran la palabra de Dios. Me gusta la redacción de Hechos 4.29: Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra… No piden que el Señor los defienda o salve ante las amenazas recibidas, claman porque el Señor les conceda anunciar libremente, sin miedo, el evangelio de salvación.
Para nosotros, en buena medida cristianos tibios y parcializados en lo que creemos y hacemos por Cristo, el testimonio de la Iglesia Primitiva es un reto que se nos profiere con guante blanco. ¿De veras amamos a Dios como decimos hacerlo? ¿De veras amamos a nuestros semejantes, familiares incluidos, al grado de ocuparnos de que sean libres de la condenación eterna? Son nuestros hechos y no nuestros dichos los que hacen y seguirán haciendo evidente la verdad y la trascendencia de nuestro amor. Quien tiene oídos para oír, oiga.
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