Los Ancianos en Tiempos de Pobreza

Los informes sobre la situación de pobreza que enfrenta nuestro País no pueden ser tomados a la ligera. Pobreza es mucho más que una palabra, es una realidad lacerante que atenta contra la dignidad y la integridad de millones de nuestros compatriotas. Que más de dieciocho millones de mexicanos no tengan lo suficiente para comer cada día y que casi cincuenta millones  además de no tener para comer, tampoco puedan satisfacer sus necesidades mínimas son hechos que cuestionan el todo de nuestro sistema social, político y económico. Cuestiona, también, el papel que las iglesias jugamos dentro del quehacer nacional. Sobre todo, en lo que se refiere a la responsabilidad profética que hemos omitido y que nos ha llevado a guardar silencio ante el fortalecimiento de un sistema injusto que hace a los pobres más pobres y a los ricos más ricos.

Uno de los sectores más afectados por la crisis que enfrentamos los mexicanos es el de los ancianos. El número de estos sigue creciendo día a día, al grado de que las personas mayores de sesenta años ya casi suman los ocho millones en México. De estos, solo el treinta por ciento cuenta con algún tipo de pensión y quienes, como en la Ciudad de México, reciben un subsidio gubernamental encuentran que el mismo no les es suficiente para satisfacer sus necesidades básicas. Ochocientos pesos al mes representan apenas poco más de veintiséis pesos diarios, demasiado poco cuando los precios van constantemente a la alza. Además, a la pobreza los ancianos tienen que sumar la carencia de servicios médicos adecuados; el abandono y el maltrato creciente de sus familiares, mismo que provoca que día a día sea mayor el número de ancianos que eligen vivir solos, al grado de que estos ya representan el 30% del total de los adultos mayores en México; y, lamentablemente enfrentan también, la marginación y hasta el olvido de los pastores y miembros de las iglesias de las que forman parte.

Desde luego, son muchas las tareas pendientes para la atención adecuada y digna de nuestros ancianos. Hay cuestiones estructurales qué atender y que tienen que ver con el modelo económico, el establecimiento de políticas sociales, etc. Pero, al mismo tiempo, hay otras tareas que deben y pueden ser asumidas en el aquí y el ahora. Si bien es cierto que las tareas asistenciales no transforman la realidad en que el anciano vive, también lo es el que, en muchos casos, la ayuda solidaria en dinero, especie, servicios, etc., viene a resolver en el corto plazo necesidades que no pueden esperar para ser atendidas.

Las familias de los ancianos son, desde luego, las que tienen la responsabilidad primaria de atender a los suyos. Honrar a los padres es un mandamiento divino, no una elección ni, mucho menos, una cuestión a discutir. La honra incluye tanto el trato digno y respetuoso, como la provisión y el cuidado que les son propios a nuestros viejos. Aún las familias pobres deben y pueden ver por sus ancianos. Deben compartir con ellos, de manera privilegiada, sus escasos recursos, así como investigar cuáles son las alternativas gubernamentales y de asistencia privada con las que pueden contar para la atención de los mismos.

La iglesia, el Cuerpo de Cristo, es la institución que después de la familia tiene el deber y la oportunidad de servir a la Gente Grande. La iglesia puede y tiene que acercar a Cristo a la Gente Grande que está en necesidad. No solo con cuestiones asistenciales: dándoles de comer, beber y vestir, según aconseja Santiago. La iglesia también puede tomar y animar alternativas de apoyo radicales para acompañarles en su vida cotidiana; contribuir al mantenimiento y mejora de sus viviendas; y, sobre todo, consolándolos con la consolación que los miembros más jóvenes de la iglesia han sido consolados.

A los ancianos que me escuchan quiero decirles que estos son tiempos de fe y de fidelidad. De fe, porque son tiempos en los que debemos abundar en nuestra confianza en Dios. Nuestro Señor Jesús, que nos advirtió que en el mundo tendríamos aflicción, también nos llamó a confiar en él quien ha vencido al mundo. Él ha prometido estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Por ello, en nuestros días y situaciones difíciles podemos y debemos confiar en él. Además, estos son tiempos de fidelidad, de perseverancia en nuestro propósito de honrar y glorificar a Dios. Esto, en situaciones de crisis económica, implica, desde luego, el cumplimiento de nuestras obligaciones de fe, diezmar y ofrendar. Pero, sobre todo, tiene que ver con la sabia y correcta administración de los recursos económicos y materiales que hemos recibido de Dios. En la correcta mayordomía de nuestra vida y recursos encontraremos la evidencia de la gracia suficiente. No solo de la provisión divina, sino de la capacidad para enfrentar en esperanza y con gozo los retos que la realidad nos impone cada día.

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