Por gracia, somos iglesia

Quien nace de nuevo es incorporado a la iglesia. Este es un don de gracia, recibido de Dios, el de ser incorporados a la comunión del cuerpo de Cristo. Pero, también es un propósito que demanda la voluntad, la intención y la consagración de quien ha nacido de nuevo. Al igual que la dupla agua y Espíritu, la comunión de la que gozan los discípulos de Cristo requiere tanto de la participación del Señor como de la de quien ha nacido de nuevo.

La Iglesia es mucho más que una organización humana. Es el pueblo de Dios. Es un cuerpo místico, santo y sumamente valioso para el Señor. Quien viene a Cristo, viene a la Iglesia. Ambas incorporaciones, a Cristo y a su Iglesia, son gracia, debo insistir en ello, porque es por la misericordia divina que somos salvos e insertados en el cuerpo de Cristo de manera inmerecida.

Quien recibe tal gracia es llamado a vivir de una manera especial, honrando a Dios en todo lo que es y hace, y, sobre todo, haciendo suyo el propósito mismo del Señor: la redención de quienes vagan sin Dios y sin esperanza. Efesios 2.12

A diferencia de la gran mayoría de las organizaciones sociales, la Iglesia no tiene como razón de ser a sus propios miembros. La Iglesia es, ante todo, un espacio de servicio. En ella, los miembros son capacitados, fortalecidos y entrenados en aras de que, individual y corporativamente, cumplan la tarea que se les ha encargado. Es esta, por lo tanto, la primera consideración que somos llamados a hacer al considerar que somos Iglesia.

En efecto, no debemos olvidar que el cuerpo de Cristo está al servicio de Cristo. Que la Iglesia no es un espacio confortable, ni una organización dedicada al bienestar de sus miembros. No, la Iglesia es ese ejército al servicio de Dios, dedicado, en cuerpo y alma, a anunciar las obras maravillosas de Dios. La tarea principal de la iglesia es hacer discípulos y a ello es llamada a dedicarse. Primero, compartiendo las buenas nuevas de salvación a quienes no sirven a Cristo y después edificando, es decir, capacitando a los ya salvos para que se edifiquen mutuamente.

Quienes olvidan esto encuentran que, al permanecer en la Iglesia, haciendo de su propio bienestar la razón de su permanencia y servicio, terminan confundidos, decepcionados y llenos de amargura. Es que están fuera de lugar. Hay una contradicción en ellos mismos y entran en contradicción con el resto del cuerpo de Cristo.

Como ya hemos dicho y conviene recordar, somos Iglesia para servir. Siendo el primer espacio de nuestro servicio la proclamación del evangelio de Jesucristo. Somos llamados para convertirnos en quienes comunican las buenas nuevas de salvación a quienes están en pecado, lejos de Dios y sin esperanza. Aquí debemos detenernos e incomodarnos ante la realidad de que, en poco, casi en nada, cumplimos con esta tarea soberana: la de predicar el evangelio y hacer discípulos que sigan a Cristo.

El segundo espacio de tal servicio es el que se ocupa de la edificación del cuerpo de Cristo. Es decir, todo aquello que hacemos, animados por el Espíritu Santo, para que, junto con nuestros hermanos en la fe, crezcamos en todo, en y en dirección a Cristo, que es la cabeza del cuerpo. Efesios 4.15ss

Dios ha concedido a la iglesia los que llamamos dones espirituales. Se trata de capacidades especiales que encuentran su origen en Dios mismo y que son dadas al través de su Espíritu Santo. Es decir, es Dios mismo quien actúa en los miembros de la iglesia dándoles capacidades que no pueden ser adquiridas por ellos mismos. No se pueden adquirir mediante el aprendizaje o el entrenamiento. Son dadas de manera sobrenatural para que así el creyente pueda realizar tareas sobrenaturales en favor de la edificación, el crecimiento integral, del cuerpo de Cristo y así pueda cumplir con la tarea encomendada.

Resulta muy interesante que, después de referirse a tales capacidades especiales y animar a corintios para que busquen los dones que son de más ayuda (1 Corintios 11.31 NTV), el Apóstol Pablo quiera mostrarles el que él considera una manera de vida que supera a todas las demás. Esta es la vida sustentada en el amor, en la caridad mutua. La palabra que se traduce a nuestro idioma como amor, es ágape. Podemos considerar desafortunada tal traducción, porque el término ágape debiera traducirse como caridad.

Sabemos que el término caridad tiene mala fama por cuanto se asocia a la limosna. A nadie le gusta que le tengan caridad. Sin embargo, conviene reconsiderar este asunto porque, bíblicamente hablando, la caridad no es otra cosa sino el amor fraternal. Pablo nos anima a relacionarnos con cariño, con buena voluntad, con benevolencia.

La tarea de hacer discípulos, tanto cuando se trata de compartir el evangelio con quienes no lo conocen; como el edificar al cuerpo de Cristo, sólo puede ser realizada si se tiene caridad, o, dicho de otra manera, amor ágape. Es decir, la misma clase de amor con el que Dios nos ha amado. Por amor, Dios se interesó tanto en nosotros que ofrendó a su propio Hijo en nuestro rescate. Por amor, Dios capacita a la iglesia con los dones espirituales que la enriquecen, fortalecen y hacen crecer.

Así que nuestro ser iglesia es una cuestión de amor. Somos iglesia porque somos amados por nuestro buen Dios. Somos iglesia para amar: para amarnos los unos a los otros y para amar a los que todavía no vienen al conocimiento de la verdad en Cristo.

A quienes estamos en Cristo, Dios, en su Palabra, nos llama a examinarnos a nosotros mismos. 2 Corintios 13.5 Este examinarnos a nosotros mismos, ponernos a prueba y someternos a examen (BHTI), no es otra cosa que el cuestionarnos con humildad: ¿Por qué y para qué soy Iglesia y estoy en la Iglesia? ¿Cómo estoy cumpliendo la tarea que Dios me ha encomendado? ¿Qué clase de mayordomo soy respecto de los dones que he recibido? ¿Cuál es mi aporte cotidiano a la edificación del cuerpo de Cristo, de mis hermanos en la fe? Hacernos tales cuestionamientos resulta indispensable porque la iglesia la formamos todos. Cada uno aporta a la salud o a la enfermedad de la misma.

Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es mucho más que nosotros en tanto personas. Es también espacio del quehacer divino. Dios actúa en y al través de la Iglesia. Dios conoce nuestra condición, sabe de nuestro cansancio, de nuestra pérdida de fe, de nuestras luchas cotidianas, sí. Pero, él no ha renunciado a su propósito con y al través de la Iglesia. Sigue trabajando para presentársela a sí mismo como una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga. Efesios 5.25ss

Toca a nosotros tomar una decisión vital respecto de nuestro ser Iglesia. O entramos en sintonía con el Señor, o nos rebelamos a su autoridad y propósito. Nada va a destruir a la Iglesia. Ni siquiera nuestra falta de discernimiento, mucho menos nuestra falta de compromiso, fidelidad y santidad.

Somos nosotros los que necesitamos de la Iglesia, por lo que, para permanecer en ella debemos estar dispuestos a la negación de nosotros mismos. Es decir, debemos estar dispuestos a ver, primero, por el bien de los demás miembros del cuerpo de Cristo. En su bien es que encontramos el nuestro propio.

Hablo a cada uno de ustedes en particular y les exhorto: descifremos, entendamos, correctamente qué es el cuerpo de Cristo. Apreciemos el privilegio que hemos recibido al formar parte del cuerpo de Cristo. Hagamos nuestra la tarea específica que Dios nos ha encargado, personal y congregacionalmente, al injertarnos en la Iglesia.

Volvamos a Dios y hagamos lo que él nos ha llamado a hacer. No vale la pena permanecer en la Iglesia si no estamos dispuestos a servir al Señor en lo que, y como, él nos ha llamado a servir.

Pero tampoco sería sabio el decidir apartarse de la Iglesia, para evitar el conflicto de permanecer a contracorriente en la misma. No, es este un tiempo de conversión, de volvernos a Dios, de ocuparnos de recuperar nuestro primer amor. Son estos tiempos de oportunidad para nosotros.

Dios, en su amor, compasión y paciencia, hoy nos da la oportunidad de venir a él y unirnos en él. Nos da, entonces, la oportunidad de comprobar que permanecer en la Iglesia, sirviendo, es fuente de bendición, regocijo y gratitud creciente ante el hecho de su fidelidad.

A esto los animo, a esto los convoco.

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