Eso de consagrar a los hijos

Lucas 2.22-24

Interés y preocupación constante de los padres es la suerte de sus hijos. Es decir, la condición en que estos se encuentran en cada etapa de sus vidas. Animados por tal interés y preocupación los padres hacen y deshacen todo lo que está a su alcance con tal de poder asegurar que las circunstancias de sus hijos sean buenas y que los mismos estén a salvo de todo mal.

Sin embargo, bien pronto, los padres descubren que no tienen ni las capacidades ni las oportunidades para evitar el sufrimiento de sus hijos. La Biblia cuenta que José y María acudieron al templo a consagrar al pequeño Jesús a Dios. La consagración de los hijos es una práctica establecida por Dios y tiene dos propósitos. El primero consiste en hacerlos sagrados. Es decir, dedicarlos a Dios para que lo sirvan y honren en todo lo que hagan. El segundo propósito consiste en invocar la permanente dirección divina en la vida de los hijos. Los padres que consagran a sus hijos quieren que Dios los dirija porque saben que la dirección divina les protege de todo aquello que pueda dañarlos.

Algunos se preguntarán por qué no bautizamos a los niños. La respuesta es sencilla, el bautismo es para el perdón de los pecados (Hechos 2.38), y los niños no tienen pecado. Sin embargo, tanto como quienes bautizan a sus hijos como los que los consagramos a Dios, al igual que hicieran María y José con Jesús, su hijo, lo hacemos animados por la fe de que nuestros hijos honrarán a Dios en el todo de su vida y permanecerán bajo el cuidado divino en cada etapa de la misma. La consagración de los hijos es una cuestión de fe. Es decir, una en la que vemos y hacemos más allá del momento presente.

La consagración de los hijos es una ofrenda que los padres hacen a Dios. Con ella no obligan a sus hijos, pero Dios, que conoce el corazón de los padres, se asocia a ellos y toma en cuenta su deseo. Más aú  n, lo honra. A su manera y en su tiempo sale al encuentro de los hijos consagrados y los llama a vivir para él y bajo su dirección protectora. Vale la pena, por lo tanto, consagrar a Dios los hijos que nos ha dado.

Así, una vez que los padres han consagrado a sus hijos a Dios la relación entre el Señor y ellos se convierte en una cuestión bilateral. Es decir, en una relación entre Dios y ellos. Los padres somos testigos y acompañantes de la misma, pero de ninguna manera podemos determinar el cómo de dicha relación.

Lo que sí podemos hacer es facilitarla o estorbarla. Hacemos una u otra cosa con la manera en que nosotros vivimos nuestra propia fe, nuestra relación personal y conyugal con el Señor. De ahí que, al consagrar a nuestros hijos, al hacerlos sagrados, también nos re consagramos nosotros mismos. Al amor a Dios como razón de nuestra relación con él, aunamos el amor a nuestros hijos como una razón poderosa para cuidar de nuestra relación con Dios. En este sentido, en alguna forma, nuestra consagración a Dios resulta interesada, se vuelve una ofrenda en favor de nuestros hijos.

Los hijos son fuente de alegrías y de tristezas, de esperanzas y de pesimismo. De satisfacción y de dolorosas decepciones. Pero, siempre nos enriquecen. Animo a los padres que aman a Dios y que aman a sus hijos, a vivir de tal manera que su vida sea ejemplo, modelo, inspiración para sus descendientes. Que día a día renueven la consagración de sí mismos y la de sus hijos en fidelidad y en esperanza. Al fin de cuentas, nuestra confianza en el interés de Dios a favor de nuestros hijos descansa en la convicción de que él los ama más que lo que nosotros podemos hacerlo.

 

 

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