No impidan que los niños vengan a mí
Mateo 19.13-15 NBV
Una de las cosas que preocupaban a Jesús era que sí, cuando él venga por segunda vez a la tierra, encontrará gente que crea en él. Lucas 18.8 NBV Esta es una cuestión que tiene que ver con el cómo se transmite la fe de los padres a los hijos. Una cuestión de suprema importancia cuando se trata del cómo es que los padres cristianos transmiten su fe, la comunican, la hacen común, a sus hijos cuando estos son pequeños.
En nuestras circunstancias este es un asunto de primordial importancia. No resulta exagerado aseverar que las nuestras son infancias desvalidas, solas, abandonadas. En el 2004, R. W. Caves, definió: Un niño de la llave es un niño que regresa a casa —estando está vacía— después del colegio, o un niño que a menudo se queda en casa sin supervisión, porque sus padres están fuera trabajando. El término se refiere a niños a partir de cinco años que se cuidan a sí mismos o niños mayores que supervisan a sus hermanos menores.
Caves describió así un fenómeno social que, habiendo surgido años antes, en el 2004 era ya tan común e importante que requería de una atención especial, ante el surgimiento de una generación sin supervisión. Es decir, sin el acompañamiento paterno ni la dirección de vida, fruto de relaciones cercanas, necesarias. Es cierto que tales niños no quedan abandonados del todo. Abuelos, empleadas del hogar, cuidadoras, etc., les acompañan en algunos casos. Pero, lo que Caves destaca es el abandono -no hay forma de llamarlo de otro modo- que tales niños enfrentan en lo cotidiano de sus vidas.
Niñez es destino, se asegura. Y, en cuestiones de fe, esta es una verdad incuestionable. La manera en la que los niños heredan la fe cristiana determina el cómo vivirán la fe cuando adultos. Mi padre aseguraba que la fe no se enseña, se mama. Es decir, que no basta con enseñar lo que la Biblia llama los rudimentos, los cimientos de la fe, cuestión que es de primordial importancia. Sino de modelar la vivencia de la fe en lo cotidiano de la vida. No es en su interacción con la congregación a la que asisten, sino en la diaria convivencia con el ser cristiano de sus padres que los niños pequeños hacen suyo el depósito de la fe.
Terapeutas y quienes realizamos el acompañamiento pastoral de muchos, podemos dar fe del cómo tal abandono, la falta de compañía y de dirección convenientes, afecta a los niños, en su infancia, desde luego, pero determina en un grado importante el desarrollo de su identidad, así como su capacidad para establecer, mantener y propicias relaciones sanas, en su juventud, en la edad adulta y, los hay, en su vejez. Ha sido sumamente difícil para el de la voz, escuchar el lamento de personas, hombres y mujeres, mayores de sesenta años, lamentar las muchas veces que regresaron a sus casas para encontrarlas vacías de su madre o de su padre.
He querido abundar en esta cuestión pues, me parece, apunta a una de las formas en las que se obstaculiza el que los niños, los hijos menores y los adolescentes, puedan encontrarse con Jesús, tal y como él lo desea y los hijos lo necesitan. Ciertamente podemos referirnos a muchas otras. Por ejemplo, a los padres cristianos que llevan una doble vida. Son unos en la iglesia y otros en la casa. O a aquellos, que son muchos, que viven superficialmente su fe. Es decir, apenas si conocen y estudian la Palabra, oran poco o mecánicamente, son tramposos en sus tratos, aunque exigen a sus hijos el conducirse con honorabilidad y verdad, etc.
Pero, lo cierto es que no hay forma más extrema de impedir que los hijos, los niños y los adolescentes, que el abandono, el distanciamiento físico, afectivo y emocional al que sus padres pueden condenarlos. Veamos por qué.
Primero, la fe es, sobre todo, una cuestión de comunión íntima. De comunión íntima con Dios, desde luego. Esta se cultiva en lo cotidiano, exige de sacrificios y renuncias al establecer el orden de las cosas importantes en la vida de la persona. Difícilmente, los padres que no tienen tiempo para estar con sus hijos, se dan el tiempo para estar con Dios, para cultivar su comunión con él. Así como están ausentes de la vida de sus hijos, también están ausentes de Dios. En consecuencia, no carecen de una vivencia, es decir, de una experiencia personal con el Señor.
Al actuar así los padres, consciente e inconscientemente, enseñan a sus hijos que hay cosas más importantes que Dios, así como les enseñan que hay cosas más importantes que los hijos mismos. El trabajo, por ejemplo. La mayor tragedia no es que los hijos pasen a un segundo plano en la atención de sus padres por el trabajo. Sino que esto suceda cuando la actividad laboral no está enfocada en lo necesario, sino en lo accesorio.
En segundo lugar, la fe es una cuestión comunitaria. Quienes somos llamados a Cristo, a vivir en comunión con Dios, también somos llamados a la iglesia. Es decir, somos llamados a formar el cuerpo de Cristo, en el que todos somos miembros los unos de los otros. Así como un cuerpo sano requiere de la salud de sus miembros en lo particular, también requiere de relaciones sanas, armónicas y mutuamente empoderantes. No se puede vivir la fe a solas ni crecer en la vida cristiana cada quién por su lado.
El primer espacio para el cultivo de la comunión íntima de los cristianos es la familia. Y también la familia es el primer espacio para la edificación mutua. Para eso que llamamos discipulado. Es a los padres cristianos a quienes toca formar en sus hijos el carácter de Cristo. Llevarlos a Cristo y ayudarlos y dirigirlos para que crezcan en él. Modelando su carácter, creciendo y fortaleciendo su fe, sirviendo a los otros y, llegado el caso, discipulando también a los miembros de su familia. Así como a los padres toca pastorear: enseñar, acompañar, reconvenir, consolar, etc., a los hijos. Toca a los hijos cristianos hacer lo mismo con sus padres, con sus hermanos y con aquellos que viven bajo el mismo techo.
En tercer lugar, la fe es una cuestión de fe, es decir de confianza. Una de las razones más socorridas para explicar y justificar el abandono de los hijos es el trabajo, el que los padres trabajen para generar los recursos que la familia necesita. En principio esto es cierto, los padres tienen la responsabilidad de ver por aquellos que no pueden valerse por sí mismos, en tanto no puedan hacerlo.
Son muchas las familias en las que resulta indispensable, por razones económicas, que los padres dejen solos o encargados a los hijos para atender las necesidades materiales del hogar. Sin embargo, resulta paradójico que, en no pocos casos, las familias en situaciones económicas extremas, participan en conjunto, de las actividades laborales para generar los recursos económicos necesarios. Conocemos a muchas familias en las que todos, incluyendo a los niños más pequeños, participan en las tareas laborales de la familia.
En los casos en los que esto no es así, existe una consciencia, una convicción, de que la ausencia del padre y de la madre, son el aporte que estos hacen al bienestar familiar. Así como la soledad y carencia de la figura materna, principalmente, son el aporte requerido de los hijos para que la familia cuente con lo necesario.
Pero, hay casos, en los que la ausencia, de ambos progenitores no resulta de la necesidad de lo indispensable, sino de otros valores. Legítimos, sin duda, pero que se obtienen sacrificando cuestiones que son torales, tales como el acompañamiento, la supervisión, la guianza de vida de los hijos menores y de los adolescentes.
La sociología de la religión muestra que el cristianismo promueve una evolución social ascendente de los creyentes. Nuestra congregación es una prueba de ello. La mayoría de nuestras familias tienen su origen en la pobreza. Sus historias son historias de carencias, de limitaciones económicas, de esfuerzos increíbles de los padres, hombres y mujeres. Pero, por la gracia de Dios, las cosas ahora son diferentes. Gozamos de lo necesario y de mucho más.
Pero, siempre queremos más porque lo que tenemos no nos es suficiente. No porque lo que tenemos no nos alcance, sino porque llevamos en nosotros lo que Ana Delia, mi esposa, define como el hambre de niña. Hambre de comida, ciertamente, pero, también hambre de las cosas que no tuvimos. Nos avorazamos cuando estamos a la mesa, no porque tengamos hambre, sino porque tuvimos hambre de niños. Queremos un carro más caro, no porque lo necesitemos, sino porque no lo tuvimos antes. Lo mismo con la ropa, con la casa, con los zapatos. Vaya, hasta con las amistades, ahora queremos amistades más finas, porque antes puras de barrio tuvimos.
Nos esforzamos, nos sacrificamos… y sacrificamos a los nuestros porque queremos más. Hay un término bíblico que no es muy común ni apreciado en nuestra sociedad: contentamiento. Somos llamados a estar contentos con lo que tenemos. Pablo va más allá de lo que estamos dispuestos a tolerar, dice: Así que, si tenemos suficiente alimento y ropa, estemos contentos. 1 Timoteo 6.8 NTV
Pero, resulta que el contentamiento no es mediocridad, ni ser perdedores. El sentido bíblico del contentamiento es: una confianza interna en la soberanía y la bondad de Dios que produce el fruto de gozo, paz y acción de gracias en la vida de un creyente, independientemente de las circunstancias externas. (Melissa Krugger, 2022)
El contentamiento es, entonces, una cuestión de fe, de confianza. No sólo de confianza en que el Señor proveerá lo necesario, sino la certeza de que lo que tenemos es lo suficiente para hacer la vida con la ayuda de Dios. El salmista sabía bien de esto, sabía que el éxito de la casa, la calidad de la construcción de la familia, no depende únicamente del esfuerzo de los que la construyen, sino de la intervención del Señor. David advierte: Si el Señor no construye la casa, el trabajo de los constructores es una pérdida de tiempo. Salmos 127 NTV
Sé que estoy lastimando a algunos de quienes escuchan o leen esta propuesta. Después de todo, propongo que el abandono de los hijos, el no estar con ellos cómo y cuándo conviene, se convierte en un obstáculo para que ellos vengan a Jesús, quien los reconoce como suyos y quiere seguir en comunión con ellos. Si te sientes lastimado, lastimada, por lo que te propongo, te pido que te des tiempo para reflexionar en ello en oración, a la luz del estudio de la palabra, y evaluando los logros y las pérdidas que tu familia está enfrentando.
Por mi parte, he de insistir en que si queremos que nuestros hijos permanezcan en la fe, sean cristianos cuando sean grandes, debemos procurar, nosotros sus padres, abundar en el cultivo de nuestra comunión íntima, persona, con Cristo y con su iglesia. No podemos dar lo que no tenemos. Así como una madre desnutrida no puede nutrir a su hijo pequeño, así nosotros, si no estamos llenos del Espíritu Santo, no podemos, aunque queramos, nutrir a nuestros hijos con el evangelio, no podremos hacer común, comunicar, a Cristo a ellos.
También debo insistir en que la familia es la congregación más inmediata en la que el cristiano vive su fe y desarrolla y fortalece su comunión con Cristo y su cuerpo. El cultivo de las disciplinas devocionales: la oración, la lectura y el estudio de la Biblia, así como la práctica cotidiana de la alabanza, resultan indispensables para formar en la familia toda, el carácter, la manera de ser, de Cristo.
E insisto también en animar a confiar que el Señor provee, que él multiplica lo que por su gracia tenemos y que nada vale cuando se da a costa de la comunión familiar, del acompañamiento en familia, y del cuidado -cuerpo a cuerpo- de nuestros hermanos en la fe, nuestra familia. Confiar es aprende a estar contentos con lo que tenemos, quizá no todas las cosas que deseamos, pero sí la confianza de que estamos siendo buenos administradores de la mayor gracia humana recibida: nuestra familia.
Termino animándote a la reflexión incómoda y dolorosa. A los padres de niños y adolescentes, les animo a apreciar el gran tesoro que tienen en ellos. A tratarlos como quienes son: poseedores del reino de Dios. Les animo a sacrificar comodidades, logros personales y bienes accesorios, con tal de acompañar a sus hijos en el camino de su vida. Les exhorto a que no nos convirtamos en los que impiden a nuestros hijos el acercarse a Cristo.
A esto los animo, a esto los convoco.
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