Pecando contra el propio cuerpo
Aún la iglesia más llena de dones y manifestaciones espirituales corre el riesgo de ser destruida por el pecado de sus miembros. Tal el caso de la iglesia de Corinto. Sin embargo, debemos precisar no fue el pecado de uno de sus miembros lo que puso en tal riesgo a la comunidad de Corinto, sino la actitud permisiva y tolerante que la misma tuvo ante la manifestación del pecado en su interior.
Las comunidades cristianas, las congregaciones, no pueden evitar que sus miembros pequen. Pero lo que sí pueden hacer las congregaciones afectadas es proteger su integridad, consagración y pureza, ante los pecados de sus miembros. Esto lo hacen mediante la aplicación de la llamada disciplina de la iglesia, misma que, según Jonathan Leeman, no es otra cosa sino el proceso de corregir el pecado en la vida de la congregación y sus miembros.
En nuestra reflexión pasada nos ocupamos de aquellas cuestiones secundarias a las que tradicionalmente se da tanta importancia, relativas a cuestiones de comida, vestido, diversiones, etc. Hemos dicho que tales asuntos deben ser tratados desde la perspectiva de la caridad que toma en cuenta la consciencia del hermano débil en la fe, pero que debemos cuidarnos de no dar a tales cuestiones mayor importancia que la que revisten. Así que podemos preguntarnos sobre cuáles son las manifestaciones del pecado que requieren de la disciplina de la iglesia.
Aunque resulte penoso habla de tales pecados y corriendo el riesgo de resultar redundante, conviene repasar algunas de las referencias bíblicas que se ocupan del tema.
Romanos 2.28ss contiene lo que mi Padre consideraba la más vergonzosa lista de pecados contenida en la Biblia. Pablo dice que los hombres se llenaron de toda clase de perversiones, pecados, avaricia, odio, envidia, homicidios, peleas, engaños, conductas maliciosas y chismes. Son traidores, insolentes, arrogantes, fanfarrones y gente que odia a Dios. Inventan nuevas formas de pecar y desobedecen a sus padres. No quieren entrar en razón, no cumplen lo que prometen, son crueles y no tienen compasión.
Antes ha dicho, que, ante la dureza de su corazón, Dios los abandonó a sus pasiones vergonzosas. Aun las mujeres se rebelaron contra la forma natural de tener relaciones sexuales y, en cambio, dieron rienda suelta al sexo unas con otras. Los hombres, por su parte, en lugar de tener relaciones sexuales normales, con la mujer, ardieron en pasiones unos con otros. Los hombres hicieron cosas vergonzosas con otros hombres y, como consecuencia de ese pecado, sufrieron dentro de sí el castigo que merecían.
A los Corintios (1 Corintios 6.9,10 NTV), Pablo asegura: Los que se entregan al pecado sexual o rinden culto a ídolos, o cometen adulterio o son prostitutos o practican la homosexualidad o son ladrones o avaros o borrachos o insultan o estafan a la gente: ninguno de esos heredará el reino de Dios. A la misma congregación (2 Corintios 6.14ss), refiriéndose a los matrimonios de cristianos con no creyentes, el Apóstol advierte: No se unan ustedes en un mismo yugo con los que no creen. Porque ¿qué tienen en común la justicia y la injusticia ¿O cómo puede la luz ser compañera de la oscuridad?
En Colosenses 3.5 y 6, el Apóstol Pablo se refiere a los pecados, a causa de los cuales viene la furia de Dios. NTV Estos son: la inmoralidad sexual, la impureza, las vanas pasiones y los malos deseos, además de la avaricia, que es idolatría porque adora las cosas de este mundo. En Gálatas 5, el Apóstol amplia esta lista y previene contra los deseos de la naturaleza pecaminosa: inmoralidad sexual, impureza, pasiones sensuales, idolatría, hechicería, hostilidad, peleas, celos, arrebatos de furia, ambición egoísta, discordias, divisiones, envidia, borracheras, fiestas desenfrenadas y pecados parecidos.
De hecho, tales pasajes sólo abundan en lo ya establecido por nuestro Señor Jesús, quien aseguró que lo que sale del interior del hombre, de su corazón, es lo que lo contamina: malos pensamientos, inmoralidad sexual, el robo, el asesinato, el adulterio, la avaricia, la perversidad, el engaño, los deseos sensuales, la envidia, la calumnia, el orgullo y la necedad. Marcos 7.20-22
Repasar tales relaciones de pecados no deja de provocarnos vergüenza, esa turbación del ánimo que nos incomoda al reconocer nuestras propias faltas o las de los que amamos o son cercanos a nosotros. El reconocer que, de alguna manera, tales pecados se hacen ciertos entre nosotros nos humilla y deshonra. Desde luego, nos lleva, o debería hacerlo, a pedir perdón y a renovar nuestro propósito de perseverar en consagración y santidad a nuestro Dios.
Desde luego, no faltará quien piense que considerar tales conductas como pecado, es una cuestión desfasada con lo que la sociedad moderna piensa acerca de tales cosas. Se dirá que las cuestiones relativas a la sexualidad y a la identidad de género deben ser consideradas como meras expresiones de la diversidad y el derecho de quienes las practican. Por otro lado, las cuestiones que tienen que ver con las relaciones humanas deben asumirse como relativas, dado que la verdad, la sinceridad, el respeto al otro, etc., son meras resultantes de las dinámicas sociales y, por lo tanto, no pueden ser juzgadas con principios absolutos.
Aquí debemos considerar, sin embargo, dos hechos fundamentales. Respecto de los pecados relacionados con la sexualidad del creyente, la Palabra nos advierte: ¡Huyan del pecado sexual! Ningún otro pecado afecta tanto el cuerpo como este, porque la inmoralidad sexual es un pecado contra el propio cuerpo. 1 Corintios 6.18ss NTV La clave para entender el pasaje se encuentra en la expresión contra el propio cuerpo. Esto porque, el cuerpo del creyente es, siempre e independientemente de las circunstancias, el templo del Espíritu Santo, quien vive en el creyente y ha sido dado a este por Dios mismo.
Los pecados sexuales atentan, no sólo contra la persona misma, sino que resultan una ofensa para el Espíritu Santo y la iglesia. Los pecados sexuales son la expresión de la rebeldía de quien los comete, así como del menosprecio que muestra al hecho de que Dios nos compró a un alto precio (opus. cit. vs 20). Dado su carácter público, dado que involucran la participación de terceros, no requieren de supuestos respecto del corazón de quien los practica, pues el acto mismo evidencia el estado del corazón del implicado.
Estos tres elementos: la ofensa, el menosprecio y la evidencia, hacen patente la necesidad y conveniencia de la disciplina de la iglesia.
Los pecados que tienen que ver con las relaciones de los creyentes y el dominio propio de la persona, tales como las borracheras, la hostilidad, las peleas, la envidia, etc., atentan contra la unidad del cuerpo de Cristo, la iglesia. Conllevan el germen de la destrucción de la comunidad cristiana. Al respecto Gálatas 5.15, advierte: Pero si están siempre mordiéndose y devorándose unos a otros, ¡tengan cuidado! Corren peligro de destruirse unos a otros.
El poder destructor de los pecados que atacan la unidad de la iglesia es tal que la comunidad de creyentes no puede permanecer impasible ante la manifestación de estos. Debe protegerse y contrarrestar, mediante el ejercicio de la disciplina de la iglesia, cualquier ataque del enemigo. Al respecto, Tito 3.10 DHHDK advierte: Si alguien causa divisiones en la iglesia, llámale la atención una y dos veces; pero si no te hace caso, expúlsalo de ella, pues debes saber que esa persona se ha pervertido y que su mismo pecado la está condenando.
Si, como hemos dicho en nuestras reflexiones anteriores, la disciplina de la iglesia es el proceso de corregir el comportamiento pecaminoso entre los miembros de una iglesia local con el propósito de proteger a la iglesia, restaurar al pecador para que camine correctamente con Dios, y renovar el compañerismo entre los miembros de la iglesia, aquí debemos preguntarnos sobre el proceso mediante el cual se corrige el comportamiento pecaminoso, se protege a la iglesia, se restaura al pecado y se renueva el compañerismo entre los miembros de la iglesia.
Lo primero que debemos considerar es que la disciplina de la iglesia tiene como fin último la restauración del pecador en su comunión con Dios y con su iglesia. Aún en el caso extremo en que se tenga que expulsar de la comunión de la iglesia al pecador renuente, lo que se busca es que se arrepienta y se vuelva al Señor. A este respecto, Leeman sintetiza: El objetivo de la disciplina es siempre la redención ( 1 Corintios 5:4 ), proteger a otras ovejas (v. 6) y honrar el nombre de Cristo (v. 1).
Una vez dicho esto, debemos considerar la existencia, en principio de dos procesos para la aplicación de la disciplina de la iglesia. El primero es el que resulta del arrepentimiento y la confesión de su pecado, que hace quien ha caído en el error. Cuando alguien ha pecado y, redargüido por el Espíritu Santo, confiesa ante los responsables de la congregación su falta, la tarea de la iglesia es acompañarlo en su restauración para que camine correctamente con Dios.
Dependiendo de la gravedad de su falta y del impacto público de la misma es que los líderes de la comunidad deberán evaluar hasta qué grado es conveniente hacer del conocimiento de la congregación el tipo, los alcances y las circunstancias de la falta cometida. De cualquier modo, la persona deberá ser acompañada en el repaso de las verdades del evangelio relativas a la salvación, la consagración, la santidad y la comunión con la iglesia.
Convendrá que, por un período de tiempo, se abstenga de participar de la Cena del Señor y de realizar actividades de liderazgo. Ello hasta que haya dado frutos de arrepentimiento que testifiquen la sinceridad de su arrepentimiento y conversión y el cumplimiento de la restitución que su falta amerite.
En el caso de que, ante la evidencia de su pecado, quien ha incurrido en falta se esfuerce en mantener oculta la misma o se niegue a asumir su responsabilidad, a renunciar a su práctica pecaminosa y a buscar la corrección bíblica, se hace necesaria que la congregación ejerza la autoridad recibida del Señor, para juzgar, confrontar y animar al arrepentimiento a quien ha pecado.
En estos casos, el patrón establecido por nuestro Señor Jesucristo, en Mateo 18, es el que la iglesia debe seguir. Primero, la que podemos llamar la confrontación silenciosa, del pecador. Quien tiene conocimiento del pecado debe confrontar discreta y compasivamente al pecador, animándole para que se arrepienta de su conducta y dé los pasos que lo conduzcan a su restauración, protegiendo la santidad y la unidad de la iglesia.
Si, una vez que ha sido confrontado en lo particular, quien ha pecado se niega a modificar su conducta e iniciar su proceso de restauración, será necesario que dos o tres miembros de la congregación lo confronten y animen a su arrepentimiento y conversión. En caso de que la persona permanezca en su actitud de rechazo a la disciplina de la iglesia, entonces se hará necesario que se informe públicamente a la iglesia del pecado cometido, así como de las medidas disciplinarias que se tomen.
Si aun así la persona se resiste al arrepentimiento, la confesión de su pecado y la conversión, la iglesia deberá expulsarlo de la comunión de esta. Negándole su participación en la Cena del Señor y no permitiendo que ostente responsabilidad alguna en la vida de la congregación. En casos extremos, deberá evitarse cualquier relación con dicha persona.
Aquí debo apuntar algo que pudiera resultar polémico, quien peca no tiene la obligación de hacerlo, aunque sí tiene el derecho para hacerlo. La iglesia, la comunidad de creyentes, ante el pecado de alguno de sus miembros no sólo tiene el derecho para disciplinarlo, sino que también tiene la obligación de hacerlo. Ello en aras de su propia protección, pureza y consagración.
Nos hemos ocupado de un tema que resulta incómodo y vergonzante, el del pecado entre los miembros de la iglesia. Lo hemos hecho porque resulta necesario tanto para prevenir como para corregir lo que no es propio de nuestra condición de cuerpo de Cristo y templo de su Espíritu Santo. Quiero invitarles para que, en oración, meditemos sobre el tema. Les exhorto a que nos hagamos el propósito de no pecar y de no tolerar el pecado entre nosotros. Siempre con caridad, sí, pero también de manera firme.
A ello los animo, a ello los convoco.
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