Si no hay resurrección de los muertos…
1 Corintios 15.12-14
El de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo es uno de los fundamentos de la locura de nuestra predicación. 1 Corintios 1.21 La traducción La Palabra reconoce que: Dios ha decidido salvar a los creyentes a través de un mensaje que parece absurdo. Y hemos de estar de acuerdo con el Apóstol y con cuántos hoy en día rechazan o encuentran difícil aceptar el hecho de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
De hecho, si Pablo tiene que ocuparse del asunto es porque, como él mismo hace referencia, algunos de los corintios decían que no habrá resurrección de los muertos. Consecuentemente, negaban el hecho de la resurrección del mismo Jesús. En el Siglo I, surgieron muchas y muy diversas explicaciones que intentaban demostrar la falsedad del mensaje cristiano respecto de la resurrección de su Señor. Como el evangelio mismo lo registra, ante la evidencia de la tumba vacía algunos aseguraron que los mismos discípulos habían robado el cuerpo de Jesús… aunque otros sospechosistas aseguraban que habían sido los enemigos de Jesús los que habrían privado a los creyentes de un objeto de culto. Otros más aseguraban que Jesús nunca fue humano y que, por lo tanto nunca tuvo un cuerpo físico. Decían que había sido una especie de fantasma o un espíritu visible –un holograma dirían hoy en día-, y que por eso tuvo la capacidad para aparecer en la habitación donde los discípulos se escondían, aun cuando las puertas estaban cerradas. Otros más decían que todo había sido un complot y que gracias a este los soldados romanos no le habían fracturado las piernas cuando colgaba de la cruz. Así, explicaban, puedo escapar por sus propios medios cuando volvió en sí, dado que se había desmayado por el intenso dolor sufrido.
A lo largo de la Historia, han sido muchos los que se han ocupado de reunir evidencias históricas que comprueben la resurrección del Señor. El testimonio neotestamentario acerca de quienes vieron y escucharon al Jesús resucitado y que fueron más de quinientos. 1 Corintios 15.5 El mismo sepulcro vacío, la experiencia de conversión de Saulo, tan convencido de su fe judaica y celoso de la misma que difícilmente se hubiera prestado a fingir su fe en el Cristo resucitado; o la de Santiago, el hermano de Jesús, quien no fue su discípulo en vida, pero sí a partir de su resurrección. Otros más se refieren a los intentos antes mencionados de los enemigos del evangelio como evidencia misma de la resurrección del Señor y, desde luego, son muchos los que apelan al crecimiento del cristianismo en un entorno hostil, el del judaísmo, como la evidencia más clara del hecho mismo de la resurrección.
Ahora bien, para nosotros el creer o no en la resurrección de Jesús resulta una cuestión toral, fundamental y central. Pablo enfatiza que si Cristo no ha resucitado, entonces toda nuestra predicación es inútil, y la fe de ustedes también es inútil. En el verso 19, considerando los beneficios de una vida al estilo de Cristo, con sus valores y principios pero limitada a nuestra humanidad, exclama: Y si nuestra esperanza en Cristo es solo para esta vida, somos los más dignos de lástima de todo el mundo. Así que, de nuestro creer en el hecho de la resurrección estriba todo el sentido y el valor de nuestra fe cristiana.
Nuestro creer enfrenta, de entrada, la presión de quienes en nuestra cultura presumen que sólo aquello que es científicamente demostrable es confiable y por lo tanto, creíble: Que puede o merece ser creído. Desde luego, nos piden que sometamos nuestras creencias al método científico, mismo que consiste en el seguimiento de seis pasos: observación, inducción, hipótesis, experimentación, antítesis y la tesis o teoría científica. Personalmente creo que el fenómeno de la conversión y de la vida nueva puede ser sometido a tales pasos y, sobre todo, al hecho de que la muerte y resurrección de Cristo son el factor central de la experiencia de transformación del creyente. Estoy convencido que este es un proceso que se repite una y otra vez y que, por lo tanto, está sujeto a los principios de la experimentación y de la antítesis. A final de cuentas la historia de los muchos no es sino una sola: Lo único que sé es que yo antes estaba ciego y ahora veo. Juan 9.25 Todos los días aumenta el número de quienes hacen suya la tesis de Jesús, viven paso a paso el proceso que la misma implica y sus vidas son transformadas. Al igual que cada día hay quienes deciden oponerse al evangelio y terminan demostrando la verdad que el mismo plantea para quienes lo rechazan cuando quedan sujetos al enemigo que sólo busca robarlos, matarlos y destruirlos. Juan 10.10
Sin embargo, lo que quiero proponer a ustedes es que el de la resurrección de nuestro Señor Jesús y la de nosotros mismos es una cuestión de fe. Tiene que ver con lo que no se ve y no descansa en los fundamentos que quienes no están en Cristo quieren condicionar: Los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, dice Pablo. Hebreos 11.1; 1 Corintios 1.22 Insisto, la resurrección tiene que ver con lo que creemos y lo que esperamos. Obviamente, no se trata de una fe sin fundamento. Lo que creemos es resultado de nuestra experiencia, de la aplicación a nuestra vida de las verdades del evangelio. Lo que hemos creído es lo que nos explica y lo que somos explica lo que estamos dispuestos y en condiciones de creer.
Se atribuye a San Agustín el haber propuesto: La fe consiste en creer lo que no vemos, y la recompensa es ver lo que creemos. De ahí que mi propuesta, mi simple propuesta, consiste en animar a ustedes a que creamos y actuemos en consecuencia. Quienes creemos que Jesús resucitó de entre los muertos, vivamos sabiéndonos salvos, en comunión con Dios y vivamos en consecuencia. Abundemos en santidad, en amor y en esperanza. Paguemos el precio de nuestro discipulado recordando nuestros muchos ebenezeres. Vivamos la realidad de la gracia, del favor inmerecido e incomprensible, pero no por ello menos real ni menos nuestro. Así, en el paso a paso de nuestra experiencia habremos de ir acercándonos a la comprensión perfecta del milagro de la resurrección. Comprobaremos en esta vida la realidad de la vida del Cristo resucitado y nos acercaremos cada vez más al momento de nuestra propia resurrección. Podremos vivir y alimentar la esperanza de que quienes estamos en Cristo, aunque estemos muertos viviremos porque él vive. Así, habremos de confirmar que nuestra fe da para más que sólo para el momento presente. Que nuestra fe es una cuestión de eternidad.
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