Fe y Poder

Pastor Adoniram Gaxiola

En realidad, sin fe es imposible agradar a Dios,

ya que cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer

que él existe y que recompensa a quienes lo buscan. Hebreos 11.6

Generalmente el binomio fe y poder nos lleva a pensar en esas alteraciones de la realidad a las que llamamos milagros. Asociamos la fe con el poder hacer cosas extraordinarias: sanidades, resolución de conflictos, obtención de recursos, etc. Tiene más fe, hemos aprendido a pensar, aquel que le pide a Dios que intervenga en su vida en situaciones de crisis, obteniendo una respuesta favorable y a modo de parte del Señor.

Nuestro pasaje, sin embargo, contiene una declaración de fondo que nos obliga a un nuevo enfoque respecto del poder de la fe. El autor sagrado asegura: sin fe es imposible agradar a Dios. Si redactamos la misma de manera positiva, esta declaración sería: la fe hace posible el que agrademos a Dios. Este no es un punto de menor importancia. La Biblia nos enseña que el propósito del hombre, la razón de su existencia es que glorifique a Dios. Isaías transmite las palabras del Señor: Este pueblo he creado para mí;  mis alabanzas publicará. Isa 43.21 Tal declaración complementa la comprendida en el capítulo 60.21, cuando dice: renuevos de mi plantío, obra de mis manos, para glorificarme. El Catecismo de Westminster dice al respecto: El fin principal del hombre es el de glorificar a Dios, y gozar de él para siempre.

Así, la razón de ser de la fe consiste en capacitar al hombre para que pueda cumplir el propósito para el cual ha sido creado. Sin fe nadie puede agradar a Dios, asegura la Biblia. De ahí que sin fe, nadie puede cumplir plenamente su cometido en la vida, nadie puede realizarse en tanto ser humano. Lo que el autor de la Carta a los Hebreos dice es que la fe ayuda a la persona a ser y hacer aquello que glorifica a Dios. No se refiere solamente a la capacidad para realizar cosas extraordinarias y aún sobrenaturales, sino a la capacidad de vivir lo cotidiano de manera extraordinaria. De convertir lo natural en algo sobrenatural por cuanto la forma en la que el cristiano vive, se relaciona con sus semejantes y realiza su trabajo adquiere una nueva dimensión de testimonio del poder, el amor y la presencia de Dios en medio de los hombres.

En la Biblia, los milagros son señales. Es decir, son signos que representan otra cosa, indicio de algo. Fenómenos que nos permiten conocer o inferir lo que no conocemos o podemos ver. De ahí que los milagros, en tanto señales, no son un fin en sí mismos. Son recursos al servicio del creyente que tienen como objetivo principal el animar, enseñar y aún provocar que las personas glorifiquen a Dios reconociendo que él es el Señor y nosotros sus siervos.

Es en tal sentido y con tal propósito es que el creyente recibe el poder de hacer milagros, señales. La fe, en tanto certeza de lo que se espera y convicción de lo que no se ve, produce un doble efecto en el creyente. Primero, le anima a buscar que Dios sea glorificado en él y por él; luego, le hace creer que Dios obrará de manera extraordinaria para revelarse a sí mismo al ser humano. Ambos elementos se traducen y hacen evidente el poder que mora en el creyente.

Nosotros podemos y debemos creer que Dios dará, al través nuestro señales, extraordinarias de su poder y e interés a favor de los hombres. Podemos estar seguros que cuando nuestro propósito principal en la vida es agradar a Dios y vivimos de manera consecuente con ello, los recursos de Dios estarán a nuestra disposición. Que podremos invocar su nombre y ver como lo natural se somete a lo espiritual. Podemos orar por los enfermos y ver que sanen. Podemos orar por la conversión de las personas, y ver que ellas se vuelven a Dios. Podemos interceder por quienes están en conflicto, y ver que son liberados del mismo.

¿Qué explica el que las cosas puedan ser así? En realidad el asunto es bastante simple. Quien se propone y compromete a agradar a Dios en todo, se sintoniza con Dios. Es decir, coincide en pensamientos y sentimientos con el Señor. Entiende el corazón de Dios y, por lo tanto, conoce su voluntad. En consecuencia no hace sino lo que Dios está haciendo. Se suma al quehacer divino. Es el caso de nuestro Señor Jesucristo. Él mismo dijo: No puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre;  porque todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente. Jn 5.19. Tal declaración resulta doblemente importante. Primero, porque Jesús testifica la unidad esencial que hay entre él y el Padre. Se refiere, por lo tanto al hecho de que el Padre está en él. Lo mismo pasa con el creyente que busca agradar a Dios, su comunión es tal que el Espíritu Santo hace su morada en él mismo. El cristiano es un cristóforo, es el que lleva a Cristo. Además, nuestro Señor se refiere al poder hacer del creyente, en cuanto este hace lo que ve hacer al Padre. Es decir, los milagros se originan en Dios mismo y lo tienen a él como razón de hacer.

Esto nos lleva a considerar, brevemente, la cuestión de los milagros que hacen muchos y que se convierten en un fin en sí mismos o que tienen el poder de engañar a las personas. Engañarlas no solo en cuanto que las llevan a adorar a ídolos: la Santa Muerte, tales o cuales advocaciones de la Virgen, fuerzas espirituales varias, etc. Sino que las llevan a considerar que los milagros son derechos adquiridos por los creyentes y a seguir lo espectacular como el sustento de la fe.

Nuestro Señor Jesús advirtió a sus discípulos que, en los últimos tiempos, se levantarían falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios y podrán engañar aún a los escogidos. Desde luego, quienes así proceden no buscan agradar a Dios en todo, sino beneficiarse del amor y del poder divino. Por lo tanto, los cristianos somos llamados a examinar [comprobar] qué es lo que agrada al Señor. Efesios 5.10. Más aún, la Palabra nos exhorta: Queridos hermanos, no crean a cualquiera que pretenda estar inspirado por el Espíritu, sino sométanlo a prueba para ver si es de Dios, porque han salido por el mundo muchos falsos profetas. 1 Juan 4.1

En Conclusión

La fe es un don de Dios que provee poder al creyente para vivir agradando a Dios en todo lo que es y hace. Para hacer lo que agrada a Dios, el creyente requiere de un poder extraordinario, mismo que adquiere cuando están en comunión con Dios. A mayor comunión, mayor poder. Por lo tanto, es en la comunión con Dios que el creyente adquiere la capacidad para realizar cosas extraordinarias, las señales o milagros que testifican el poder, el amor y el interés del Señor en el aquí y ahora de las personas.

San Estanislao de Kotska, aseguraba: he nacido para cosas mayores (ad maiora natus sum). La fe nos hace ver lo que no vemos y aspirar a lo que no hemos alcanzado. La fe ilumina y sostiene nuestros sueños, nuestros deseos. No solo ello, los posibilita cuando estos tienen como propósito agradar a Dios. Les animo a tener fe, a abundar en la comunión con Cristo, sabiendo que hemos nacido para cosas mayores.

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