Lo que realmente importa
Filipenses 1.9,10
La vida nos enseña que, no obstante, todo lo que hacemos en su favor, resulta muy poco lo que los padres podemos hacer por los hijos. No se trata de la cantidad de cosas que hacemos, sino de las que impactan de manera significativa en sus vidas. Nos lastima el saber que, con todo lo que hacemos, no siempre logramos que nuestro quehacer se traduzca en menos sufrimiento, menos errores o más aciertos y mayor felicidad en la vida de quienes tanto amamos. La cuestión se complica cuando el quehacer conveniente cambia de acuerdo a la identidad, la edad, las circunstancias, los intereses y la disposición de los hijos respecto de sus padres.
En la práctica de la paternidad, la oración se revela como lo único que siempre podemos hacer en favor de nuestros hijos. El cultivo de la misma termina mostrando que el ser lo único, no convierte a la oración en el último recurso, o en el cuando menos, de nuestro quehacer paterno. Los padres conocemos del poder de la oración y de su carácter fundamental de nuestra tarea parental. Para los padres que estamos en comunión con Dios, la oración no es el último de los recursos, sino el primero de nuestra tarea parental.
Pero, si oramos así ¿por qué nuestros hijos siguen sujetos a circunstancias que los debilitan y ponen en riesgo? ¿Tendrá que ver el cómo y el propósito de nuestras oraciones en el aquí y ahora de nuestros hijos? Lo primero se debe a que nuestros hijos son ellos, otros, diferentes a nosotros. Libres de nuestra influencia y aún de la de Dios, cuando deciden no apreciarlas o considerarlas pertinentes a sus vidas. Nuestras oraciones pueden predisponer el favor divino para con nuestros hijos, pero no obligan a nuestros hijos a vivir en comunión con Dios ni, mucho menos, a caminar el camino de la vida en obediencia y honra al Señor. Así, nuestras oraciones enfrentan una primera limitante en el hecho mismo de la libertad de nuestros hijos.
Además, existe un factor condicionante de la efectivad de nuestras oraciones. La oración es una forma de vida. Oramos como vivimos y nuestras oraciones afectan el todo de nuestra vida. Respecto de nuestra relación filial, Ana Delia ha dicho: La manera en que nos relacionamos con nuestros hijos pone en evidencia los valores de nuestra fe. En tal tenor, nuestras oraciones están condicionadas por, y evidencian, nuestros valores. Al orar por los hijos recalcamos, pedimos y agradecemos lo que nos resulta valioso.
En tratándose de nuestros hijos, son nuestros valores los que determinan nuestras preocupaciones, nuestras gratitudes y nuestras peticiones. Así, nuestras oraciones son congruentes con el todo de nuestra vida, misma que está dirigida por los valores y principios gobernantes que hemos asumido como propios. Oramos animados por lo que creemos, sentimos y deseamos, para nosotros y para los nuestros. Así, nuestras oraciones se ocupan de las mismas cosas que consideramos prioritarias en nuestra vida: provisión, seguridad y prosperidad. Estos valores dan sentido a nuestras oraciones y al orar así configuramos nuestra vida en función de tales valores existenciales.
Desde luego, nuestras oraciones son sinceras y, suponemos, dictadas por el amor. Sobre todo, las que elevamos en favor de nuestros hijos. Pero, Pablo revela que el amor no es suficiente sustento para la vida, y para nuestras oraciones, diría yo, cuando indica que él pide a Dios que los creyentes, sigan creciendo en conocimiento y entendimiento. Podemos parafrasear esta expresión así: que sigan creciendo en discernimiento y que pidan con el cerebro. Esto es válido porque el amor filial enceguece, y, por lo tanto, se requiere que los padres oremos con mayor discernimiento y con más cerebro que corazón. Ello, porque, como asegura Erich Fromm, la relación entre madre e hijo es, por su misma naturaleza, de desigualdad, en la que uno necesita toda la ayuda y la otra la proporciona. Este mandato filial, interiorizado y condicionante de ver por los hijos, obstaculiza y limita la capacidad de los padres para descubrir y asumir lo verdaderamente importante en su vida y en la de sus hijos.
Pablo indica que crecer en conocimiento y entendimiento, tendrá como resultado el que entiendan lo que realmente importa. Los padres que consideran que lo importante en la vida es la provisión, la seguridad y la prosperidad, transmiten cotidiana y normativamente tales valores a sus hijos. Cuando los hijos escuchan a sus padres orar, confirman que tales son los valores importantes en la vida. Así que, viven en función de los mismos. Nadie puede negar la importancia de tales valores. Pero, tal importancia es relativa respecto de lo verdaderamente importante. Y, lo verdaderamente importante, es el vivir en comunión y para la honra y la gloria de Dios, per se.
Sin embargo, convencidos nosotros mismos de que lo más importante son la provisión, la seguridad y la prosperidad, dejamos de lado la importancia de la salvación y del vivir en comunión y para Dios. Al hacerlo así, no nos damos cuenta de que nosotros mismos hemos animado a nuestros hijos a que vivan como lo están haciendo: ocupándose de sí mismos como la razón de ser de su propia vida. Y, que es tal convicción lo que les aleja de Dios y lo que explica el deterioro y aún la degradación espiritual, moral, emocional e intelectual que viven. Creo firmemente que nuestros hijos pueden ocuparse de su propia provisión, de su seguridad y de su prosperidad. De hecho, lo hacen.
Toca a nosotros ocuparnos de lo que verdaderamente importante y trascendente en sus vidas y en las nuestras. Esto me lleva la cuestión de la congruencia como el presupuesto de la oración viable, es decir, de la oración que puede alcanzar su propósito. Para ello, primero debemos reorientar nuestra vida en función de lo que realmente importa. Nosotros debemos volvernos a Dios y ocuparnos de nuestra comunión y servicio a él como la prioridad más importante de nuestras vidas. Si no lo hacemos así, no somos modelo ni tenemos autoridad moral para invitarlos a honrar a Dios en sus vidas.
De manera paralela, debemos hacer lo que podemos en favor de la salvación y del mantenerse en comunión con Dios de nuestros hijos. Además, de nuestra propia conversión, debemos interceder de manera prioritaria por el perdón de sus pecados, su reconciliación con el Señor y el cultivo de su santidad. Así como en circunstancias torales ayunamos, privándonos del alimento que nos hace falta, propongo a ustedes que convendría dejar de enfatizar nuestra súplica de provisión, seguridad y prosperidad de nuestros hijos y ocuparnos de pedir fervientemente por la salvación de su alma. Después de todo, si lo único que ganan el mundo y pierden el alma, ¿cuál será su provecho eterno? Mateo 16.26
Mi propuesta podrá parecer u obsoleta o simplista. Sin embargo, la realidad sustenta su acierto. La forma de vida que hemos desarrollado, sustentada en valores secundarios y temporales, no resulta ni plena, ni segura, ni satisfactoria. Por ello mi invitación para que corramos el riesgo de volvernos al Señor y reestructuremos nuestra vida partiendo de los valores del Reino de Dios. Conversión, santidad, compromiso son los elementos constitutivos de vidas plenas, victoriosas y trascendentes. Las nuestras y las de nuestros hijos.
A esto los animo, a esto los convoco.
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