Miembros los Unos de los Otros

Romanos 12

Siempre conviene, cuando se empieza algo, saber cuál es el propósito que se persigue, en sentido figurado, el lugar a donde se pretende llegar. En el camino de Dios la razón que anima todos nuestros esfuerzos es, siempre, una sola: glorificar a Dios con nuestra vida. Ro 11:36; 1 Co 10:31; Sal 73:25,26 Lo que somos y hacemos como personas, como familia, como iglesia y como miembros de nuestra sociedad, alaba u deshonra a Dios. Así, en realidad cada nueva etapa, cada nuevo esfuerzo o manera de hacer las cosas forman parte de una sola tarea, de un solo propósito: llevar el fruto abundante y permanente con el cual Dios es glorificado. Jn 15.8

Nuestro pasaje es un llamado a la renovación constante. También se ocupa de un hecho fundamental para la vida cristiana: los cristianos somos parte de un todo mayor y más importante que cada uno de nosotros individualmente. Somos el cuerpo de Cristo, somos la Iglesia. Asumirnos “miembros los unos de los otros”, es el primer paso, el cimiento, de nuestra ofrenda a Dios. Pablo se refiere a nuestro “culto racional”. Es esta una expresión importante puesto que Pablo nos exhorta a ser nosotros mismos la ofrenda que entregamos al Señor. No nuestro dinero, no nuestras alabanzas, no nuestros dones, sino nosotros mismos es la ofrenda que Dios espera y quiere recibir.

¿Cómo podemos ofrendarnos a nosotros mismos? ¿Cómo podemos llevar el fruto que honra a Dios? Alguna vez nuestro Señor Jesucristo se refirió al misterio de la fructificación. Aseguró que “si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”. Jn 12.24 Dado que se refería a sí mismo y nosotros somos sus discípulos, sus seguidores, encontramos en tal declaración el misterio de la fructificación: necesitamos morir, disolvernos en el cuerpo de Cristo para poder, unidos a nuestros hermanos en la fe, llevar el fruto que se nos demanda.

Pablo entiende bien esto y por ello nos exhorta a reconocernos “miembros los unos de los otros”. Es decir, a reconocer que “cada miembro está unido a todos los demás”. Esto implica que ninguno de nosotros está completo en sí mismo; por lo tanto que nadie es  sin la participación del otro y que, en consecuencia, nadie puede hacer lo que se le encomienda si no es en colaboración con sus hermanos en la fe y compañeros de camino. Nos necesitamos unos a los otros y solo estamos completos, es decir, cumplimos el propósito divino para cada quien en lo individual y como cuerpo de Cristo, cuando estamos en comunión proactiva unos con otros.

El don de la comunión que Dios nos ha dado en Jesucristo es una obra de gracia, pero también requiere de nuestro esfuerzo y trabajo duro. No se trata, sin embargo, de hacer cosas para fortalecer nuestra comunión. Más bien, se trata de desaprender lo que hemos aprendido acerca de nosotros y de los demás, dado que uno de los principales obstáculos que enfrenta el cuerpo de Cristo, la Iglesia, son los prejuicios. Es decir, las opiniones generalmente desfavorables del otro, que se basan en un conocimiento parcial de él y sus circunstancias.

Para contrarrestar el poder de los prejuicios, el Apóstol nos invita a empezar con la renovación de nuestro entendimiento. Es decir, nos convoca a que cambiemos nuestra manera de pensar acerca de nosotros mismos (no empezamos pensando de manera diferente acerca de los demás). Dice Pablo que “no debemos tener de nosotros más alto concepto que el que debemos tener… que debemos pensar de nosotros mismos con cordura”. Una traducción afortunada de este término es “moderación”. Es decir, evitando el exceso.

Hay quienes se sienten la encarnación de la gracia divina. Otros, por el contrario, se sienten menospreciados por los demás. Ni una, ni otra cosa. Se trata de vernos a nosotros mismos con los ojos de la fe en Cristo. Y esta fe nos enseña que lo que somos y tenemos es pura gracia. Que en Cristo hemos sido justificados, que Cristo quita lo que está de más y añade lo que hace falta. Es decir, que nos iguala, nos equipara. Por eso es que podemos estar en comunión, porque somos de la misma calidad, somos hijos de Dios y hermanos en la fe.

En cada nueva etapa de nuestra vida cristiana somos llamados a honrar a Dios, hemos dicho. Les animo a que lo honremos asumiéndonos miembros los unos de los otros. A ver y considerar a nuestros compañeros de camino como a nosotros mismos. A que vivamos en plenitud la bendición recibida por nuestra salvación pues a nosotros, que en otro tiempo estábamos lejos, ahora Dios nos ha acercado “mediante la sangre de Cristo”. Ef 2.13

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