Afecto fraternal. A favor de los hermanos

2 Pedro 1.3-11 NTV

Que sean uno, para que el mundo crea. Tal fue la oración de Jesús a favor de sus discípulos. Jesús podía haber perdido cualquier cosa para sus discípulos: protección, poder, prosperidad, pero pidió que se mantuvieran siendo uno. Así, el tema de la unidad, la comunión, entre los cristianos se vuelve una cuestión esencial. No puede ser seguidor, discípulo de Cristo, a menos que el creyente se mantenga uno con sus hermanos en la fe. No se puede ser cristiano yendo a solas por la vida, se necesita a los hermanos en la fe para serlo. Efesios 2:13-15 BLP

Ahora bien, resulta obvio que la unidad solo puede darse entre aquellos que son cualitativos -de calidad semejante-, o iguales en esencia. Esta igualdad supone el que quienes están en unidad participan de una misma naturaleza, de una misma condición espiritual. Cuestión que, en nuestro caso, es una realidad por la obra redentora de Jesucristo. Es decir, la comunión en Cristo sólo es posible entre quienes han sido redimidos y forman parte de la iglesia. En Cristo, asegura la Biblia, somos nueva creación y hemos sido injertados en el cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Pero, para ser iglesia no basta con ser iguales, se requiere, también, de un principio de aceptación mutua como iguales, como miembros los unos de los otros. Romanos 12.5 Así como el creyente ha sido llamado a la conversión a Cristo, podemos decir que ha sido llamado, también, a la conversión a sus hermanos. A volverse a sus hermanos. Este volverse significa estar inclinados afectiva y prioritariamente a favor de los hermanos en la fe.

La primera consecuencia del pecado fue la separación entre Adán y Eva, el distanciamiento entre ambos. Fueron creados en comunión y para permanecer unidos. Génesis 2.18-19 revela tal cuestión, en el: lo que Dios unió no lo separe el hombre, encontramos tanto el don de la unidad dado por Dios, como el llamado a permanecer unidos. Sin embargo, Cuando Adán tuvo que explicar a Dios la razón por la que había desobedecido, no dudó en culpar a Eva. Mostrando así que no hay solidaridad en el pecado. Pero no solo ello, el pecado divide sustancialmente, separa espiritualmente entre quienes permanecen en comunión con Dios y quienes no.

Adán y Eva siguieron viviendo juntos por muchos años después de que fueron expulsados del Edén. Sin embargo, vivieron separados, divididos, hasta enemistados. Con toda seguridad, hicieron alianzas al interior de su familia. Adán con unos hijos, Eva con otros. Así, la enemistad entre los esposos, el distanciamiento entre ellos, afectó a sus descendientes.

El pecado separa a las parejas, a los hijos, a las familias y a la familia de la fe. La razón es que el pecado produce semillas de amargura y estas, llevadas por el viento de la vida, germinan en todos los espacios de las relaciones humanas, incluyendo las de la iglesia. Por ello es necesario el llamado de Pedro para que añadamos a la piedad, a la sumisión a Dios, el afecto fraternal. La devoción a las cosas santas, el deseo de Dios, requiere de un ambiente propicio, sano. No se puede amar a Dios cuando nuestra relaión con los hermanos en la fe es un fracaso. El deseo de Dios requiere de un espacio en que todos están a favor de todos.

Alguna vez alguien me reclamó que yo hablará bien en público de una tercera persona que, por cierto, era un familiar suyo. Si lo conociera como yo, si supiera de él lo que yo sé, no lo tendría en tal alta estima, me reclamó. Se trataba de dos creyentes, que en su familia había tenido serias dificultades. Quien me reclamaba estaba trayendo al terreno de la iglesia, lo que había iniciado en el terreno de la familia. Cosa que sucede frecuente y lamentablemente.

¿Qué hacer en tales casos? ¿Debemos ignorar los errores y excesos de los hermanos en la fe que nos lastiman? No, no debemos ignorar, ni menospreciar, el pecado del otro. Pecado es pecado y el pecado de uno afecta a todo el cuerpo de Cristo. La Biblia nos enseña que debemos hacer tres cosas fundamentales:

Debemos amar con amor ágape. En casos de conflicto, debemos enfatizar aquello de que, quien ama, quien tiene caridad por su hermano: No exige que las cosas se hagan a su manera. No se irrita ni lleva un registro de las ofensas recibidas. 1 Corintios 13.5 NTV Me gusta eso de ni lleva registro de las ofensas recibidas. Somos llamados a relacionarnos como Dios lo hace con nosotros. Sin memoria. No porque desaparezcan las ofensas, sino porque decidimos no tenerlas en cuenta. Como Dios que asegura: Yo, sí, yo solo, borraré tus pecados por amor a mí mismo y nunca volveré a pensar en ellos. Isaías 43.25

Es decir, debemos negarnos a permitir que las raíces de amargura determinen nuestro afecto al otro. A pesar de sus ofensas y errores, sigue siendo nuestro hermano en la fe y debemos evitar que su falta sea amplificada o empoderada por el cómo de nuestra actitud hacia él. Las raíces de amargura son ahogadas por la caridad cristiana, el amor ágape. Este no es pasión ni emoción. Es intención que resu

Debemos restituirlo en la feUstedes que son espirituales, restáurenlo, dice Pablo. Gálatas 6.1 NBLA En la malquerencia contra el hermano siempre está presente la convicción de nuestra propia justicia. Él está mal, nosotros bien, es la ecuación común. Si esto es cierto y nosotros somos los espirituales, mientras que él ha actuado carnalmente, nuestra tarea es restaurarlo. Sólo se puede construir a partir de lo bueno, enfatizándolo, apreciándolo, convirtiéndolo en el punto de partida para nuestro crecimiento integral. En este caso, reconstruimos a partir de lo bueno que está en nosotros y no de lo malo que, presuntamente, está en él.

Alguien ha dicho que el problema con la incompetencia y el pecado es que es mucho más fácil detectarlo en otras personas que verlo dentro de nosotros mismos. Ello explica que no nos demos cuenta de que el pecado del otro exige de nosotros la respuesta correcta. Y esta no consiste en responder en el mismo plano, ni en el de buscar venganza o revancha, ni en el reclamo eterno. Nos equivocamos cuando no nos ocupamos de colaborar para la restitución de quien ha caído en falta.

Quien sólo se ocupa de señalar el mal del otro o de castigarle por los errores cometidos -sean reales o supuestos- es como quien se muerde la lengua o la mejilla por dentro. Porque el otro es nosotros. Estando en Cristo el otro es yo.

Debemos interceder por él. No solo debemos orar por él, sino que debemos hacer de su conversión un asunto de vida o muerte… para nosotros. Quien intercede aboga a favor del otro, hace suya la causa del otro y se dedica en tiempo y alma a la tarea de que su hermano vuelva a la vida. San Juan asegura que quien ve a su hermano cometer pecado y pide por él, también verá que Dios le dará vida. (1 Juan 5.16ss) Quien ora por quien le lastima, vacuna su propio corazón en contra del ácido del pecado que puede corroerle y hacerle caer en mayor afrenta que la que ha recibido.

Por experiencia propia sé que orar por el otro y menospreciarlo o desear su mal es prácticamente imposible. Cuando intercedemos por el otro, buscando su bien, comprobamos el poder y la fuerza del perdón. Porque, quien intercede también actúa en favor del otro. Se acerca a él por sobre el dolor de las heridas sufridas y encuentra en la reconciliación la sanidad que su espíritu necesita y clama.

La unidad que hemos recibido de Dios solo fructifica en un ambiente de mutua inclinación afectiva. Antes que criticar, señalar, culpar al otro, debemos ponernos a su favor. Ello implica la necesidad de buscar la agarradera, es decir, el punto o espacio en que podemos permanecer unidos a él. Si se rompió algo, negarnos a relacionarnos en función de lo que está roto. Más bien, ocuparnos de encontrar la parte que todavía permanece sin romperse, para que desde ahí podamos fortalecer la unidad en Cristo que se encuentra bajo ataque.

A fin de cuentas, quien ha fallado no es peor que nosotros. Si nosotros no hemos fallado en lo que él ha caído, no es porque seamos mejores, sino solo por la gracia de Dios que nos ha preservado. Y, si no hemos fallado en lo que él ha fallado, sí lo hemos hecho en algún otro espacio. Así, reconociendo la misericordia del Señor a favor nuestro, podemos actuar con misericordia a favor de nuestro hermano y, entonces, el mundo sabrá que Jesucristo es nuestro Salvador, convencidos por el amor que ha fructificado en nuestros corazones.

A esto los animo, a esto los convoco.

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