El encargo de anunciar la reconciliación

2 Corintios 5.16-20

Hace algunos años un presidente mexicano fue duramente criticado por declarar que la corrupción es una cuestión cultural. Creo que lo más lamentable de dicha declaración es que, al considerar cualquier conducta como cultural, se pretende normalizar tal conducta. Es decir, se asume como algo normal, casi como algo connatural a la identidad del ser humano. La propuesta resulta peligrosa: somos corruptos porque somos humanos.

En nuestros días enfrentamos una condición que, desafortunada y fatídicamente, se está asumiendo como natural a nuestra condición de seres sociales. Me refiero a la polarización de la sociedad, a la promoción de la división de la sociedad. Es decir, al hecho de no sólo ser una sociedad con ideas, valores, intereses y creencias diferentes, sino una sociedad dividida y confrontada en función de sus diferencias.

Los estudiosos de la dinámica de grupos proponen que no todos los problemas de relación son o se convierten en conflictos, en guerras o confrontaciones violentas. Sino que los conflictos son resultado del temor, de la desconfianza, que lleva a ver al diferente como un riesgo o peligro para la persona, la familia o el sector social al que se pertenece.

Una lectura de la literatura apocalíptica de la Escritura nos permite tomar consciencia de cómo es que, en no pocos casos, los poderes temporales: políticos, económicos, religiosos, sociales, etc., sirven al príncipe del orden presente. Orden que, desde la perspectiva bíblica, es no sólo diferente sino contrario al orden, al Reino, de Dios. Ello explica que haya agentes de la polarización, es decir, personas en posiciones de poder e influencia que, al generar temores, desconfianza, animadversión entre los distintos sectores de la sociedad, contribuyan intencional y conscientemente a la polarización de esta.

Tales agentes polarizantes contribuyen así, consciente e inconscientemente, a la destrucción integral de las personas, las familias y la sociedad. Lo que tiene como consecuencia su destrucción espiritual, emocional, relacional y física. Juan 10.10 Aquí conviene tomar en cuenta lo dicho por Jesús: Una casa dividida por peleas se desintegrará. Lucas 11 O, como dice la Reina Valera: Una casa dividida contra sí misma, cae.

Del éxito de tal estrategia del diablo tenemos muchos ejemplos: familias divididas, ciudades y países con conflictos internos, redes sociales que promueven y reflejan la polarización, el acoso terrible a las organizaciones sociales defensoras de los derechos de los diferentes, la creciente intolerancia religiosa, etc.

Propongo a ustedes que son tres los espacios en los que los agentes polarizantes realizan con mayor éxito, por cuanto generan mayores divisiones en las distintas áreas de la sociedad: el político-económico, el ideológico y el religioso.

Desde siempre, quienes gobiernan han encontrado en la división de sus gobernados la garantía de su sobrevivencia. Actualmente, el número creciente de gobiernos populistas -de derechas y de izquierdas- usan de manera evidente estrategias polarizantes para fortalecer sus propios intereses. Estos gobiernos se valen del recurso del demérito del otro, para pretender fortalecer su legitimidad y derecho. En no pocos casos se olvidan o ignoran intencionalmente, que, en algún momento ellos mismos han sido parte de o colaborado con aquellos que ahora son los otros. Usan los recursos a su alcance para favorecer a algunos en perjuicio de los demás. Desde luego, no buscan cambiar de raíz la condición de sus beneficiados, sino sólo crear una apariencia de justicia, veracidad y moralidad.

La ideología, es decir las ideas que caracterizan a ciertos grupos de la sociedad, por lo general, grupos de poder político, económico, religioso, etc., se utiliza para legitimar a algunos y asumir como derecho y aún como un deber, el atacar a los diferentes. Así, las cuestiones de género, en el binomio hombre-mujer, las relativas a la sexualidad de las personas, a la moralidad de determinado grupo social, etc., se convierten en razones para la polarización social. Al diferente hay que atacarlo, dominarlo, desaparecerlo. Se pretende que los diferentes son moralmente inferiores y, por lo tanto, carentes de los derechos que “los que están bien”, merecen.

La intolerancia religiosa es, literalmente, pan de todos los días. Nuestro país está en la lista de los cincuenta países del mundo con mayor persecución religiosa. Todos los días aumenta, en el mundo entero, el número de cristianos que mueren por su fe, otros muchos son encarcelados, secuestrados, despojados de lo suyo, separados de sus familias, etc.

Sin embargo, la intolerancia religiosa intraeclesial, la que se da al interior de la Iglesia de Cristo, es más vergonzante, más dolorosa y más obstaculizante para que Cristo sea creído en el mundo. La Iglesia se divide por cuestiones políticas, raciales, sexuales, ideológicas, teológicas, litúrgicas, de género, etc., etc., etc. Y, desafortunadamente, la intolerancia intrarreligiosa es violenta, carente de compasión y sumamente condenatoria.

En una realidad muy parecida a la nuestra, en una sociedad polarizada, con pugnas ideológicas que cobraban vidas y con una iglesia dividida entre los que presumían ser de Pablo, de Apolos, de Pedro, de Cristo (1 Corintios 1.12), surge un llamado que resulta vigente, de suma importancia y de urgente necesidad para los cristianos de aquí y ahora. Desde luego, para quienes formamos esta congregación. En el pasaje que Samara nos ha leído, Pablo destaca dos cosas principales: En Cristo, Dios ha reconciliado al mundo consigo mismo; a nosotros nos encargó la tarea de la reconciliación.

La primera de tales cosas establece que fuera de Cristo no hay reconciliación. William Barclay dice que entre los griegos se asumía que la responsabilidad de la reconciliación era de quien había provocado la división. Tarea imposible esta. Quien divide a su familia, quien divide a su comunidad, quien divide a la sociedad no podrá, aunque quiera hacerlo sincera y dedicadamente, reconciliar a quienes ha dividido. Él mismo caerá bajo el peso de la división provocada.

Es Dios el origen y camino de la reconciliación. Esto nos lleva a la segunda cuestión: él nos ha encomendado el anuncio de la reconciliación. Es decir, nos llama a ser testigos y promotores de que las personas sean reconciliadas y a dar ejemplo de que esta reconciliación empieza, para todos, en el hecho de que todos acepten el reconciliarse con Dios. (vs 20). RVR traduce esta invitación así: … os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.

¿Cómo ser testigos y promotores de la reconciliación? Entendiendo esta como el recuperar la sintonía con Dios, es decir, el hacer la vida al modo de Cristo, el vivir conforme a los principios bíblicos, propongo a ustedes, como punto de partida las siguientes consideraciones.

Ante la polarización propiciada por los intereses políticos de personas y grupos de poder, los cristianos somos llamados a discernir y priorizar. Discernir es analizar origen, propósito y modo. Priorizar es actuar de acuerdo con lo que es más importante. Así, nuestro discernimiento sobre las cuestiones políticas debemos hacerlo a partir de los principios y las verdades del evangelio y no a la inversa.

No son pocos los que consideran más importantes sus convicciones políticas y por ello ignoran o menosprecian los principios bíblicos. Uno de ellos es que no puede practicar justicia quien no ha sido regenerado por Cristo. Así, toda promesa de justicia social no tiene sustento, no es posible fuera de Cristo. Jeremías (13.23) nos recuerda que, así como el negro no puede cambiar el color de su piel y los leopardos no pueden borrar sus manchas, así tampoco pueden hacer el bien, quienes está habituados a hacer el mal. Esto significa que mientras la persona no es transformada espiritualmente, no es regenerada, permanece estando al servicio del mal y siendo partícipe de la obra del diablo: robar, matar y destruir.

La polarización que resulta de la pugna ideológica entre quienes pretenden mantener la ortodoxia, es decir las normas y reglas que consideran como las únicas válidas y quienes eligen formas alternativas de vida, nos obliga, también, al discernimiento y la priorización. Pero, sobre todo nos obliga al rescate de los principios cristianos de la caridad, el respeto mutuo y la intercesión como instrumento de evangelización.

Cuestiones a las que se da tanta importancia por intereses particulares tales como la defensa de modelos patriarcales que requieren de la sumisión de las mujeres; o las cuestiones relativas a la homosexualidad en todas sus expresiones, o la práctica del aborto, etc., se revisten de un halo de pureza y perfección que justifica el trato aún violento en contra de los diferentes.

Como creyentes somos llamados a dar prioridad al principio cristiano de la caridad. Esta no es otra que el amor ágape, que reconoce la dignidad, el derecho a ser respetados aún aquellos que viven de manera contraria a los lineamientos bíblicos. Jesús nos llama a tratar al prójimo como queremos ser tratados. En esto consiste nuestro respeto a los diferentes.

Hay que reconocer que, por más equivocados que estemos, aún Dios nos respeta y nos ama. No nos menosprecia ni nos ataca. Nos llama con amor y paciencia a su luz. Tiende puentes y crea espacios de coincidencia para acercarnos a él. Así es como somos llamados a tratar a los diferentes. Debemos amarlos y respetarlos al grado de recibirlos entre nosotros y acompañarlos en su caminar hacia Dios.

La Iglesia es el mejor lugar para los miembros de la comunidad LGBT, para quienes viven en amasiato, para quienes, por las razones que sea, han vivido la experiencia del aborto, para quienes están bajo el peso de las adicciones, etc. Como Dios lo hace con nosotros, somos llamados a amarlos y respetarlos en la condición que están viviendo.

He hablado de la intercesión como instrumento de evangelización. Amar y respetar al diferente no significa ni aceptar ni avalar sus decisiones y acciones. Pero, reconociendo que se trata de cuestiones espirituales, del cómo de su relación con Dios, nuestra principal arma en la lucha por su salvación es la intercesión, seguida del testimonio de la caridad y el respeto.

No podemos hacer nada mejor por quienes viven alejados de Dios que interceder por ellos. De asumir como una cuestión de vida o muerte, de la nuestra y no sólo de la de ellos, la cuestión de su salvación. Como John Knox, el gran reformador escocés del Siglo XVI, quien, enfermo y débil, sintiendo una gran carga por la salvación de sus paisanos, clamó a Dios gritando: Señor, dame Escocia o me muero.

Hacer nuestro un clamor semejante es el principal aporte que podemos hacer para que Dios y los diferentes arreglen sus diferencias.

La intolerancia intrarreligiosa es, déjenme decirlo así, el gran fracaso de Cristo. La parte central de su intercesión en favor de sus discípulos fue que estos fueran uno, porque, dijo, la unidad de estos sería la razón por la que el mundo creería en su evangelio. Juan 17 Nos equivocaríamos si consideráramos el problema de la intolerancia intrarreligiosa como una cuestión entre denominaciones, corrientes doctrinales, congregaciones, etc. El fermento de todo ello es, como diría Santiago, del que los malos deseos están luchando siempre en nuestro interior. Santiago 4 Los creyentes somos llamados a privilegiar la unidad del cuerpo de Cristo por sobre todas las cosas. Este es el bien superior que somos llamados a agradecer, cuidar y aún defender.

En CASA DE PAN estamos orando por la restauración de nuestras familias. Para que esto sea posible debemos considerar que reconciliar implica el cambio de las partes en conflicto a fin de poner en acuerdo a dos o más personas y hacer compatibles dos cosas diferentes. Esto sólo podemos lograrlo entre quienes participamos de la naturaleza de Cristo, quienes hemos sido reconciliados con él.

No hay reconciliación posible entre quienes son de Cristo y quienes no lo son. 2 Corintios 6.14 asegura que la luz no puede ser compañera de la oscuridad. Pero, quienes en Cristo somos luz podemos vivir conciliados, en sintonía unos con otros si cambiamos en nosotros lo que hay que cambiar y ofrecemos nuestro cambio al otro como una propuesta de paz y reconciliación.

Termino diciendo que el ministerio de la reconciliación es nuestro gran privilegio y que somos llamados a ejercerlo con determinación y esperanza. Desde luego, debemos abundar en la consideración de lo aquí propuesto y ruego a Dios que pronto podamos encontrarnos presencialmente para poder hacerlo. Mientras tanto, te invito a que vivas como agente de la reconciliación en nombre de Cristo. A que, sin negar tu identidad, tiendas puentes de conciliación con quienes han elegido formas de vida diferentes y a que privilegies los principios bíblicos en toda situación que te toque vivir.

A esto los animo, a esto los convoco.

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