Yo estoy allí entre ellos
Mateo 18.19, 20
El culto resulta la celebración por excelencia de la religión cristiana. Si religión es re ligar, luego entonces, el culto cristiano es el espacio -en tiempo y lugar-, en el que Dios y los creyentes se encuentran para celebrar de manera especial la comunión que los une, el culto afirma y fortalece la liga (unión), entre Dios y los creyentes, y entre estos mismos.
Aunque la relación entre Dios y los creyentes, y la que se da entre estos, no se agota en el culto dado que también tiene que ver con el día a día, sí está determinada por la calidad del culto celebrado por la comunidad de creyentes. Esta calidad depende tanto de la frecuencia, como de la interacción lograda en las celebraciones cultuales. Es decir, depende del qué tan real, evidente y determinante resulta la relación entre Dios y los creyentes y entre estos mismos. Una relación más real y profunda fortalece la comunión y facilita el cumplimiento del propósito de esta.
Propongo a ustedes que el logro de una experiencia relacional más profunda durante la celebración del culto cristiano depende de dos elementos básicos: expectativa y propósito. Es decir, depende, en primer lugar, de que el culto se celebre esperando que suceda algo sobrenatural en el mismo. Esto sobrenatural que se desea es, en primer lugar, que la presencia del Señor se haga manifiesta entre los creyentes que le ofrecen su adoración.
Desde luego, esperar que la presencia del Señor se haga manifiesta resulta de la fe en que Dios es y que está dispuesto a relacionarse íntimamente con los suyos, como del hecho de que el cristiano se ha propuesto vivir honrándole en su día a día. El culto cristiano es un parteaguas en el que se ofrece a Dios lo que se ha sido, hecho y alcanzado, al mismo tiempo que se consagra lo que está por ser, por hacerse y por alcanzarse en la vida que se tiene por delante. El deseo de Dios surge de la experiencia vivida, así como de la esperanzada animada por el mismo Espíritu de Dios y por la necesidad consciente del creyente.
Mientras mayor la expectativa, mayor la entrega, desde luego. Quien desea más de Dios se propone vivir de tal manera que facilite la manifestación de la presencia de Dios en su día a día. Por ello es por lo que a la expectativa añadimos el propósito. Al celebrar nuestro culto tenemos la intención de acercarnos al corazón de Dios, tenemos la intención de propiciar una intimidad más profunda con él. Desde luego, él es Señor y decide qué tanto nos muestra de sí mismo. Pero, nuestro propósito propicia su misericordia y le anima a que responda en proporción a la intención que nosotros mostramos de estar en comunión con él.
En nuestro pasaje de referencia, nuestro Señor señala algo que resulta de suma importancia al celebrar el culto cristiano. Lo dice de esta manera: Les digo lo siguiente: si dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí en la tierra con respecto a cualquier cosa que pidan, mi Padre que está en el cielo la hará. Lo que Jesús hace es destacar el carácter comunitario del culto. Cuestión esta de tal importancia que el Señor abunda: Donde se reúnen dos o tres en mi nombre, yo estoy allí entre ellos. La calidad y la efectivad del culto están determinadas por el aporte que, en su conjunto, hacen quienes participan de él, de quienes lo ofrecen a Dios.
Esto tiene que ver tanto con el cómo de su participación como con el qué de su vida, antes y después del culto. De ahí la importancia que tiene el aporte de quienes nos dirigen durante el culto y nuestra disposición a hacernos uno junto con quienes ofrecemos nuestra adoración. Quien dirige tiene la tarea de convocarnos, es decir, llamarnos a una unidad de intención, de colaboración y de unificación. Al dirigirnos tiene como meta que dejemos de ser muchos para convertirnos en uno, que es en realidad lo que somos: un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo.
Sólo cuando quien nos dirige ha logrado tal convocatoria está, y estamos, en condiciones de entregarnos a la intimidad con Dios. La unidad de intención, de colaboración y de unificación propicia lo que podríamos llamar la danza del Espíritu. Es decir, ese mover del Espíritu y ese movernos en el Espíritu al que llamamos la manifestación de la presencia del Señor. Se trata de la expresión de la intimidad entre Dios y nosotros y entre nosotros mismos. Como si de una danza se tratara, en la que nos amamos, nos complementamos y nos movemos juntos para estar mejor preparados para el día a día de nuestras vidas.
Quienes participamos, hacemos. Es decir que quien nos dirige no es quien hace, quien construye, el culto. Él, o ella, propone, pero somos todos los que hacemos el culto. De ahí que expresamos nuestro propósito siendo proactivos y colaborando para soportarnos unos a otros. Es decir, para cubrir los huecos dejados o abiertos por nuestros compañeros de adoración. Esto requiere de nuestro estar alertas y de nuestro estar dispuestos a aportar lo que sea necesario para asegurar la calidad integral de nuestra adoración.
Termino animando a ustedes a que nos propongamos desarrollar una cultura de expectativa respecto de la celebración de nuestros cultos. Los animo a que nos propongamos esperar/desear que en nuestros cultos sucedan cosas extraordinarias, sobrenaturales, nunca vistas. Y que, en consecuencia, nos propongamos vivir de tal manera que nuestros cultos sean el momento de la ofrenda de nuestra vida en el que Dios halle contentamiento y se vea motivado a manifestar su presencia. Al fin y al cabo, él es quien ha asegurado: yo estoy allí entre ellos.
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Etiquetas: Adoración, Culto Cristiano, Presencia de Dios
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