El Amor de Dios se Nota
Lucas 1.46-55
Que la celebración de la Navidad ha perdido su propósito, su razón de ser, ni es noticia, ni es asunto que parezca preocupar a muchos. Sabemos bien que la temporada navideña ya representa un problema de salud mental para muchos, quienes lejos de asumirla como una época de gozo, amor y felicidad, la encuentran llena de tristeza, depresión y soledad. No se trata sólo de que la Navidad haya caído en manos de los voraces comerciantes, ni, tampoco, de que sea una época de simulaciones y falsedades. Creo que hay una razón de fondo que explica la secularización de las fiestas navideñas y la notoria ausencia del Niño Jesús, y todo lo que él significa, en las reuniones familiares y sociales de estos días.
La razón que propongo como la que explica la pérdida del sentido original de la celebración navideña es, simple y sencillamente, lo difícil que significa para muchos el creer y experimentar la realidad del amor de Dios. Creo que la pregunta que muchos se hacen al respecto no es si Dios existe o no, más bien, se preguntan si es verdad que Dios es amor y, sobre todo, si Dios los ama. Algunos podrían pensar que la soledad de las multitudes, la pérdida de la fe, el aumento de la maldad, etc., son cosas propias del hombre moderno y que, por lo tanto, es ahora, en estos tiempos, cuando resulta difícil creer en el amor divino.
La verdad es que, en los tiempos en que nació Jesús, las cosas no estaban mucho mejor que ahora. Los pobres eran bien pobres y los ricos, muy ricos. La violencia contra las mujeres era pan de todos los días, dado que se dudaba que fueran racionales (que tuvieran alma), y eran, por lo tanto, tratadas como menores de edad sin importar cuántos años tuvieran. La violencia social era dramática, los soldados, como los de nuestro tiempo, eran corruptos, abusivos y sanguinarios. Los bienes religiosos, eran propiedad de unos cuantos, así que quienes buscaban su último refugio en las cuestiones espirituales, enfrentaban la doble moral, la corrupción y el desprecio de los sacerdotes y demás dispensadores de la fe, la esperanza y el amor.
Por todo ello es que resulta tan importante el cántico de María, cuando agradecida por la gracia recibida, alaba a Dios convencida de que las cosas, por fin, han empezado a ser diferentes. En efecto, el centro de la alabanza mariana es la misericordia de Dios. NVI traduce: “Acudió en ayuda de su siervo Israel y, cumpliendo su promesa a nuestros padres, mostró su misericordia a Abraham y a su descendencia para siempre”. La misericordia es la manifestación externa de la compasión, del amor mismo. Así que María ve en Jesús un hecho de por sí relevante, el amor de Dios se muestra, se pone a la vista. No se trata de una mera expresión de propósitos o de buenas intenciones, el amor de Dios se hace una realidad, se expresa en cuestiones concretas, objetivas y posibles de medir y evaluar.
María no dudaba de ello puesto que llevaba en su seno la manifestación sublime del amor de Dios para ella y para la humanidad. Pero, aun siendo cierto eso, dirían algunos, nosotros no estamos preñados de Dios. ¿Cómo, entonces, creer y asumir como real que Dios nos ama?
Lo primero que encontramos es que el amor divino se manifiesta preferentemente a quienes están en necesidad y se asumen como necesitados. A quienes han llegado a una condición en la que los recursos a su disposición no son suficientes para enfrentar la desventura que están viviendo… y lo aceptan. Algo que, me parece, provoca el espíritu secular navideño, es una sensación de autosuficiencia o de la capacidad extrema para llenar los vacíos existenciales. Aún cuando pocos se llenan, muchos se esfuerzan por parecer satisfechos o piensan que, si se esfuerzan un poco más, por fin alcanzarán la saciedad que anhelan. Lo trágico es que si el diciembre navideño es duro para muchos, la resaca que le sigue es mucho más difícil, solitaria y costosa para quienes después de tanto, siguen estando vacíos.
Ello nos lleva a la segunda cuestión. Ante las señales que anunciaban la disposición divina para manifestar su amor a las personas en lo particular, y a la humanidad toda, consecuentemente, hay un común denominador en quienes supieron entender e interpretar tales señales. Sirva de ejemplo la declaración de los sabios de Oriente a Herodes, respecto del niño Jesús: Su estrella hemos visto, y venimos a adorarlo. Al igual que los pastores, o que Zacarías que estuvo contando los años y los días que le faltaban en el turno para oficiar delante de Dios, quienes pueden constatar, comprobar, que Dios les ama, son quienes buscan, piden y hacen lo necesario para ser y estar en la condición que el amor de Dios pueda manifestarse.
Desde luego, es esta una cuestión de fe, de la cual podemos aprender, y conviene que lo hagamos. El amor es una cuestión de dos, es un baile que se baila en pareja. Es decir, Dios, quien nos ama, necesita de quienes estemos dispuestos a testificar la realidad presente de su amor. Partiendo del hecho de que Dios, no sólo está dispuesto a amarnos, sino que lo está haciendo, se requiere que nosotros busquemos estar ahí, en el espacio en el que el amor de Dios ha de manifestarse. Los pastores dijeron: Vamos, pues a Belén, a ver esto que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Donde estaban no podían ver el amor divino hecho realidad. Tenían que ir a Belén. Y cuando llegaron, yendo de prisa, encontraron a María, a José y al niño Jesús. Estuvieron frente a frente con la evidencia del amor de Dios.
En Navidad, aún los creyentes sinceros, llegamos al pesebre en esperanza y desanimados. Creyendo y llenos de incredulidad. No de que el niño Jesús nació, y de todo lo que está alrededor de su nacimiento sorprendente; más bien, llegamos cansados de creer en el amor de Dios, sin ver la realidad del mismo en nuestras vidas. Por ello es que, quisiera animarlos, para que hoy y a partir de este momento, dejemos en un segundo plano lo que nos detiene y caminemos los caminos que nos llevan a la realidad objetiva y concreta del amor que Dios nos dispensa. ¿Cuáles son estos caminos?, desde luego son caminos de fe. Pero, también son caminos de purificación, de santidad, de compromiso y de entrega. Se trata de que volvamos a cavar los pozos de nuestra espiritualidad, de los que ya hemos bebido y que ahora parecen estar secos.
Se trata de que asumamos que, en verdad, nuestros vacíos sólo pueden ser llenados por Dios. Y partiendo de tal verdad, creamos que él no se ha olvidado de tratarnos con misericordia. Navidad es el recordatorio de que, nuestro Dios, en su gran misericordia, nos trae de lo alto el sol de un nuevo día, para dar luz a los que viven en la más profunda oscuridad, y para dirigir nuestros pasos por el camino de la paz. Lucas 1.78,79
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