Ser mujer, antes y después de Cristo

Lucas 8.1 y 2

En las semanas recientes, en nuestro País se ha recrudecido la discusión acerca del derecho de las mujeres a ser tratadas con dignidad. Contra lo que podría esperarse, los viejos patrones mentales que sustentan justifican y promueven el machismo está aflorando, revitalizados por la insensibilidad, el pecado y hasta por intereses políticos. El hecho es que no se trata de una mera discusión teórica o filosófica sobre la integridad de las mujeres, estamos ante la emergencia de niveles y formas de violencia que no pueden ser ignoradas ni, mucho menos, menospreciadas por quienes afirmamos nuestra fe en Jesucristo.

Desafortunadamente, esta situación no es nueva, ni los actores religiosos resultamos ajenos ni corresponsables de la misma. La sociedad del tiempo de Jesús, como la nuestra, era terriblemente machista. Las mujeres sufrían una doble opresión, la primera, cultural, animada por tradiciones religiosas incomprensibles, que las oprimían sujetándolas siempre a la tutela de los padres, del esposo y, ya viudas, de los hijos.

La otra, fruto de la interiorización de tales principios religiosos y culturales, misma que las ataba desde adentro, con la convicción íntima y poderosa de que, al ser inferiores al hombre, no les quedaba más alternativa que vivir en función de él y en total disposición de obediencia a lo que se les mandara y exigiera.

Como en nuestros días tal cultura machista, social e interiorizada, afectaba el todo de la vida de la mujer. Su cosmovisión, su opinión de sí misma, su imago -es decir la imagen de sí misma ante los demás-, sus actividades, su preparación para la vida, sus relaciones, sus bienes, etc. Lucas nos presenta en el pasaje leído a algunas de las mujeres que seguían, que estaban con Jesús. De una manera muy sencilla, y objetiva, describe la condición de las mismas antes de Jesús; es decir, antes de su encuentro con el Redentor. Dice que habían sido sanadas de espíritus malignos y enfermedades.

La expresión espíritus malignos se refiere a la influencia del diablo sobre las personas, esta puede manifestarse tanto como una sumisión espiritual que lleva a la persona a practicar ciertas manifestaciones del pecado -parecido a lo que la psicología identifica como adicciones-, como el convertirla en un instrumento para manifestaciones extraordinarias del poder satánico.

La mención lucana nos dice que hay enfermedades físicas que resultan del estado espiritual de las personas. Ante estas, resultan insuficientes e impotentes los esfuerzos, los conocimientos y las habilidades médicas. Desde luego, no toda enfermedad tiene su origen en cuestiones espirituales y debemos discernir con sabiduría para distinguir unas de las otras. De cualquier modo, el estar bajo el poder de los espíritus malignos o de enfermedades complejas o incurables, hacía de tales mujeres doblemente víctimas.

A las mujeres, la cultura machista las despoja de su identidad. Las cosifica, las convierte en propiedad. Las despoja de su dignidad inherente como imagen y semejanza de Dios y les otorga un reconocimiento basado en la utilidad o servicio que puedan prestar. Eso explica los abusos, las violaciones, las infidelidades, la explotación, etc., a que son sujetas. Tanto al interior del hogar paterno, como en el conyugal, en los ámbitos laborales, sociales, educativos, etc.

Así, la Magdalena, Juana, Susana y las otras había sido no solo siervas, sino que habían terminado siendo esclavas: de la incomprensión y maltrato de sus familias, de sus esposos y de la enfermedad, física o espiritual, que las atormentara. Creo que podemos tratar de comprender la condición de tales mujeres. Porque quizá algunas de entre nosotros se puedan identificar con ellas. Marginadas, menospreciadas, abusadas, incomprendidas… y llenas de esperanza.

Sí, a pesar de todo, llenas de esperanza. Dado que las mujeres son imagen y semejanza de Dios, ni el machismo, ni la incomprensión y maltrato de los hombres, ni la marginación familiar y social, pueden borrar del todo los atributos del carácter con que han sido creadas. Ello explica que muchas mujeres que viven en desventaja siguen soñando, deseando, preparándose para estar listas en el momento en que su vida pueda dar un giro y ser lo que ellas esperan y desean.

En contra de tantas críticas, menosprecio advertencias y ataques en contra de las feministas, aquí sin dejar de lado la complejidad y los retos que representan dichos movimientos, creo firmemente que sus reivindicaciones son animadas por la esperanza inherente a su condición de imagen y semejanza de Dios. Independientemente del cómo, a lo que debemos prestar atención es al reclamo a ser reconocidas como imagen y semejanza de Dios: dignas, íntegras y libres.

La Magdalena, Juana, Susana y sus compañeras vieron llegar ese momento cuando Jesucristo llegó a sus vidas. El momento del encuentro con Jesús significó para ellas no solo la sanidad de sus cuerpos y la liberación de su espíritu, sino la oportunidad de recuperar los valores fundamentales con que habían sido creadas. Volvieron a ser dignas, íntegras y libres del poder de sus emociones.

De manera sencilla y hábil, Lucas evidencia la integralidad de la obra redentora de Jesucristo. No solo pone en comunión a la persona con Dios, sino que recupera, restaura, la capacidad de esta para ser plenamente humana. Lucas nos muestra a las mujeres que siguen a Jesús como libres y, sobre todo, capaces. Para empezar, pudieron decidir seguir al Señor y salir con él al camino. Además, dice Lucas que estas mujeres le servían de sus bienesLos ayudaban con lo que tenían (DHH), los ayudaban con sus propios recursos (NVI).

Es decir, la liberación que resulta de su relación con Cristo no sólo las capacita para asumirse diferentes y hacer su propia vida de manera diferente a como la hacían antes de Cristo. También las faculta, las hace aptas, para generar recursos que beneficien a otros, aún a aquellos que las han lastimado al limitarlas y menospreciarlas. A partir de Cristo, las mujeres cambian y se convierten en agentes de cambio.

Por el Espíritu Santo saben qué, cómo, cuándo, con quién y para qué. Además, por el Espíritu Santo reciben el poder para hacer lo que les corresponde. Pero… debemos detenernos aquí. Las mujeres creyentes deberían preguntarse si su vida es integralmente distinta a lo que fue antes de Cristo. ¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Son más libres, son más capaces y productivas, son más ellas y menos lo que los demás quieren que sean? ¿Confían más en sí mismas que lo que confiaban antes de Cristo?

La redención, no olvidemos, es una obra integral e integradora. Lo primero, porque tiene que ver con el todo de la personas. Lo segundo, porque viene a armonizar las diferentes áreas del ser y quehacer humano. En Jesús descubren su capacidad para ser y hacer la vida integralmente. Tienen conciencia de quiénes son y saben cuál es su propósito de vida y el cómo lograrlo.

Pero, desafortunadamente, a veces, las mujeres lo único que obtienen de su salvación es la seguridad de que no irán al infierno, y uno que otro apapacho de Dios. La regeneración que han experimentado no significa un cambio de sus circunstancias de vida. Pero, quizá no reciben más porque no desean más. Porque, en Cristo Jesús, hay mucho más para ellas que lo que han alcanzado hasta ahora.

Personal, familiar y socialmente las mujeres redimidas por Jesucristo son libres de las herencias culturales que las han sometido. En Cristo son libres interiormente, porque su mente ha sido renovada. Pueden pensar de sí mismas y de los demás de manera diferente. Al asumirse libres y autónomas descubren su capacidad para replantear el cómo de sus relaciones y el de su aporte a quienes las rodean.

Como pastor que conoce a sus ovejas, debo confesar aquí mi tristeza, frustración, y aún mi coraje, al comprobar como algunas, no pocas, mujeres cristianas siguen estando sujetas, no sólo a su hombre, sino a patrones de conducta que refuerzan su sumisión ante la figura masculina. Por ejemplo, en algunos casos, más frecuentes de lo que uno esperaría, por ejemplo, ante la ausencia del cónyuge o pareja masculina, es ante alguno de los hijos varones ante quien la mujer se mantiene sumisa y servidora.

Ello significa la renuncia a la nueva vida que ha recibido en Cristo. Porque quien hace la vida en función de las figuras masculinas, de los patrones machistas y de las estructuras patriarcales, que han dado sentido a su vida hasta este momento, simplemente evidencia que en ella la obra redentora de Jesucristo resulta insuficiente. Y, no se trata de volverse antihombres, de esforzarse no ser como los hombres, sino de abundar en el cultivo de la identidad que Cristo ha regenerado en ellas haciéndolas mujeres de bien.

Y aquí debo decirles, mujeres, que su lucha para ser ustedes es una cruzada que deberán pelear con esfuerzo, determinación y a costa de grandes tristezas, decepciones y dolor. Los hombres, y el machismo, no cederemos la plaza fácilmente. Seguiremos procurando que ustedes sigan estando sometidas a nosotros. Pero, ustedes pueden y deben dar la batalla para la cual Cristo las ha capacitado y empoderado. Pueden luchar contra lo que llevan en ustedes y contra lo que se les quiere imponer. Si perseveran en Cristo, seguramente serán más que vencedoras en todo.

Quienes no somos mujeres, pero las amamos y estamos en relación con ellas, también debemos hacernos algunas preguntas. Quizá la más importante y urgente es si nuestra propia redención nos libera de los temores, amarguras y necesidades que hacen necesario que controlemos a las mujeres a nuestro alcance para sentirnos más hombres, más seguros, más nosotros. A los hombres que nos resulta tan difícil dejar que nuestras mujeres sean ellas, nos conviene recordar que en Cristo podemos ser plenamente hombres sin necesidad de tener bajo control a las mujeres.

La Iglesia en general, y las familias cristianas en lo particular, revelamos a Cristo. Es decir, lo presentamos, lo hacemos visible y creíble, decimos a los demás quién es él. Por ello es necesario que vivamos nuestra redención recuperando en nuestras relaciones de pareja y familiares los valores presentes en la creación y la redención. Amigos, novios, esposos, padres… todos, debemos tratar a las mujeres como Cristo lo hizo: con respeto, amor y pleno reconocimiento de sus derechos.

A esto los animo, a esto los convoco.

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