Piedad, Devoción a las Cosas Santas

2 Pedro 1.3-11

Deseo de Dios. Tres palabras que bien pueden describir el sentido de la piedad, de la devoción a las cosas santas. El hombre ha sido diseñado para ser piadoso, para tener sed de Dios. Como bien dice el Catecismo de la Iglesia Católica:

El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.

El pecado, sin embargo, endurece el corazón del hombre y provoca que este pierda la sensibilidad espiritual que da lugar al hambre de Dios. Mientras más se aleja de Dios, menos es la necesidad sentida del ser humano respecto de Dios. No es que quien se aleja de Dios lo necesite menos, sino que, por su pecado, pierde la conciencia y con ella la capacidad para experimentar el vacío de Dios en su corazón.

La disminución del deseo de Dios no significa, necesariamente, ni la ausencia de fe, o de la virtud, ni del conocimiento o el dominio propio, ni siquiera de la paciencia. En efecto, se puede, por ejemplo, hacer el bien (añadir paciencia), sin que ello implique que la persona ha hecho de Dios el bien fundamental, o más preciado de su vida. En efecto, podemos vivir bien, sin que ello signifique que estamos abundando en la relación personal e íntima con Dios.

La razón por la cual Dios nos ha dado vida es su interés y disposición de vivir en comunión con nosotros. Todo lo que él hace está encaminado a fortalecer la relación entre nosotros y él. La Biblia nos enseña que Dios ha llegado al extremo de poner su Espíritu en nosotros y que este nos anhela celosamente. (Stg 4.5)

Como todo el que ama, Dios espera de nosotros una respuesta de amor. Desea que le amemos, que nos apasionemos con las cosas santas. Que tengamos sed de él.

Cuentan que en la India, un hombre adinerado preguntó a un muchacho que vendía agua cuanto costaba un vaso de la misma. Cuando el vendedor le indicó el precio, aquel hombre se molestó y le reclamó que fuera tan cara, aunque a todas luces él podía pagar eso y mucho más por ella. El muchacho ignoró al hombre y siguió ofreciendo su mercancía a otros. De pronto, el hombre lo alcanzó y le exigió que le vendiera un vaso de agua. El muchacho se negó a hacerlo diciéndole: “usted no tiene sed, así que no necesita el agua”. El hombre, sorprendido, le preguntó, ¿por qué aseguras que no tengo sed? Y el muchacho le respondió, “porque si en verdad tuviera sed, el precio no le hubiera parecido caro”.

Quien tiene sed no encuentra reposo, ni se atora, en la búsqueda de su anhelo. Tal es su necesidad, que no satisfacerla representa la ausencia o negación de la vida misma. Bien dice el salmista:

Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela, en tierra seca y árida, donde no hay aguas.

Dios ha dado y da testimonio firme de su sed de nosotros. Estuvo dispuesto a dar testimonio de su amor a nosotros, entregando a su Hijo único por nuestra redención. Día a día obra en y al través nuestro reiterando la realidad de su amor. Ha puesto su Espíritu y este da firme y persistente testimonio de que él nos anhela. Y, ¿acaso habremos de resistirnos a responder de igual manera? ¿Habrá, acaso, deseo más valioso e importante que el deseo de Dios en nuestros corazones?

Anhela a Dios, tiene sed de él quien está dispuesto a necesitar necesitarlo. Quien se esfuerza por escuchar el clamor de su corazón, cuando este le dice:”busca el rostro de Dios, acércate a él”. Escucha quien se entrena para hacerlo, quien dedica tiempo a practicar el escuchar el sonido del amor divino. A quien se esfuerza por identificar la voz de Dios, en medio de tantas otras voces y tantos otros reclamos de quienes también desean el amor de quien escucha.

Pero, también, anhela a Dios quien, aún cuando su alma está saciada de otras aguas, se dispone a buscar a Dios de madrugada. Es decir, antes de todo y siempre en primer lugar. Salmos 63

Dios nos llama a él desde lo más profundo de nuestro corazón. Él nos atrae, pero también nos impulsa a él desde nuestro interior. Lo hace con vehemencia, es decir con fuerza impetuosa. Por ello es que no podemos silenciar, ni su voz que nos llama a él, ni el clamor de nuestro corazón que nos anima a ir a su encuentro. Podemos, sí, negarnos a aceptar que escuchamos; más aún, podemos proponernos ir en dirección contraria a la que Dios nos llama y nuestro corazón nos anima. Pero, hacerlo así siempre resulta una cuestión peligrosa y sumamente dolorosa.

“Saulo, Saulo… dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. Como alguien dijo:

Todo aquel que rehúsa entregarse a Cristo, está de hecho persiguiéndolo tan ciertamente como lo hizo Saulo. Está batallando contra él. No puede perderse nadie sin dar coces contra el aguijón continuamente. A fin de perderse, uno tiene que resistir al Espíritu Santo”.

Por eso es que debemos añadir a nuestra paciencia, la piedad, el deseo de Dios. Si desoímos el llamado de Dios a estar en comunión con él; o si, peor aún, nos rebelamos y negamos a abundar en su presencia, seremos destruidos, desgarrados. Como se destruye toda casa dividida contra sí misma. Pero, si le escuchamos y obedecemos, él promete enseñarnos el camino a escoger, que gozaremos de bienestar, que estaremos en comunión íntima con él y que él nos hará conocer su pacto. Vale la pena, entonces, alimentar en nosotros el deseo de Dios.

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