Hemos Visto su Estrella

Al repasar los relatos de la Navidad me encuentro con un hecho importante. A Abraham, Dios le dio como ejemplo de la numerosidad de sus descendientes, el incontable número de las estrellas. Alrededor del nacimiento de nuestro Señor Jesús, hay también una estrella de por medio. Sin embargo, a diferencia del caso de Abraham, a los sabios de Oriente, les fue dada por señal una sola, la que coloquialmente conocemos como la Estrella de Belén.

Llama mi atención que, en ambos casos, hay un elemento común: el de la dificultad para comprender aquello a lo que la señal. Para Abraham seguramente resultó muy difícil entender cómo él podría ser el padre, la raíz, de tantos descendientes, siendo que no había tenido aun, ni siquiera un hijo. Para los sabios de Oriente, no debe haber sido fácil identificar entre tantas estrellas luminosas, a esa sola estrella que anunciaba la llegada de la luz del mundo.

Y llama mi atención lo aquí mencionado porque, en los casos que nos ocupan, había que entender la señal para poder comprender la realidad de la bendición prometida. Por la fe vemos lo que todavía no es. Pero, lo vemos. Es más, la fe que es resultado de la comunión íntima, profunda y confiada con Dios, nos permite estar convencidos y, por lo tanto, actuar en consecuencia, de aquello que todavía no está al alcance de nuestras manos. De aquello que ya es una realidad para nosotros, pero que, sin embargo, no resulta del todo comprensible y accesible en la condición en que nos encontramos.

Casi para llegar a Belén, los sabios de Oriente andaban perdidos. Vinieron de tan lejos, viajaron tanto tiempo, siguiendo la estrella. Pero, a pocos kilómetros de su destino final, ya no supieron con certeza donde quedaba el lugar exacto que la estrella les mostraba. A solo nueve kilómetros, a escasos sesenta minutos a pie del lugar donde la estrella reposaba, los sabios dejaron de saber y fue necesario que preguntaran a quien ni idea tenía de la existencia de tal estrella ni, mucho menos, de la llegada al mundo del Rey. Herodes, quien no tenía noticias del nacimiento de Jesús, es quien tiene que responder y reorientar a los sabios de Oriente en la dirección adecuada.

Como Abraham, como los sabios de Oriente, así nosotros. También nosotros caminamos por fe. Abandonamos nuestra tierra y parentela, nuestra antigua manera de vivir, para caminar por los desconocidos caminos de la fe. En nuestro observar la vida, hubo un momento en el que nos dimos cuenta que algo diferente estaba sucediendo. Algo brilló frente a nosotros y sobresalió por sobre cualquier otra luz que hubiera atraído nuestra atención. Entendimos, entonces, que era necesario dejarlo todo e ir al encuentro de quien nos atraía con el brillo de su luz a una nueva vida.

Desde entonces, estamos en camino. A veces, muy seguros; en otros momentos, sin saber bien a donde vamos o a donde tenemos que ir. En ciertas ocasiones, animados desde dentro nuestro, por el testimonio del Espíritu Santo. En otras, tenemos que recurrir a los herodes de nuestros tiempos, para entender hacia dónde nos dirige el Señor. Así hemos caminado durante el año que se está acabando; así habremos de seguir caminando los días que el Señor nos depare sobre esta tierra. Y qué bueno que es así: caminar en la incertidumbre, a veces seguros, a veces temerosos. Como Moisés, quien se mantuvo como viendo al Invisible, mirando al que no se ve.

Cuando los sabios de Oriente llegaron a donde Herodes, le hicieron saber que había visto en el cielo la estrella del Rey de los judíos y, añadieron, hemos venido para adorarlo. Quizá a Herodes solo le interesó la primera parte del comentario de los sabios, por lo que ella representaba para él como rey. Pero, lo importante, lo que daba sentido al viaje, a la búsqueda de ayuda y dirección, está en la segunda parte de la declaración de los sabios de Oriente. Dijeron, hemos venido a adorarlo.

Todo: Tiempo, esfuerzo, recursos, alejamiento de la familia, etc., todo por una sola razón: los que vieron la señal en el cielo entendieron que habían venido al mundo, había acumulado dones y riquezas, con un solo propósito: Adorar al Rey nacido en Belén. Vinieron a Belén de tan lejos, viajando por casi dos años, simplemente para postrarse ante Jesús, cuyo nombre es Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.

¿Para qué vivimos? ¿Para qué hemos nacido? ¿Para qué hemos caminado tanto tiempo y tantos kilómetros hasta este día y este lugar? ¿Para qué hemos acumulado tantos dones y bienes a lo largo de nuestro peregrinaje? Si hemos visto su estrella, hemos hecho todo, y hemos vivido tanto, sólo para adorarle, para postrarnos ante él y ofrecerle lo mejor de nosotros.

No fue suficiente que los sabios de Oriente llegaran a Jerusalén, después de haber caminado cientos o miles de kilómetros. Debían recorrer todavía los nueve kilómetros faltantes. Sencillamente porque el lugar donde reposaba la estrella, Belén, representaba el final de su peregrinaje. Todo camino tiene un final, toda vida llega a su fin. Lo importante no es cómo se empieza, ni dónde se inicia el camino. Lo que importa es cómo se acaba, a dónde se llega cuando termina el camino de la vida.

De los sabios de Oriente aprendemos que así como la razón de nuestro caminar ha sido Jesús, el final de nuestro camino es él mismo. Porque en él vivimos, y nos movemos y somos, asegura el Apóstol Pablo. Así ha sido hasta ahora, que así sea hasta el final. Como pasó con Chofita y con otros este año, habrá quienes sólo empiecen a caminar el 2011. Y lo importante no será cuándo se acabe su camino, sino en dónde termine el mismo. Más aún, ante quién termina el largo viaje por la vida. Si este termina en Jesús, y quiera el Señor que así sea, habremos llegado a casa y lo habremos hecho en paz, viendo cumplida la promesa y justificada nuestra esperanza.

Ustedes y yo hemos visto la estrella, vivimos iluminados por la luz de Cristo. Hagamos nuestro el propósito, entonces, de llegar hasta su presencia para entonces, adorarlo por siempre. Porque, nosotros a diferencia de Abraham y de los sabios de Oriente, hemos recibido una promesa eterna y esta habrá de cumplirse: Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria;  porque han llegado las bodas del Cordero,  y su esposa se ha preparado. Nosotros somos la Iglesia de Jesucristo, la esposa del Cordero, y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente;  porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios. Ap 19.8,9. Por lo tanto, los que estamos en camino, lleguemos hasta la presencia del Rey pues es necesario que le adoremos.

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