Que no se Decepcionen por mi Causa
Salmos 69.1-17
La manera en la que el salmista expresa su dolor es tal que prácticamente cualquiera de nosotros podría hacerla suya. Desesperación, angustia, confusión y hasta reclamos a Dios, revelan la condición que es propia de quienes enfrentan el sufrimiento. Quienes estudian la conducta humana podrían encontrar un elemento característico de la mayoría de las personas que enfrentan la adversidad, el dramatismo. Este es, entre otras cosas, la capacidad que se desarrolla para interesar y conmover vivamente, a quienes están alrededor del que sufre.
El dolor, el sufrimiento, provoca en los individuos una profunda conciencia del yo y en las familias, y/o grupos nucleares, una profunda conciencia del nosotros. Es decir, el sufrimiento tiene la capacidad para hacernos egoístas, para atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás. Quien, y quienes sufren, se convierte en el centro de su interés, espera y aún reclama que los demás lo atiendan… aun a costa de sí mismos. En cierta medida, el sufrimiento nos bloquea y reduce nuestra capacidad empática. Es decir, limita nuestra capacidad para identificar mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro. Nuestro dolor no nos permite considerar siquiera que el otro puede estar sufriendo, ni, mucho menos nos permite compadecernos de quienes nos rodean.
En este sentido, parecería que quien sufre sólo tiene derechos y que su sufrimiento le exime, le libera de cualquier obligación. Se pretende que quien sufre, dada su condición, no sabe, no entiende, no comprende y que, por lo tanto, quienes tienen obligaciones son quienes están alrededor suyo. Sin embargo, el salmista que enfrenta una situación tan desesperada como lo hacen ver sus dramáticas palabras, desmiente tal percepción. Sí, el reclama con la seguridad de que en su sufrimiento requiere de la atención, la comprensión y la ayuda de los demás, aún de Dios mismo. Pero, al mismo tiempo, se esfuerza por mantener su sentido de responsabilidad respecto de aquellos que, de una forma u otra, pueden resultar afectados por la manera en la que él enfrenta su situación trágica.
Para empezar, no se auto victimiza. A diferencia de muchos sufrientes, el salmista reconoce sus limitaciones para entender, saber y actuar. Se califica a sí mismo de necio, Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber. Imprudente, falto de razón. Y como sabe que es así y que su condición de sufriente lo hace aún más vulnerable dada su incapacidad para saber, comprender y actuar convenientemente, es que pide a Dios que le ayude a enfrentar su conflicto de tal forma que no afecte a quienes confían en el Señor y a quienes con ansia lo buscan.
David, el autor de este salmo, vive consciente de su liderazgo, es decir, de la capacidad que tiene para influir en quienes están a su alrededor. Sabe que lo que le pasa y la manera en que lo enfrenta no es una cuestión personal, individual. Sabe que dada la influencia que él tiene sobre los demás, lo que le pasa y hace afecta, altera la vida de los demás. Nuestro Señor Jesús estableció que a quien más se le da, más se le exige. Así, en cuestiones de sufrimiento no tiene la misma responsabilidad quien menos tiene, quien menos sabe o puede, respecto de quien tiene más, sabe más y puede más.
Líderes son las personas a quienes les siguen otros, reconociéndolas como jefes u orientadoras. Padres, madres, esposos, jefes, pastores, discipuladores, etc. Todo aquel que tiene algún nivel de influencia sobre otros, un líder al fin y al cabo, tiene la obligación de enfrentar sus situaciones de crisis de una manera diferente, especial, responsable. Tiene derecho a que se reconozca su sufrimiento, a que se le acompañe, comprenda y sirva, sí. Pero, también tiene la obligación de enfrentar su crisis de tal manera que esta no genere mayores pérdidas a quienes están a su lado.
Al salmista le preocupan, como hemos dicho, los que confían en el Señor y los que con ansia lo buscan. Es decir, se ocupa anticipadamente de lo que podría causarles si no enfrenta su crisis adecuadamente. No quiere que pasen vergüenza por su causa los que confían en el Señor y que no se decepcionen por su culpa los que con ansia buscan a Dios. Cuando enfrentamos situaciones de crisis atraemos los ojos de quienes están a nuestro alrededor. Nuestra condición de discípulos de Cristo perfila sus miradas, dado que el sufrimiento pone a prueba la congruencia y consistencia de nuestra fe. Somos observados tanto por los que creen y temen a Dios, como por aquellos que lo rechazan. Vergüenza es tanto alterar el ánimo, como el causar deshonor. La manera en que enfrentamos la prueba puede desanimar a los que confían en Dios y deshonrar, haciendo mentira, lo que hemos enseñado, compartido y exigido de los demás. En este sentido, la crisis no sólo pone en riesgo nuestra salud, nuestra integridad y nuestros recursos. También pone en riesgo la fe, la convicción y la confianza de aquellos sobre los que ejercemos algún grado de liderazgo, de influencia: hijos, discípulos, hermanos en la fe, etc.
Parecería que la crisis que David vive aumenta su sensibilidad respecto de aquellos que con ansia buscan a Dios. Se refiere a aquellos que están cansados y angustiados bajo el peso de sus propias tragedias y que ven en Dios la única y la última alternativa posible para su dolor. Es decir, se asume responsable y, por lo tanto, sensible ante el dolor de otros. Alguien dijo: Me quejaba por mi falta de zapatos hasta que me encontré a alguien que no tenía pies. No es que el mal del otro encontremos alivio para nuestro propio mal. De lo que se trata es que en nuestras aflicciones podamos contar, también, nuestras bendiciones. Al tomar consciencia de ellas entenderemos que estamos en posibilidad de enfrentar y superar la prueba, por más difícil que esta resulte. Ello, sin lastimar o hacer más pesada la carga de quienes, estando a nuestro lado, también sufren y se han propuesto a Dios como su Salvador y dueño.
Enfrentar el sufrimiento requiere de ética, es decir, de actuar conforme lo que es bueno y moral. Siendo víctimas de las vicisitudes de la vida, también somos responsables de actuar adecuada y oportunamente. Ello implica el que, aún en el sufrimiento, procuremos discernir qué es lo que conviene que digamos y qué lo que conviene callar. Qué es aquello que nos toca decidir y qué lo que debemos delegar en otros. Nuestro sufrimiento no nos autoriza a lastimar a otros, mucho menos a atentar contra la fe y la confianza que ellos tengan en Dios.
En el caso de David, lo que empezó como canto lastimero, termina como una canción de acción de gracias. Dios, dice su Palabra, honra a los que lo honran. 1 Samuel 2.20 Quienes ofrecen su sufrimiento al Señor como una ofrenda grata, cuidando a quienes están a su lado, honran al Señor y serán sostenidos por su fidelidad en el tiempo de la prueba. Y, cuando este haya terminado, se encontrarán que han sido más que vencedores, gracias al amor manifiesto de Dios en Cristo, su Señor y Salvador.
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Etiquetas: Ética Cristiana, Hablemos del Sufrimiento
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