Hagamos las cosas buenas que preparó para nosotros

Efesios 2.10

En nuestro pasaje, Pablo destaca que la característica principal de nuestro antes de Cristo es que seguíamos los deseos de nuestras pasiones y la inclinación de nuestra naturaleza pecaminosa. Así el Apóstol explica lo que significa vivir animados por la inercia, es decir, por esa resistencia que oponen los cuerpos a cambiar el estado o la dirección de su movimiento.

De un plumazo, Pablo revela la incapacidad de que padecíamos antes de Cristo para sobreponernos a las presiones internas y externas que nos mantenían esclavos de nuestros temores, deseos desordenados y heridas.

Sin Cristo, asegura el Apóstol, estábamos muertos por causa de nuestros pecados. Es decir, viviendo sin vivir, sepultados en vida, incapaces de ser los que Dios creó a su imagen y semejanza. Vivíamos llevados por la inercia de nuestros sentidos y nuestros deseos desordenados.

Pablo no deja de recordarnos que, sin Cristo, estábamos muertos espiritualmente, es decir, estábamos no sólo distanciados sino en clara enemistad con Dios. Pero, el amor divino se manifiesta en el hecho de que, Dios nos ha levantado de los muertos junto con Cristo y nos sentó con él en los lugares celestiales, porque estamos unidos a Cristo Jesús. Efesios 2.6

Más allá de las connotaciones bíblico-teológicas que el pasaje revela, se destaca un cambio de planos, es decir, de posiciones, puntos de vista desde los cual se puede considerar algo. El lugar de los muertos es el sepulcro, bajo tierra, generalmente. Estar en Cristo, es nos ubica en una posición celestial, la más alta puesto que estamos sentados a la derecha de Dios mismo.

Comprender esto nos permite acercarnos a la consideración de nosotros y de nuestras circunstancias desde un punto de vista diferente al que hemos estado acostumbrados. Al reconsiderar el origen de nuestra identidad nos revela que lo que somos no está determinado por nuestra culpa existencial, por nuestros fracasos o pérdidas, sino por la gracia recibida en Cristo.

El Espíritu Santo nos asegura que somos la obra maestra de Dios. Esta declaración va mucho más allá del concepto creacionista que se refiere al hombre como el rey de la creación. De hecho, Pablo inserta esta declaración entre la advertencia de que la gracia que da sustento a nuestra identidad no es mérito nuestro sino un regalo de Dios. Además, advierte que Dios nos creó de nuevo en Cristo Jesús.

Así, somos quienes somos gracias al propósito y quehacer divinos. Dios quiso elegirnos, redimirnos y hacernos partícipes del propósito que él tiene respecto de los hombres: su redención y su regeneración integral.

De esta manera comprobamos que identidad y llamado van de la mano. Que es quienes somos lo que determina nuestra tarea, el sentido de nuestra vida. De ahí la importante necesidad de que llevemos una vida digna del llamado que hemos recibido de Dios. Efesios 4.1ss Nuestra redención tiene un origen y un propósito, por lo tanto, uestra condición de redimidos nos da identidad y sentido de vida.

Este sentido de vida no es otra cosa sino la razón de ser, la finalidad de nuestra vida, el para qué vivimos. De acuerdo con Víctor Frankl y otros, el sentido resulta de los objetivos vitales que justifican, dan razón a la vida de la persona. Estos objetivos no son construidos por las personas, sino descubiertos, propone Frankl, quien agrega: La clave no está en las preguntas que el individuo le haga a la vida sino en cómo el individuo responde a las preguntas que la vida le plantea.

Como podemos ver esto resulta de una importancia toral en el todo de nuestra vida. Ello, porque como dijo alguien: Vivir es saber elegir, y elegir siempre implica el sacrificar algo.

¿Qué es aquello que debemos elegir? ¿Qué es aquello que debemos sacrificar en aras de nuestra identidad y llamado? Si las elecciones clave de nuestra vida son: matrimonio, carrera y ocupación, lugar donde vivir, etc., ¿cuál es la clave que debemos considerar para que tales elecciones resulten adecuadas?

Para quienes estamos en Cristo, la respuesta es simplemente compleja: elegimos de acuerdo con nuestra identidad en Cristo y en respuesta al llamado específico que hemos recibido, elegimos lo que es propio de nuestra vocación. Por ello conviene tener siempre presente que esta vocación es tanto inspiración como llamamiento.

Pablo dice que nuestro llamamiento, vocación, es que hagamos las cosas buenas que [Dios] preparó para nosotros tiempo atrás. Por cosas buenas, el Apóstol se refiere a aquello que hacemos con las manos. Literalmente se refiere a las cosas sustanciales de la vida que realizamos: relaciones, ocupación, adquisición de bienes tangibles e intangibles, aspiraciones de vida, etc.

Se trata de cualquier cosa en la que nos involucremos o produzcamos, sea con nuestras manos, nuestra mente, nuestro intelecto, nuestra creatividad, etc. Pareciera, entonces, que Dios, quien no ha dejado de crear, ha decidido incorporarnos en su tarea y nos inspira para que lo que hacemos cotidianamente sea excelente, satisfactorio y trascendente.

Me emociona y me ayuda a comprender muchas cosas la declaración paulina: que hagamos las cosas buenas que preparó para nosotros tiempo atrás. Dios no nos llama a que seamos pioneros, a que empecemos de cero. No, en cierto modo, Dios ya ha preparado aquellos caminos que nos llama a transitar en la vida. No nos los impone, ojo, pero sí nos invita a que caminemos por ellos. Matrimonio, carrera, ocupación, lugar donde vivir, etc., en todo ello, él ha preparado los caminos que conviene caminemos y nos llama para que los transitemos.

Ello explica el que muchas, muchas veces, las cosas se han dado inesperada e inexplicablemente. Pareciera que se nos atravesaron, cuando en realidad sólo son parte de una cadena de oportunidades y sucesos que Dios ya tiene preparados para que andemos por ellos.

Dios inspira en nosotros aquello que él considera lo propio y lo conveniente en el todo de su obra redentora. Como piezas de un rompecabezas gigante y complejo, Dios nos provoca para que tomemos la forma y el lugar en su todo. Al hacerlo, al obedecer su llamado descubrimos que él nos ha capacitado, que él va delante nuestro abriendo y cerrando puertas, que él lo ha dispuesto todo para que todo lo que se ha propuesto se realice. Descubrimos que nuestros sueños han sido inspirados por Dios.

Desde luego, no todo lo que hacemos es aquello a lo que Dios nos ha llamado. A veces hemos decidido ser y hacer por nosotros mismos y, entonces, descubrimos que lejos de obtener resultados buenos, estos implican una seria descompensación entre inversión y beneficio. Que por más ganancias que obtengamos, no siempre nos sentimos satisfechos. Que, sin importar el costo y la dimensión de nuestros esfuerzos, siempre o casi siempre nos parece que falta algo. Y, cómo no va a ser así si nos estamos ocupando de aquello que no corresponde ni con nuestra identidad, ni con nuestro llamamiento.

Nuestro ser iglesia, miembros del cuerpo de Cristo, determina, guía, lo que corresponde a nuestra vocación y a la elección de nuestros caminos de vida. Como hemos dicho, la iglesia es un espacio de servicio para el bien de aquellos que no conocen al Señor como para aquellos que ya forman parte del cuerpo de Cristo.

Pablo nos recuerda que un cuerpo tiene diferentes miembros y que cada uno de estos realiza una función especial. De igual manera, asegura, Dios capacita a los miembros del cuerpo de Cristo con capacidades diferentes para que cumplan funciones distintas en diferentes ámbitos de la vida. Esto resulta de primordial importancia para comprender mejor lo que tiene que ver con la vocación, el llamamiento personal que cada uno de nosotros ha recibido.

Por mucho tiempo, muchos han considerado que servir a Dios implica dejar todo lo del mundo y dedicarse únicamente al ministerio de la iglesia, en particular al pastorado. A muchos se les ha presionado para que renuncien a sus ocupaciones, profesiones, espacios en la sociedad, etc., para que sirvan a Dios en la iglesia. Así, obreros, maestros, médicos, deportistas, artistas, músicos y muchos otros han tenido que renunciar a aquello para lo cual Dios los ha capacitado con el pretexto de servirlo a él.

No hay tal. El maestro de escuela primaria, el artesano, el albañil, el médico, el futbolista, la cantante, el arquitecto, el panadero, la cocinera, el maestro universitario, la enfermera, la científica, el político o funcionario de gobierno y cualquier persona que realice cualquier oficio, ocupación o profesión, es llamado a servir a Dios proclamando su evangelio y edificando a sus hermanos en la fe, en el lugar y el espacio de servicio que Dios le ha abierto.

Lo mismo tiene que ver con nuestra edad, condición económica, nivel social o de estudios, etc. Al ser miembros de la iglesia, somos capacitados para servir a Dios ahí donde él nos ha llamado y colocado. Cada uno de acuerdo con su vocación y con las capacidades y oportunidades recibidas. La única condición es que nos anime el propósito de honrar a Dios en todo lo que hacemos y de servir al otro en el amor y con el propósito de Cristo.

Hoy les invito a hacer nuestro lo que Dios ha inspirado en nosotros y que, de alguna forma, se ha convertido en nuestro propio sueño, cuando menos en nuestras inquietudes. Les invito a convertirnos, a volver al camino del Señor, a dejar de construir en la arena y a edificar sobre cimientos fuertes.

A orar confesando nuestra desobediencia, si es el caso, y pidiendo que el Señor, por su misericordia, confirme la obra de nuestras manos –aún aquello que no responde a su propósito inicial- y que lo redimensione y ajuste en el todo de su propósito. Romanos 8.28

Sí, les invito a que seamos quienes en realidad somos y a que hagamos las buenas obras que Dios ha preparado de antemano para que andemos por ellas.

A esto los animo, a esto los convoco.

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