Estoy a punto de ahogarme
Salmo 69.1-19
Ayer, Ana Delia, mi esposa, me decía de su no saber cómo orar ante tantas situaciones difíciles y complejas que estamos viviendo, nosotros y muchos otros. Sin darse cuenta, su comentario fue un clavo más en el ataúd de mi propia confusión y tristeza. Ello porque con frecuencia me he preguntado, en los últimos días, en las últimas horas, qué es lo que impide o explica la aparente pasividad de Dios ante el tamaño de la tragedia que el mundo está enfrentando. Creo que es el silencio, la pasividad de Dios, su lejanía, lo que se convierte en la mayor causa de nuestro dolor. Duele desde luego, el sufrimiento de tantos, pero, más duele el saber que quien podría evitarlo no parece estar ocupado en detenerlo.
Además, el sufrimiento propio de los creyentes se caracteriza por ser, en principio, injusto. No hay, o cuando menos no resulta evidente, una razón justa que lo explique, que lo haga lógico. Al contrario, las dificultades parecen crecer en proporción inversa a nuestra búsqueda y servicio cristianos. Mientras más nos acercamos a Dios, más son nuestras dificultades, sobre todo, nuestra confusión. Más crecen nuestras preguntas y dudas y nuestras convicciones son más y más puestas a prueba. A final de cuentas, más razones para el desánimo aparecen dentro de nosotros.
La Biblia nos enseña que ni las dificultades ni las dudas son exclusivas de nuestro tiempo ni de nosotros los creyentes de la actualidad. Hombres y mujeres de todos los tiempos, como el salmista, han enfrentado dificultades y han tenido que batallar con las preguntas, las dudas y los temores que surgen de sus circunstancias. Tal el caso de nuestro salmo. La expresión utilizada por el salmista y que da nombre a nuestra reflexión: Estoy a punto de ahogarme, es una descripción gráfica muy significativa. Más aún, si consideramos el resto de la misma: Me estoy hundiendo en un pantano profundo y no tengo dónde apoyar los pies. Me duele, porque me resulta un grito muy conocido el que David eleva a Dios cuando exclama ¡mis ojos están cansados de tanto mirar a mi Dios!
Uno esperaría que quien casi se queda ciego oteando a Dios, mirando a lo lejos esperando mirarlo sin lograrlo, termine por renegar o, cuando menos, resentirse con Dios. La semana pasada alguien me llamó y descargó sobre mí su amargura y resentimiento ante la no respuesta de Dios a cierta súplica suya. Cuando Ana Delia me preguntó quién había llamado, simplemente el contesté: Alguien más a quien Dios ha fallado y se ha decepcionado de él. Así muchos, se decepcionan y se enojan con Dios. Optan por castigarlo, por cobrársela al Señor. No así el salmista. En el verso siete exclama una petición incomprensible, le dice a Dios: Señor, Dios todopoderoso, ¡que no pasen vergüenza por mi culpa los que confían en ti! Dios de Israel, ¡que no se decepcionen por mi causa los que con ansia te buscan!
Me confronta el comentario que Dios Habla Hoy hace de esta expresión: Los padecimientos del salmista ponen en juego el honor del Señor: si él no lo ayuda, quedarán decepcionados todos los fieles que esperan y confían en Dios. Y, sí, los creyentes llevamos sobre los hombros el honor del Señor. Son los tiempos de prueba en los que nuestra fe y lo que hemos dicho acerca de Dios son observados y examinados cuidadosamente por los demás. Resulta edificante el hecho de que quien se está ahogando y está siendo arrastrado por la corriente, tenga la disposición a pensar en la responsabilidad que descansa en él respecto de la fe y confianza en Dios de quienes observan cómo enfrenta la prueba que le aqueja.
Los momentos de prueba, sea cual sea la expresión de los mismos: enfermedad, pobreza, rompimiento de relaciones, son, siempre, momentos de definición. El camino más fácil es llamarse a decepción y decidir alejarse de Dios y de su iglesia. De jure o de facto. Cierto es que algunos se alejan tratando de evitar mayor sufrimiento porque consideran, con razón o sin ella, que Dios es la razón de su angustia y que lo más sensato es dejar de creer, confiar y servirle a él. El salmista David, por su lado, como prototipo de Cristo, nos enseña que el momento de la prueba es la ocasión propicia para radicalizar nuestra fidelidad a Dios. Radicalización que empieza estando dispuestos a dejar a un lado el dolor y el derecho a la lástima propia, para encarar nuestra realidad: somos pecador. Dios mío, tú sabes cuán necio he sido; no puedo esconderte mis pecados. Como tales no tenemos derecho a sorprendernos ante el sufrimiento que tantos otros comparten ni a creer que Dios está obligado a librarnos de lo que es propio de nuestra condición de seres humanos.
El segundo elemento de la radicalización de nuestra fe en circunstancias de sufrimiento y oprobio consiste en desviar nuestro centro de atención de nosotros mismos a nuestros hermanos en la fe. Un gran riesgo que corremos en el sufrimiento es el de fortalecer nuestro egoísmo. Es decir, que nos ocupamos de nosotros mismos tan contundentemente que ni consideramos el dolor de los otros ni nos importa acrecentarlo con nuestras quejas y decisiones. El salmista, por el contrario, piensa en ellos, los considera y pide a Dios: Que no pasen vergüenza… que no se decepcionen… Por mi causa, por mi culpa.
El tercer elemento de nuestra radicalización, en el caso del salmista, consiste en el reconocimiento del propósito implícito de sus sufrimientos. Insisto en la expresión el propósito implícito, de sus sufrimientos. Como sabes, estoy convencido de que no todas las cosas que enfrentamos en la vida, sobre todo las que nos provocan sufrimiento, responden a la intención divina. Ya hemos dicho que no hay que confundir a Dios con la vida. Así que no es estrictamente cierto aquello de que en todo lo que nos pasa hay un propósito específico de Dios o que todo sucede con un propósito divino específico. Pero, te propongo que sí hay un propósito implícito en todo lo que vivimos, sea bueno o sea malo. Es propósito implícito es que glorifiquemos a Dios. El salmista lo explicita cuando le recuerda al Señor: Por ti he soportado ofensas; [por ti] mi cara se ha cubierto de vergüenza. No me gusta, no es justo, me duele, sí, pero, lo enfrento por ti, Dios. Y, en lo que venga, mi propósito es que seas glorificado en cualquier circunstancia de mi vida.
Si los momentos de prueba son momentos de definición, ¿cómo podemos fijar nuestro propósito de honrar a Dios de la manera apropiada? En primer lugar, estando preparados para la prueba. La sabiduría del pueblo de Dios es manifiesta en el Eclesiástico que nos invita (2.1): “Hijo mío, si tratas de servir al Señor, prepárate para la prueba. Fortalece tu voluntad y sé valiente, para no acobardarte cuando llegue la calamidad. Aférrate al Señor, y no te apartes de él… Acepta todo lo que te venga, y sé paciente si la vida te trae sufrimientos.”
El Apóstol Pedro, por su parte, dice (1Pedro 4.12ss): Queridos hermanos, no se extrañen de verse sometidos al fuego de la prueba, como si fuera algo extraordinario. Al contrario, alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también se llenen de alegría cuando su gloria se manifieste.
Quien vive sin tener en cuenta la fragilidad de su propia vida, fácilmente se vuelve necio. Quien vive sin aceptar su fragilidad y temporalidad, fácilmente sucumbe ante los retos de la vida y el hecho de la muerte. Pero, quien consciente de sus limitaciones se propone vivir su día a día honrando a Dios y se prepara para los días malos vistiéndose con la armadura de Dios, podrá ser derribado por los hechos de la vida, pero, nunca derrotado.
En segundo lugar, afirmamos nuestro propósito abundando en nuestra fidelidad a Dios. Es decir, permaneciendo firmes en nuestro propósito de creer en él, de servirle y de confiar en su amor y cuidado. Es la actitud del profeta Habacuc, cuando declara: Aunque las higueras no florezcan y no haya uvas en las vides, aunque se pierda la cosecha de oliva y los campos queden vacíos y no den fruto, aunque los rebaños mueran en los campos y los establos estén vacíos, ¡aun así me alegraré en el Señor! ¡Me gozaré en el Dios de mi salvación! ¡El Señor Soberano es mi fuerza! Él me da pie firme como al venado, capaz de pisar sobre las alturas.
Somos nosotros quienes decidimos respecto de nuestra fidelidad, no las circunstancias. Aunque generalmente hagamos a las mismas las responsables de nuestros altibajos espirituales. A la iglesia de Esmirna, después de que el Señor le dice que no tenga miedo de lo que va a sufrir, la anima a que se mantenga fiel hasta la muerte. Esta frase significa, en realidad, que seamos fieles hasta el extremo de la muerte. Que prefiramos permanecer fieles al Señor aun cuando ello signifique nuestra muerte física. A diferencia de los que creen que la felicidad, o la paz, mañosamente ofrecidas son suficientemente valiosas para justificar el hecho de su infidelidad -se engañan y son engañados-, somos llamados a permanecer fieles en medio del conflicto, de la confusión y aun de la decepción. Y, tomemos en cuenta que el mismo que nos reclama la fidelidad hasta el extremo de la muerte, es el que otorga la vida como premio. Sí, es Jesús quien nos dice: Mantente fiel hasta la muerte, y yo te daré la vida como premio. Apocalipsis 2.10
El mismo Jesús, que dijo, en el mundo tendréis aflicción. También dijo: Pero confiad, yo he vencido al mundo. Por eso, mantengamos en medio de la prueba nuestra confianza en Dios y nuestra determinación de ser hallados fieles en todo.
A esto los animo, a esto los convoco.
Explore posts in the same categories: Agentes de CambioEtiquetas: Confianza en Dios, Confusión y Poder de Dios, Fidelidad en Medio de la Prueba, Valor y Perseverancia en la Fe
You can comment below, or link to this permanent URL from your own site.
Deja una respuesta