Dios camina sobre la tormenta
Hebreos 11.27
Los días de esta semana han sido especialmente conflictivos. Resulta preocupante descubrir como las predicciones y los diagnósticos sobre las consecuencias de la pandemia, tanto a nivel personal, como familiar y social, se están haciendo ciertos en nuestros círculos relacionales más inmediatos. Durante la semana la prensa reportó como los efectos post Covid están afectando la salud mental y provocando afectaciones a diversos órganos de quienes padecieron dicha enfermedad. Según diversos estudios son alrededor de cincuenta y cinco las secuelas pulmonares, cardiovasculares y neurológicas que se ha comprobado hasta el momento. Así que cuando se me pide oración por quienes presentan algunos de los síntomas identificados como post Covid, el corazón se entristece y la preocupación crece.
Por otro lado, se estima que, en nuestro país, el número de pobres se incrementará hasta en once millones de pobres, según el CONEVAL. La pobreza laboral, es decir, cuando el salario familiar no alcanza para cubrir las necesidades básicas de la familia, se ha incrementado a un 40% de la población. En junio pasado, el CONEVAL estimaba en más del cincuenta por ciento del número de mexicanos sin acceso a los servicios de salud. En las últimas semanas, estas y muchas más cifras y estadísticas están teniendo nombre y rostro. Ha crecido el número de peticiones de oración por quienes se han quedado sin trabajo o por quienes no pueden atenderse o continuar atendiéndose de enfermedades importantes y que pueden complicar no sólo el estado de salud del enfermo, sino el equilibrio familiar, económico y relacional de los enfermos.
Me ha resultado interesante el que, en no pocos casos, quienes llaman para compartir sus necesidades e intereses de oración, no se ocupan de preguntar por lo que sucede con nosotros. Son muy pocos los que lo hacen. Lo que sí es más frecuente es que algunos de los que comparte sus problemas y piden la oración, en algún momento, dicen: pero, ustedes están bien ¿verdad, pastor? Y es que, parece, dan por hecho que por ser pastor y familia de pastor, nosotros gozamos de un estado de excepción ante las dificultades de la vida.
Creo que comprendo ambas situaciones y no tengo nada que reclamar respecto de las mismas. Son naturales y una expresión natural de nuestra manera de ser y pensar cuando estamos en crisis. Pero, dado que, en lo personal, junto con mi familia, también estamos siendo probados, he considerado conveniente rescatar, una vez más, la reflexión que ahora comparto en la confianza y el deseo de que sea de bendición para mis compañeros de camino en este valle de sombra y de muerte.
Con frecuencia los creyentes enfrentamos circunstancias en las que no podemos sentir a Dios, en las que, nos parece, Dios no es quien hemos creído que es o que nos ha dejado a nuestra suerte. Estas circunstancias están asociadas a las llamadas experiencias de desierto, es decir, las etapas cuando la vida no parece tener sentido, se vuelve plana y sin mayores motivaciones y nos llena de tentaciones o conflictos. En días recientes alguien me contaba su desazón y la confusión resultante. Me compartía su experiencia de desierto. Ingenuamente me lanzó un reto: Pero, esto es algo que ustedes los pastores no experimentan, dijo. Cuando le compartí que es esta una experiencia común a todos -incluidos los pastores y sus familias- y le compartí algo de lo que estoy viviendo, me pidió que le dijera cómo es que yo enfrento tales circunstancias. Aquí cumplo mi promesa en la confianza de que podrá ser útil a alguno que otro.
En los tiempos de desierto que me toca vivir, parto del hecho de que la fe no resulta de lo que se siente sino de lo que se sabe. Hebreos dice que la fe es certeza, es decir, conocimiento seguro y claro que se tiene de algo. Me gusta más el término convicción, seguridad que tiene una persona de la verdad o certeza de lo que piensa o siente. Ambos conceptos se refieren a aquello que uno sabe, más aún, de aquello que uno ha decidido saber… por fe. Es decir, de aquello que uno ha decidido creer. De lo que uno considera verdadero aún sin tener pruebas de su certeza o un conocimiento directo de la misma.
En mi caso, el sujeto de mi convicción es Dios mismo y no mi persona, ni mis circunstancias o la vida misma. De Dios creo dos cuestiones que subyacen a todo lo que soy, vivo, pienso, siento y experimento. El primer elemento de tal convicción respecto de Dios es que él es el Señor y que permanece siéndolo independientemente de mis circunstancias. Aquí rescato la convicción de Nahum: El Señor camina sobre la tormenta, y las nubes son el polvo de sus pies. Me gusta pensar que mientras a mí la tormenta me arrastra, el Señor camina sobre ella. Al igual que Jesús caminó sobre las aguas que cubrieron a Pedro.
Como Señor, Dios está en control de todo y soy yo quien me debo a él y no a la inversa. Dios tiene mi vida en sus manos. El segundo elemento constitutivo de mi convicción acerca de Dios es que él es mi Padre y yo su hijo. Ello me permite estar seguro de que Dios me ama, me comprende y me ayuda. En consecuencia, puedo acercarme a él confiadamente, sabiendo que en su amor está mi fortaleza y la seguridad de lo que soy. Si sólo creyese que Dios el Señor, viviría muy nervioso e inseguro. Sería terrible tanto poder, conocimiento y señorío si todo ello no fuese atemperado por el hecho de que el Señor es, también, mi Padre.
Por ello, a la convicción añado la confianza. Más bien, de tal convicción surge mi confianza. Es decir, mi esperanza firme en que estando en el Señor podré superar las circunstancias de mi vida y, finalmente, ser hallado fiel. No confío en mí ni creo que la vida será mejor. Puede serlo o no. Confío en que nada podrá evitar que Dios me ame y eso me da una convicción de seguridad, de trascendencia y de victoria sobre el todo de mi vida. Jesús dijo que la vida, es más. Más que la comida y más que el vestido. A partir de tal declaración, siempre he pensado que la vida es más que lo que soy, vivo, pienso, siento y experimento.
Confiar así me permite vivir la vida paso a paso. Vivo los tiempos buenos con gratitud y reconocimiento de que son fruto de la gracia y no merecimiento propio. Y vivo los días malos en paz y objetivamente. Sabiendo que son parte de la vida y que los días malos no pueden evitar la realidad del amor, del poder y de la presencia de Dios en mí. Vivo los días malos pensando en que aún sin son castigo de Dios por mis faltas, o la simple consecuencia de mis errores graves, la gracia habrá de permitir que me transformen y no que me destruyan.
Confiar así me permite saber que mi destino no depende de lo que yo soy sino de quién es Dios. Así que puedo asumir mis debilidades en la confianza de su amor, de su comprensión y de su propósito. También en esto el sujeto de mi confianza es Dios y no yo mismo. Por eso no me esfuerzo ni me preocupo por ser hallado fuerte, sino por ser hallado fiel. He aprendido que lo que Dios espera de mí no es perfección, sino el propósito renovado de honrarlo y dedicar mi vida a él.
Me he referido a la convicción y la confianza como lo que subyace a todo lo que soy, vivo, pienso, siento y experimento. He descubierto que tales elementos son un buen asiento tanto para la alegría como para la tristeza, para lo bueno y para lo malo. Ello, porque convicción y confianza son cimientos que equilibran, soportan y dimensionan el día a día de la vida.
Termino recordando que sólo estoy compartiendo mi experiencia personal. Experiencia que resulta de mi comunión con Dios, del alimento de su Palabra, de la evidencia de su amor y, muy especialmente, del poder convivir, aprender y compartir la experiencia de vida de mis hermanos en la fe. Lo hago como testimonio de mi estar en Cristo.
Me atrevo a hacerlo, también, como propuesta, como una humilde propuesta a quienes caminan conmigo los caminos complejos de la vida en Cristo. De aquellos que, como yo, caminan la vida como si pudieran ver a aquel que no se ve, al Invisible. Hebreos 11.27
A esto los animo, a esto los convoco.
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