Los que acarrean a Cristo
Lamentaciones 3.7ss
Frente a mi escritorio tengo una placa con un poema escrito por Raúl, un buen amigo. En su parte medular dice: Difícil es esperar, pero más difícil es esperar sin esperanza. La esperanza es, según el diccionario: [El] estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos. Así, que de acuerdo con Raúl, resulta muy difícil esperar cuando hemos dejado de creer que es posible aquello que deseamos.
El viernes pasado alguna de ustedes me llamó por teléfono. Me bastó con escuchar su voz para darme cuenta de la profunda aflicción que enfrentaba. No sólo era enfermedad a lo que sonaba, sino a una profunda tristeza y a una dolorosa desesperanza. Esta mujer me hizo pensar en los mensajes y en las llamadas que muchos de ustedes nos hacen y en los que me parece descubrir la lucha de no pocos que siguen esperando sin esperanza.
Pienso, por ejemplo, en las personas ancianas, en las madres de hijos e hijas rebeldes, en los esposos y las mujeres separados y/o separándose de su pareja, en las personas que día a día luchan con problemas económicos. Leo sus peticiones de oración y, me doy cuenta de que muchos renuevan sus esperanzas cada mañana, aunque al final de cada día sus vacíos se han hecho más profundos y sus manos, al llegar la noche, se encuentran más vacías.
Muchos de ustedes, y de nosotros, sabemos, sí, lo que es esperar sin esperanza.
Y, en todo esto ¿dónde está Dios? Nuestras vidas están llenas de testimonios, recuerdos, de situaciones en las que clamamos pidiendo su ayuda y él oyó nuestro clamor, se puso de nuestra parte y nos trajo la respuesta ansiada. Cada uno de nosotros tiene sus muchos ebenezeres. Sí, el recuento de nuestras vidas pasa por un constante: hasta aquí nos ha ayudado Dios. Podemos recordar situaciones en las que no solo obtuvimos la respuesta deseada, o debida, sino que nuestra esperanza pareció tener razón de ser y fue fortalecida y aumentada.
Pero resulta que Dios también permanece callado. El silencio de Dios es una realidad que conocen, sobre todo y paradójicamente, quienes más abundan en su relación con él. A veces, Dios no solo parece desentenderse de nuestro clamor, realmente se desentiende. Aunque grité pidiendo ayuda, no hizo caso de mis ruegos, reclama Jeremías, el profeta llorón. Más aún, no solo permanece callado, pareciera empeñado en aumentar nuestras penas y alimentar nuestra desesperanza. Como el profeta, también nosotros sabemos lo que significa:
Me encerró en un cerco sin salida;
me oprimió con pesadas cadenas; aunque grité pidiendo ayuda,
no hizo caso de mis ruegos; me cerró el paso con muros de piedra,
¡cambió el curso de mis senderos!
Él ha sido para mí como un león escondido, como un oso a punto de atacarme.
Me ha desviado del camino, me ha desgarrado, ¡me ha dejado lleno de terror!
¡Tensó el arco y me puso como blanco de sus flechas!
Me estrelló los dientes contra el suelo; me hizo morder el polvo.
De mí se ha alejado la paz y he olvidado ya lo que es la dicha.
Hasta he llegado a pensar que ha muerto mi firme esperanza en el Señor. Lam 3.7ss
Se trata de momentos en los que más que poder salir adelante, nos conformamos con siquiera permanecer ahí a donde hemos podido llegar. Recuerdo el testimonio de mi Madre. Hace muchos años, más de cuarenta, mi familia enfrentó un momento muy difícil. Todo aquello en lo que creíamos pareció venirse abajo. Todo lo que hacíamos, especialmente en el ministerio a Dios y a la Iglesia, pareció perder todo sentido, todo valor. Hacíamos lo que había que hacer, pero lo hacíamos en automático.
En esas circunstancias, una noche, en una reunión de oración, Mamá contó su testimonio: Había tenido un sueño ¿una revelación? Subía unas escaleras muy altas y llegó a un momento en el que ya no podía alcanzar el siguiente escalón. Entonces oyó una voz, ¿sería la de Dios?, que le decía si no puedes seguir subiendo, permanece en donde estás.
Sí, hay momentos en los que la voz de Dios no nos trae esperanza, si acaso nos animar a permanecer firmes en medio de la situación que nos está desgastando. No nos ofrece salida, sino que nos atrapa en tal condición.
Jeremías permaneció donde y por el tiempo que Dios dispuso. No hizo nada por acortar los días de su desierto. Y, entonces, comprendió un par de cosas. Empiezo por la segunda: El hombre debe quedarse solo y callado cuando el Señor se lo impone; debe, humillado, besar el suelo, pues tal vez aún haya esperanza; debe ofrecer la mejilla a quien le hiera, y recibir el máximo de ofensas, asegura el profeta. Quedarse solo y callado, besar el suelo. Raras maneras para encontrar la esperanza. ¿De veras el silencio y la humillación engendran esperanza?
Pablo nos ayuda a comprender el cómo de este proceso divino. Cuando Dios lo hizo permanecer en su tragedia, también le dijo: Mi amor es todo lo que necesitas; pues mi poder se muestra plenamente en la debilidad. 1 Corintios 12.9. Y, Pablo descubrió que cuando nos quedamos solos, que cuando no tenemos más ya nada, Dios se vuelve la realidad más absoluta y esencial para el creyente. El Salmista también sabía de esto. Confundido y desalentado por el éxito de los malos y su propia condición de derrota, fue a la presencia de Dios… y ahí entendió.
Supo lo que había de saber de los malos, pero, sobre todo, supo lo que tenía que saber de sí mismo. Lo que supo de sí mismo le llevó a declarar: Sin embargo, siempre he estado contigo. Me has tomado de la mano derecha, me has dirigido con tus consejos y al final me recibirás con honores. ¿A quién tengo en el cielo? ¡Solo a ti! Estando contigo nada quiero en la tierra. Todo mi ser se consume, pero Dios es mi herencia eterna y el que sostiene mi corazón. Salmos 73.23ss
La segunda cuestión descubierta por el profeta es que la fe se perfecciona cuando descubrimos y aceptamos que nada de lo nuestro, ni de nosotros mismos, permanece para siempre. Es decir, cuando asumimos, hacemos nuestra, nuestra fragilidad. Y, ante la misma, entendemos que nuestra necesidad última solo se satisface en Dios. Que tiene razón el Salmista cuando exclama: ¿A quién tengo en el cielo? ¡Solo a ti! Todo mi ser se consume, pero Dios es mi herencia eterna y el que sostiene mi corazón.
En medio del silencio, besando el suelo, el creyente descubre, además, que el amor del Señor no tiene fin. Que sus misericordias se hacen nuevas cada mañana. Que la vida no se agota, no termina, ahí en la circunstancia que padecemos. Que la vida es más que nuestros temores, que nuestras luchas, que nuestro dolor. La vida es él en nosotros. Y, él en nosotros, es siempre una realidad de vida nueva.
Cuando todo se nos ha quitado, nos queda la esperanza. Y cuando aún la esperanza se nos arrebata, Dios permanece siendo nuestra realidad. Porque no es nuestra esperanza la que engendra a Dios, es él quien nos sustenta cuando tenemos esperanza y cuando nuestro estado de ánimo ya no nos permite creer que será posible lo que deseamos.
A ti que me escuchas, que enfrentas el silencio de Dios. A ti que has llegado hasta el límite de tus fuerzas. A ti que vas por la vida, sintiendo que todo lo que tienes es muerte. A ti, que a veces no tienes más compañía que las voces de tus pensamientos. A ti, tengo algo que decirte:
El destino final de los hijos de Dios no es, y nunca lo será, el fracaso. El destino final de quienes hemos puesto, encargado, nuestra esperanza en él es su amor eterno. Estamos destinados al amor de Dios. Nada, absolutamente nada, podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús. Siendo las cosas así, podemos permanecer en el suelo, podemos permanecer en silencio, podemos permanecer recibiendo el máximo de ofensas… porque el amor del Señor no tiene fin, y el Señor no ha de abandonarnos para siempre.
Mi oración es, hoy y cada vez que pienso en ustedes, que Dios les ame de tal manera que no puedan permanecer ajenos al poder y a la ternura de su inmensurable amor. Que ante la realidad de su amor perseveren en la esperanza.
Al releer estas notas ha surgido la convicción de que un servicio valioso y que sólo quienes gozamos de la esperanza bienaventurada podemos prestar, es el de ser portadores de la esperanza. Es decir, ser portadores de Cristo, ser quienes podemos acercar la realidad de Cristo a quienes, en estos momentos de tanto temor, conflicto y desesperanza, necesitan que él sea su porción, todo lo que tienen en la vida. El conocido nombre de Cristóbal viene de Cristóforo, portador de Cristo. Somos llamados a ser los que acarrean a Cristo, los que llevan su mensaje y su presencia entre quienes han perdido la esperanza.
A esto los animo, a esto los convoco.
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