Dios y las Mujeres
Ser mujer es una experiencia inigualable. Conlleva los más grandes privilegios del ser humano, y los más crueles menosprecios. La mujer es al mismo tiempo eje que convoca: a la vida, a los hombres, a la familia; y la extraña, a la que, cuando conviene, se le margina, se le ignora, se le usa.
Desafortunadamente, este desigual trato a las mujeres se justifica con una particular interpretación del mensaje bíblico. La mujer, nos dicen, es segunda, va después del hombre, al ser formada del hombre es menos que el hombre. Además, la mujer tiene la culpa de que el pecado haya marcado a la humanidad, pues ella engañó a Adán. Finalmente, la mujer es un ser emocional, con poca capacidad para pensar racionalmente, por lo que es necesario que esté bajo el cuidado –y la consecuente subordinación-, del hombre. La mujer no puede ser persona, si no cuenta con la compañía y la cobertura masculina, dirían algunos.
Quienes hacen suya tal postura, hombres y mujeres por igual, cuentan con una serie de pasajes bíblicos que, consultados fuera de su contexto, parecen darles la razón. Pero, ¿qué es lo que la Biblia nos dice de Dios y de las mujeres?
La mujer, imagen y semejanza de Dios
Génesis 1.26-31. Lo primero que encontramos en la Biblia es que la mujer es imagen y semejanza de Dios. Es decir, la mujer es ser humano, digna en razón de su identidad. Es merecedora de ser ella misma. Y en cuanto es ella misma es excelente, digna de estima, de aprecio.
Cabe destacar que el pasaje de Génesis, expresa que la mujer y el hombre son creados en igualdad de condiciones. Ni en competencia, ni en subordinación jerárquica. Ambos son imagen y semejanza de Dios en razón de su identidad.
Pero, también debe tomarse en cuenta que ambos son por ellos mismos y su ser persona no se explica en función del otro. Por eso es que, tanto el hombre como la mujer, son individuos que llevan en sí mismos la imagen y semejanza de Dios.
La mujer, sujeta a las consecuencias del pecado
Génesis 3.16-19. La mujer, al igual que el hombre, es corresponsable y está sujeta a las consecuencias del pecado. Es, desde luego, responsable de su propio pecado. Pero, también lo es de su participación en la cultura del pecado. Es decir, de promover, activa y/o pasivamente, el pecado como norma de vida. En consecuencia, la mujer sufre las consecuencias de su pecado personal; al tiempo que padece las consecuencias de la cultura del pecado.
La mujer es ella, hemos dicho. Hay quienes dicen que Eva pecó porque Adán no la cuidó lo suficiente. No hay tal. El relato bíblico nos muestra que la mujer tiene el derecho a decidir por sí misma, aún cuando sus decisiones sean equivocadas. Eva no es una extensión de Adán, es ella. Así fue creada.
Sin embargo, el pecado nos hace perder, a hombres y mujeres, los privilegios inherentes a nuestro haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. En el caso de la mujer, la Biblia nos dice que, por el pecado, queda sujeta a dos condiciones particulares:
- La relación con sus hijos será una relación de dolor.
- La relación con su marido (y con los hombres en general), será una relación disfuncional, de sometimiento.
Es el pecado, personal y social, el que determina la formación de estructuras en las que la mujer, como el hombre por su lado, quedan sujetos a maldición: a fuerzas que no pueden controlar ni evitar por sí mismas.
Los sistemas familiares y las estructuras sociales que subordinan y causan sufrimiento innecesario a la mujer no son, de ninguna manera, el propósito de Dios. Dios no creó a la mujer en sujeción deshonrosa, atada al dolor. La creó a su imagen y semejanza.
La mujer, regenerada por Dios en Cristo
1 Corintios 12.13; Gálatas 3.28. En Cristo, Dios ha vuelto las cosas a su condición original. Por la regeneración de la sangre de Cristo, las personas recuperamos nuestra identidad original. Somos justificados y, por lo tanto, somos reconciliados con Dios, con nosotros mismos y con nuestro prójimo.
Al ser salvos somos llamados a libertad. Por ello resulta incomprensible que las mujeres y los hombres que han sido redimidos, sigan repitiendo los patrones propios de la esclavitud del pecado. La carta a los Gálatas (5.1), nos permite entender que es posible que quienes son libres, sigan viviendo como si aún fueran esclavos. Vivir así es una insensatez, es decir, algo sin sentido. Gálatas 3.1, 13-14
Como hijas de Dios, las mujeres tienen el deber y el derecho de asumir la realidad y la responsabilidad de su liberación plena en Cristo. Le deben a Dios, se deben a sí mismas y deben a quienes estamos a su alrededor, el asumir el compromiso de vivir la libertad integral que Cristo les ha dado la justificarlas. En razón de su redención, las mujeres son libres de los condicionamientos que explican sus temores, sus dependencias, sus condicionamientos. Por la misma razón, las mujeres han recibido lo que necesitan para vivir tal realidad: razones para una nueva manera de pensar, amor a sí mismas y a los demás, poder y autoridad para ejercer su libertad, así como dominio propio (la capacidad para administrar sus emociones, sentimientos y condicionamientos culturales). 2 Timoteo 1.7 Igualmente, quienes somos esposos e hijos y compañeros en el camino de la vida, también debemos y podemos hacer lo que es propio para que, tanto ellas como nosotros, vivamos la realidad de la nueva creación.
Preguntas para la Reflexión
¿Qué significa que yo sea una persona a imagen y semejanza de Dios?
¿Cuáles son aquellas prácticas y/o conductas que en nuestra vida personal, de pareja y familiar, niegan mi dignidad en Cristo?
¿Qué hay que hacer, en lo personal, en la pareja y en la familia, para tratarnos dignamente?
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