¿A quién adora mi familia?

Como sabes, estamos considerando la relación existente entre la fe y la familia. Obviamente lo hacemos desde nuestra pretensión de ser cristianos, es decir, de creer y practicar las enseñanzas de Jesucristo. Ello perfila nuestro acercamiento al establecer los fundamentos a considerar en el cómo del ser de nuestra familia.

Hemos propuesto que son tres los elementos fundamentales de una fe sana, facilitadora y empoderante de las familias funcionales y capaces de dar testimonio de Cristo. Estos elementos son el cultivo de los principios bíblicos relativos a las relaciones humanas, la adoración como forma de vida y la congruencia entre la fe y la vivencia cotidiana.

Hoy nos ocupamos del segundo de tales elementos, la adoración como forma de vida de la familia y sus integrantes. Pudiera parecer que no existe relación entre devoción y familia, ello porque generalmente consideramos el término adoración como un término religioso y litúrgico. Es decir, con algo que tiene que ver con lo que hacemos en la iglesia, cuando rendimos culto a Dios.

Pero, según el diccionario, la esencia del término adoración es el rendir homenaje o reverenciar a alguien o a algo, mostrando profundo respeto y veneración. Comprender esto nos ayuda a entender mejor la estrecha relación existente entre la adoración y la vida familiar.

El ser humano es un ser que adora, que ha sido diseñado para adorar. Si adorar es reverenciar, entonces quien adora expresa en el todo de su vida un sentimiento profundo de respeto y admiración a aquel o aquello que es el objeto de su adoración. Por lo tanto, quien adora hace la vida en función de aquel o de aquello que más respeta y admira.

Por el pecado, el hombre no sólo adora o reverencia a Dios, también adora a los dioses que él mismo se ha creado. A veces los adora en lugar de adorar a Dios, otras veces, pretende, adora a Dios, al mismo tiempo que adora a sus propios dioses. El ser humano en su rebeldía se ha negado a reconocer a Dios como su Señor, como su razón de ser, pero, paradójicamente, se ha construido en montón de ídolos a los que adora.

Al respecto el Dr. Pablo Martínez asegura: Las personas se jactan de no creer en Dios, pero no dejan de crear sus propios dioses. Esta es una cuestión delicada porque, en principio, la persona no tiene consciencia, no se da cuenta, de que está fabricando y adorando sus propios ídolos, sus propios dioses

Debemos a Timothy Keller, una relación de los que podrían ser los dioses más comunes en nuestros días: el amor, el dinero, el éxito, el poder y la fama, etc. Creo que podemos estar de acuerdo que estos son ídolos que se adoran tanto en lo personal como familiarmente. Conocemos a personas que viven para el amor, a otras que viven para el dinero, para el poder, etc.

También conocemos a familias, quizá las nuestras mismas, cuya de razón de ser, el objetivo más importante es el cultivo del amor entre los miembros de la familia, o el conseguir más y más posesiones o influencia o poder. Desde pequeños, los miembros de la familia son educados para obtener lo que la familia considera lo más importante. Recuerdo a un hombre que aseguraba que, en esta vida, el mejor amigo del hombre es un peso en la bolsa.

Como hemos dicho, una cuestión delicada es que, quienes hacen de tales cosas sus ídolos, la razón de ser de sus vidas, no tienen consciencia de su idolatría. De su amor excesivo y vehemente a alguien o a algo. Hay quienes hacen de sí mismos su propio ídolo. Conocemos a madres de familia que aman de manera excesiva a sus hijos. Lo hacen a costa de sí mismas y así contribuyen a la inmadurez mental, emocional y afectiva de los suyos. Pero, no se dan cuenta de ello.

Conocemos a personas que hacen del trabajo su razón de ser. Toda su vida gira alrededor del trabajo. Por el trabajo sacrifican sus relaciones familiares, la atención debida al cónyuge, a los hijos, a sus padres, etc. También están los que hacen del dinero su todo. Siempre quieren más, nunca les resulta suficiente lo que tienen. Todo lo miden por el dinero que representa.

Otros adoran la educación, se esfuerzan por adquirir conocimientos, acumulan carreras u oficios. Pero lo hacen sacrificando, a veces, su propia salud, su estabilidad emocional y afectiva, y, en no pocos casos, la salud de sus relaciones familias.

Alguien podría preguntar: ¿qué tiene de malo el desear ser amados y amar, o el querer superarse teniendo una mejor educación o más dinero y mejores cosas? La pregunta es válida, porque todos necesitamos amar y ser amados, satisfacer nuestras inquietudes intelectuales y nuestras necesidades materiales. Estas cosas que son legítimas y naturales, se convierten en ídolos cuando se convierten en la razón de ser de la persona o de la familia.

Cuando se vive para ellas y en función de las mismas. Cuando no hay cosa más importante en la vida que el amor, la educación, el reconocimiento, el dinero, las posesiones, etc.

Todas nuestras familias adoran, porque todo lo hacen alrededor de alguien o de algo. Estén conscientes o no de ello. Cuando las familias, y sus integrantes, adoran ídolos pronto descubren que los mismos no los satisfacen y que siempre demandan algo más de ellos.

Los ídolos son adictivos, crean necesidades compulsivas y hábitos. Hacen a las personas dependientes en una espiral de demanda, insatisfacción mayor demanda, mayor insatisfacción.

Así, los ídolos destruyen a las personas y a las familias. Es común escuchar de los hombres que han caído en adulterio, la misma explicación con sus variantes: es que no me sentía amado, apreciado, valorado. También es común escuchar a quienes se esfuerzan por tener más: dinero, títulos, reconocimiento, belleza, salud, etc., que lo necesitan porque lo que tienen no les alcanza, no es suficiente.

Entonces se da esa constante de entrega – sacrificio – desencanto. Constante que se vuelve en el cuento de nunca acabar y que conlleva la tragedia que creer el engaño de que, si nos esforzamos más, de que, si tenemos más de aquello que buscamos, estaremos mejor y seremos más felices, cuando lo que pasa es precisamente lo contrario.

Las familias cristianas, y quienes de entre sus miembros se asumen cristianos, debemos detenernos y preguntarnos, confrontarnos, respecto de a quién o a qué adoramos. Porque quien es, o lo que es, el objeto de nuestra adoración nos explica y explica tanto las dinámicas familiares -las formas de relación-, como los logros reales y los fracasos de nuestra vida, tanto como individuos como familias.

Como hemos dicho, todos los seres humanos hemos sido diseñados para adorar. La cuestión toral, la más importante, es que hemos sido diseñados para adorar a Dios, al Dios de Jesucristo. Así que cualquier otra adoración es una perversión del propósito divino y, por lo tanto, se convierte en ofensa a Dios y en maldición para nosotros mismos.

Maldición es un término feo, desagradable, pero debo usarlo aquí por cuanto quien adora a alguien o algo que no sea el Dios de Jesucristo, está bajo maldición.

La Biblia abunda en declaraciones que resultan fundamentales para vivir una vida plena, sana y satisfactoria. La primera tiene que ver con el origen y el propósito de nuestra existencia. Romanos 11.36, en la traducción NBV, nos ayuda a comprender mejor esto, dice: Porque, todo fue creado por Dios, existe por él y para él. ¡A él sea la gloria siempre! Así sea.

Mientras que Isaías 43.7 NTV, asegura: Traigan a todo el que me reconoce como su Dios, porque yo los he creado para mi gloria. Y nos recuerda: Fui yo quien los formé. Somos creados por Dios y esto determina tanto que, a él, y sólo a él, debemos nuestra adoración, como la forma de la misma. A este respecto, la forma de nuestra adoración, conviene considerar Juan 4.24: Dios es Espíritu; y es necesario que los que lo adoran, lo adoren en espíritu y en verdad.

La indicación de adorar en espíritu, se refiere a hacerle con plena consciencia y de manera integral, con el todo de la vida. La indicación de adorar en verdad, se refiere a la importancia de hacerlo sincera y adecuadamente. Para quienes estamos en Cristo, esto significa vivir de tal manera que Dios sea honrado en el todo de nuestra vida y que todo lo hagamos a la manera de Cristo.

Así que es legítimo que nos ocupemos de amar y ser amados, que nos superemos intelectual, profesional, económicamente, etc. Siempre y cuando la motivación de nuestro esfuerzo sea el que Dios sea honrado en lo que hacemos y de que así demos testimonio de que Cristo habita en nosotros. Por lo tanto, amarnos a nosotros mismos y amar a los nuestros no debe ser más importante que el amar a Dios.

Prosperar, intelectual, material, en reconocimiento, etc., siempre debe estar orientado para que en lo que hacemos, Dios se glorificado y que nuestra prosperidad se convierta en un instrumento para dar a conocer a Cristo a quienes no lo conocen.

Alguien ha dicho: La adoración a Dios va más allá de rituales o momentos específicos; implica una entrega total de la vida, reconociendo su señorío y grandeza. Implica amor, reverencia, servicio y devoción a Dios. La adoración en espíritu y verdad, según Juan 4:24, significa adorar a Dios desde lo más profundo del corazón, con sinceridad y autenticidad, reconociendo su naturaleza espiritual. La adoración también implica buscar su voluntad y vivir en obediencia a sus mandamientos. La adoración es un estilo de vida que abarca todas las áreas de la vida del creyente. No se limita a los momentos de culto en la iglesia, sino que debe manifestarse en el trabajo, las relaciones personales y todas las acciones diarias. Alabar y adorar a Dios con gratitud y alegría es una respuesta natural a su amor y gracia. 

Resulta relativamente sencillo darnos cuenta de quién o qué es el objeto de nuestra adoración. Como personas y como familia sólo tenemos que preguntarnos qué es lo más importante en nuestras vidas. Quién es aquel o qué es aquello sin lo cuál no podríamos vivir. Como veremos el domingo próximo, si Dios nos lo permite, aquí resulta de particular importancia considerar el tema de la congruencia entre lo que decimos creer y los valores que norman el día a día de nuestras vidas.

Esto es importante porque adoraciones discordantes y objetos de culto diferentes producen relaciones familiares conflictivas y hasta tóxicas. No pocas de nuestras familias están enfrentando este conflicto, el de las adoraciones discordantes, el que sus miembros rindan cultos diferentes.

Por eso, y consciente de que queda mucho por decir, permítanme recomendar aquí que como familia convengamos a quién o a qué vamos a adorar, tanto en lo individual como familiarmente.

Conviene hablar de ello, encararlo. Porque, como hemos dicho, adoramos a alguien o a algo, hablemos de ello o no. ¿Es nuestro hogar un panteón -un lugar donde habitan muchos dioses- o nuestro hogar es casa de Dios y puerta del cielo? Conviene acordar a quién se adorará como norma de la familia. Desde luego, lo mejor será que, como Samuel, también nosotros digamos: Yo y mi casa, serviremos a Jehová.

A esto los animo, a esto los convoco.

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