Que no pasen vergüenza por mi culpa
La manera en la que el salmista expresa su dolor es tal que prácticamente cualquiera de nosotros podría hacerla suya. Desesperación, angustia, confusión y hasta reclamos a Dios, revelan la condición que es propia de quienes enfrentan el sufrimiento.
Quienes estudian la conducta humana podrían encontrar un elemento característico de la mayoría de las personas que enfrentan la adversidad, este es el dramatismo. Es decir, la capacidad que se desarrolla para interesar y conmover vivamente, a quienes están alrededor del que sufre.
El dolor, el sufrimiento, provoca en los individuos una profunda conciencia del yo y en las familias, y/o grupos nucleares, una profunda conciencia del nosotros. Es decir, el sufrimiento tiene la capacidad para hacernos egoístas, para atender desmedidamente al propio interés, sin cuidarse del de los demás.
Quien, y quienes sufren, se convierte en el centro de su interés, espera y aún reclama que los demás lo atiendan… aun a costa de sí mismos.
En cierta medida, el sufrimiento nos bloquea y reduce nuestra capacidad empática. Es decir, limita nuestra capacidad para identificar mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro. Nuestro dolor no nos permite considerar siquiera que el otro puede estar sufriendo, ni, mucho menos nos permite compadecernos de quienes nos rodean.
En este sentido, parecería que quien sufre sólo tiene derechos y que su sufrimiento le exime, le libera de cualquier obligación. Se pretende que quien sufre, dada su condición, no sabe, no entiende, no comprende y que, por lo tanto, quienes tienen obligaciones son quienes están alrededor suyo, los que no sufren como él.
Interesante resulta el que quien se encuentra al otro extremo del sufrimiento, quien disfruta de gran gozo, éxito o abundancia, también se vuelve egoísta, también considera que quienes le rodean están ahí para afirmar su éxito, sus logros y el merecimiento que los explica.
No se detiene a preguntar: ¿por qué él y no los demás? goza de lo alegra, satisface y empodera. Simplemente asume que es su derecho, que ya le tocaba, o, como decimos con frecuencia los mexicanos, al fin le hizo justicia la revolución.
Llama la atención que, en su crisis profunda, el salmista perciba que la vida se trata de mucho más que de él. No niega su sufrimiento ni renuncia a la atención que considera necesaria de parte de los demás, dada su condición.
Pero, de manera inesperada, hasta incomprensible, en la intensidad del momento que vive, momento que pareciera estar sólo lleno de él, se ocupa de los otros y, al hacerlo, asume, hace suyo, que la intensidad de su experiencia no le exime de la responsabilidad que tiene acerca de la fe de los demás.
Adquiere consciencia de que la forma en la que enfrenta ese momento toral de su vida contiene una dimensión espiritual que tiene el poder de afectar, para bien o para mal, a quienes están en la esfera de su influencia.
No deja de llamar mi atención que el salmista, tan frágil, esté tan consciente del poder de su influencia sobre los demás. Entiende y atiende el hecho de que la manera en que vive su particular experiencia puede determinar, ni más ni menos, el cómo de la relación de otros con Dios.
Un elemento fundamental que permite al salmista tomar tal consciencia es que el salmista reconoce que su vida es mucho más que el momento que enfrenta. Vive un momento de profundo sufrimiento, sí; merece ser reconocido como una víctima del acoso injusto de sus enemigos, cierto. Pero, reconoce que también ha sido necio y pecador. Reconoce que ha sido insensato, que su vida no siempre ha estado en equilibrio.
Así que hay en él una vulnerabilidad que lo ubica en una condición de especial riesgo al enfrentar el momento intenso que está viviendo. Quien en la normalidad de la vida no ha sabido o podido mantener el equilibrio, poco seguro puede estar de que logrará mantenerlo al estar bajo las presiones extraordinarias de la vida.
El salmista sabe que su condición de sufriente lo hace aún más vulnerable dada su incapacidad para saber, comprender y actuar convenientemente. Quizá trae a la memoria situaciones pasadas en las que, estando bajo presión, tampoco supo actuar como era conveniente.
Quizá recuerda el impacto que tuvo su manera de reaccionar en otros momentos intensos de su vida, sobre los que lo rodeaban. Por eso es que pide a Dios que le ayude a enfrentar su conflicto de tal forma que no afecte a quienes confían en el Señor y a quienes con ansia lo buscan.
David, el autor de este salmo, vive consciente de su liderazgo, es decir, de la capacidad que tiene para influir en quienes están a su alrededor. Sabe que lo que le pasa y la manera en que lo enfrenta no es sólo una cuestión personal, individual, íntima. Sabe que dada la influencia que él tiene sobre los demás, lo que le pasa y hace afecta, altera la vida de los demás.
Aquí conviene recordar que nuestro Señor Jesús estableció que a quien más se le da, más se le exige. Así, tanto en situaciones de sufrimiento, como de gozo profundo, no tiene la misma responsabilidad quien menos tiene, quien menos sabe o puede, respecto de la que tiene quien tiene más, quien sabe más y quien puede más.
Según nuestro Señor Jesús, los cristianos somos líderes. Líderes son las personas a quienes les siguen otros, reconociéndolas como jefes u orientadoras. Padres, madres, esposos, jefes, pastores, discipuladores, etc. Todo aquel que tiene algún nivel de influencia sobre otros, un líder, al fin y al cabo, tiene la obligación de enfrentar sus situaciones de crisis de una manera diferente, especial, responsable.
Tiene derecho a que se reconozca su sufrimiento, a que se le acompañe, comprenda y sirva, sí. Y tiene, también, el derecho de que se reconozcan sus logros y razones de gozo. Pero, tiene también la obligación de enfrentar su trance de tal manera que este no genere pérdidas, confusión o desánimo en quienes están a su lado.
Al salmista le preocupan, como hemos dicho, los que confían en el Señor y los que con ansia lo buscan. Es decir, se ocupa anticipadamente de lo que podría causarles si no enfrenta su trance, su momento crítico y decisivo, adecuadamente. No quiere que pasen vergüenza por su causa los que confían en el Señor y que no se decepcionen por su culpa, que no dejen de hacerlo, los que con ansia buscan a Dios.
Cuando enfrentamos situaciones de crisis, es decir cambios profundos y determinantes, atraemos los ojos de quienes están a nuestro alrededor. Nuestra condición de discípulos de Cristo perfila sus miradas, dado que el sufrimiento y el éxito ponen a prueba la congruencia y consistencia de nuestra fe. Somos observados tanto por los que creen y temen a Dios, como por aquellos que lo rechazan
Vergüenza es tanto alterar el ánimo, como el causar deshonor. Así que el salmista no quiere alterar el ánimo, desanimar o confundir, a quienes lo observan. La manera en que enfrentamos la prueba puede desanimar a los que confían en Dios y deshonrar, haciendo mentira, lo que hemos enseñado, compartido y exigido de los demás.
En este sentido, la crisis no sólo pone en riesgo nuestra salud, nuestra integridad y nuestros recursos. También pone en riesgo la fe, la convicción y la confianza de aquellos sobre los que ejercemos algún grado de liderazgo, de influencia: hijos, discípulos, hermanos en la fe, conocidos, etc.
Parecería que, en particular, la crisis que David vive aumenta su sensibilidad respecto de aquellos que con ansia buscan a Dios. Se refiere a aquellos que están cansados y angustiados bajo el peso de sus propias tragedias y que ven en Dios la única y la última alternativa posible para su dolor. Esas personas, muchas de las cuales nos rodean, son responsabilidad nuestra. Su fe depende, también de nosotros.
Consciente de ello, David, se asume responsable y, por lo tanto, sensible ante el dolor de otros. Alguien dijo: Me quejaba por mi falta de zapatos hasta que me encontré a alguien que no tenía pies. No es que en el mal del otro encontremos alivio para nuestro propio mal. De lo que se trata es que en nuestras aflicciones podamos contar, también, nuestras bendiciones. Y viceversa, que en nuestros tiempos de bendición consideremos que estos no excluyen los días malos.
Como David, cuando nosotros tomemos consciencia de ello entenderemos que estamos en posibilidad de enfrentar y superar la crisis, por más difícil que esta resulte. Ello, sin lastimar o hacer más pesada la carga de quienes, estando a nuestro lado, también sufren y se han propuesto a Dios como su Salvador y dueño.
Enfrentar el sufrimiento requiere de ética, es decir, de un actuar conforme a lo que es bueno y moral. Siendo víctimas de las vicisitudes de la vida, también somos responsables de actuar adecuada y oportunamente.
Ello implica el que, en nuestras crisis, procuremos discernir qué es lo que conviene que digamos y qué lo que conviene callar. Qué es aquello que nos toca decidir y qué lo que debemos delegar en otros. Ni nuestro sufrimiento ni nuestro gozo nos autorizan a lastimar a otros, mucho menos a atentar contra la fe y la confianza que ellos tengan o puedan llegar a tener en Dios.
En el caso de David, lo que empezó como canto lastimero, termina como una canción de acción de gracias. Dios, dice su Palabra, honra a los que lo honran. 1 Samuel 2.20 Quienes ofrecen su sufrimiento al Señor como una ofrenda grata, cuidando a quienes están a su lado, honran al Señor y serán sostenidos por su fidelidad en el tiempo de la prueba. Y, cuando este haya terminado, se encontrarán que han sido más que vencedores, gracias al amor manifiesto de Dios en Cristo, su Señor y Salvador.
Como creyentes somos responsables del cómo vivimos los momentos torales de nuestra vida, los éxitos y los fracasos, las alegrías y las tristezas. De ahí la importancia de que nos propongamos vivirlos de tal manera que en ellos Dios sea glorificado. Así seremos ejemplo a imitar de quienes nos rodean y no motivo de vergüenza y desánimo de los que con ansia buscan al Señor.
A esto los animo, a esto los convoco.
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