Arráiguense profundamente en él

Colosenses 2.6 y 7

Hombría es: [el] conjunto de virtudes morales que se consideran propias de un hombre, como el valor o la honradez. Se trata entonces de lo que el hombre es como presupuesto para lo que el hombre hace. Desde luego, los momentos culturales van determinando cuáles son las virtudes morales a reconocer en un hombre para asumir su hombría. Por ello es que en este ciclo añadimos al término hombría el adjetivo: bíblica. La razón es sencilla. Si se trata de lo que el hombre es, tenemos, entonces, que referirnos a la identidad primaria del hombre. Del que ha sido creado a imagen y semejanza de DioCP Hombría Bíblicas.

Las generaciones de los hombres que hoy son padres son generaciones en conflicto. Aquellos que somos padres de adultos fuimos creados por hombres duros, machos, dominantes. Poco dispuestos a reconocer la valía y la autonomía de sus hijos. Los que son padres de jóvenes adultos fueron formados por padres ausentes. Estos estaban demasiado ocupados en construir su propio mundo, en alcanzar los objetivos culturales del éxito. Ajenos a la cotidianidad de sus hijos, no pocos los abandonaron de palabra y de hecho. Y, los que son padres de niños, son hombres formados principalmente por figuras femeninas. Ante la ausencia o abandono del padre, sus madres se ocuparon de formarlos o de encargarlos a otras mujeres para su cuidado y formación. Algunos han llamado a esta generación masculina, los hombres light. Conflictuados por su identidad y sentido de pertenencia, con zonas grises en su identidad de género y estableciendo relaciones de atracción/rechazo con mujeres fuertes que compensen sus propias debilidades.

Resulta obvio que quienes han aprendido a ser hombres en tales circunstancias encuentren dificultades serias para asumir y fortalecer una hombría sana y trascendente. Unos y otros necesitamos de un punto de inflexión; es decir, de una coyuntura que nos permita replantearnos lo que significa el ser verdaderamente hombres y actuar en consecuencia. Mi propuesta es que el único punto de inflexión que tiene la capacidad de hacer de nosotros hombres diferentes a los que las circunstancias de la vida nos han hecho ser es, precisamente, la conversión. No en balde, la Palabra asegura: Esto significa que todo el que pertenece a Cristo se ha convertido en una persona nueva. La vida antigua ha pasado, ¡una nueva vida ha comenzado! 2 Corintios 5.17 NTV

La conversión a Cristo es un asunto de identidad. Tiene que ver con lo que somos y, en segundo plano, con la forma en que podemos hacer la cotidianidad de la vida. La identidad predispone, nos inclina hacia una forma de vida particular. Desde luego, quienes hemos sido deformados por influencias paternas, familiares y sociales negativas, estamos predispuestos a actuar y hacer la vida de cierta manera. Esto puede justificar el fracaso de nuestra hombría en áreas tales como las de pareja, las de la paternidad, las relaciones y aun las que tienen que ver con la responsabilidad respecto de nuestros roles sociales.

Pero, aunque ello es cierto, también lo es que dado que estamos en Cristo ya no somos lo que fuimos, sino criaturas nuevas. Somos personas nuevas. Los mismos, pero otros. Iguales, pero diferentes. Ahora bien, la identidad requiere de un principio de aceptación, de convicción. Podemos decir que no basta con ser, hay que asumir que se es. Y, asumir es: Hacerse cargo, responsabilizarse de algo, aceptarlo. Es decir, asumir lo que somos en Cristo es una cuestión pues, de inicio, no tiene que ver con lo que vemos de y en nosotros mismos, sino de aquello que Dios nos asegura que somos y de lo que podemos hacer.

Por gracia de Dios es que hemos podido responder positivamente a su llamado y hemos recibido a Cristo como nuestro Señor y Salvador. Por ello es que ahora, en Cristo, somos los que no fuimos. Estamos libres del poder de la influencia de nuestro pasado. Aunque este permanece, porque estamos en Cristo, ya no tiene poder sobre nosotros. Por ello resulta natural el llamado paulino: De la manera que recibieron a Cristo Jesús como Señor, ahora deben seguir sus pasos. La redacción paulina implica un proceso de fortalecimiento que tiene que ver con el presente que se convierte en futuro. Y no con el pasado que se convierte en presente. Pero, ¿cómo es que podemos seguir los pasos del Señor?

Pablo indica dos cuestiones. Primero, debemos arraigarnos profundamente en él. La palabra arraigar siempre provoca en mí la idea de estar enredados. De estar de tal manera imbricados a algo que no se puede distinguir dos actores, sino uno solo. Es decir, que en lo cotidiano de nuestra vida Cristo está de tal manera sobrepuesto a nosotros que somos un todo único. Esto se logra, desde luego, en el cultivo interesado y comprometido de nuestra relación personal e íntima con Dios. De nuestro lado requiere del ir al encuentro de Dios en su Palabra, de alimentarnos sistemáticamente del Pan de Vida. Además, del cultivo de una vida de adoración en la que tenemos, siempre, consciencia de la presencia de Dios. Finalmente, requiere de un deseo constante de la llenura del Espíritu Santo y de la consciencia de su sensibilidad al grado que nos propongamos no contristarlo, no entristecerlo, con lo que somos y hacemos.

En cierta manera, quienes hemos sido formados por hombres y familias disfuncionales vamos por la vida castrados de las virtudes morales propias de los hombres. Se nos ha despojado de la capacidad para establecer relaciones profundas, íntimas, complementarias y gozosas con los que amamos. Pero, dado que somos personas nuevas, podemos empezar por construir una relación de amor y mutuo conocimiento con Dios, gracias a Jesucristo y por el poder del Espíritu Santo.

La segunda cuestión apuntada por Pablo es: edifiquen toda la vida sobre él. Una paráfrasis podría ser: edifiquen la vida entera en él. Tendemos a compartimentar, seleccionamos y al hacerlo dejamos siempre algo al lado. Los hombres aprendimos a guardar nuestros sentimientos, a guardar nuestro amor (ni todo el amor ni todo el dinero), etc. Pero, ahora somos llamados a edificar la vida entera en Cristo. Es decir, a hacer todo en él y para él. Podemos hacerlo porque somos otros, nuevos y diferentes a lo que fuimos.

Podemos hacer la vida a partir de lo que somos, no de lo que fuimos. Siempre que tomamos una decisión, siempre que hacemos algo, y aún, siempre que sentimos algo, lo hacemos en función de nuestro punto de referencia. Decidimos en función de lo que fuimos o en función de lo que somos. ¿Qué clase de hombría es la nuestra? La que nosotros decidimos que sea. Siempre hay tiempo para elegir. Siempre podemos elegir. Siempre elegimos. Y siempre lo hacemos en función de quien escogemos ser.

Dijimos que nuestra identidad en Cristo es una cuestión de fe. La fe se debilita o se fortalece en función de si estamos arraigados en Cristo o no. Cuando edificamos nuestra vida en él, cuando todo lo hacemos en función de él, nuestra fe se fortalece y, según Pablo, al abundar en la verdad en la que vivimos y la cual somos (criaturas nuevas), podremos vivir rebosantes de gratitud. Es decir, día a día nuestra hombría bíblica será de motivo de gratitud, propia y la de aquellos con los que convivimos.

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