Relevantes o irrelevantes, nuestra elección
Efesios 4.12 TLA
Las tinieblas no avanzan, la luz es la que retrocede.
Es un hecho que la iglesia cristiana, hoy en día, es más conocida, se hace presente en más lugares, es tomada más en cuenta por gobiernos, empresas y la sociedad, pero, al mismo tiempo, es más y más irrelevante. Lamentablemente, la iglesia, cada vez más, resulta menos importante e influye menos en la realidad social de la que participa.
Ejemplo actual es el silencio que la iglesia cristiana-evangélica ha guardado en la crisis que nuestro país vive en los años recientes, así como el infame silencio ante la destrucción de Gaza, misma que incluye el dolor y la muerte de muchos hermanos en Cristo. Ante el avance de la corrupción, generadora de la violencia; ante la injusticia que se traduce en la muerte de inocentes y el empobrecimiento de muchos, la iglesia ha silenciado, de manera cobarde, su voz profética.
Jesús dijo que sus discípulos somos luz y sal. Es decir, que podemos y debemos ser guía y preservadores de la sociedad en un contexto de desequilibrio y confusión crecientes. Sin embargo, la iglesia en general ha sido permeada por los antivalores que imperan en nuestra sociedad y forma parte del problema antes que de la solución.
Pero, otra vez, me temo, sólo estamos hablando acerca de los vicios ocultos de la iglesia. También debemos ocuparnos del hecho de que al aislarse dentro de las paredes del templo la iglesia se vuelve intrascendente, realidad que, desafortunadamente, es real, pública y conocida por muchos. Se trata del pecado de la intrascendencia, es decir, de la pérdida de la importancia y sentido que el ser, la doctrina y la práctica de la iglesia tiene para sus propios miembros, en especial para sus miembros más jóvenes.
Si trascender es: Extenderse o comunicarse a otras, produciendo consecuencias, debemos asumir el que como iglesia enfrentamos un serio problema de comunicación ya que no estamos logrando que nuestras convicciones sean comunes, es decir, que formen parte de la experiencia, de muchos hombres y mujeres quienes, paradójicamente, tienen una sentida necesidad de Dios y de su evangelio.
Hablar de la autoridad bíblica no significa lo mismo para las generaciones recientes que para nosotros. Los principios de santidad bíblica, por ejemplo, han dejado de ser los referentes de la moral contemporánea. Y, al no asumir las verdades del evangelio como absolutas, se ha dado entrada a una cultura de la permisividad en la que cada quién determina y hace suyos los referentes que le convengan.
Cada vez más los cristianos, las familias cristianas, los jóvenes cristianos en especial viven como si no fueran cristianos. La tradicional fe cristiana no les resulta relevante y, por lo tanto, viven como si no conocieran a Cristo y no hubiesen sido formados por su doctrina. Como resulta propio de los que no conocen a Cristo, estos cristianos viven en este mundo sin Dios y sin esperanza. Efesios 2.12
Vivir sin Dios es carecer del orden, de la estructura de vida que resulta del reino de Dios en las personas. Así que, quien vive sin Dios no tiene forma, no tiene estructura, no tiene orden, es como un cuerpo sin esqueleto. Alguien ha dicho que, si esperar es difícil, mucho más lo es el esperar sin esperanza. Quien pierde o no tiene la esperanza bienaventurada de la fe, deja de tener razones para enfrentar el mal, propio, de los otros y el de la sociedad, ni para esforzarse para superarlo y puede caer en una situación fatal y un conformismo destructivo.
Intrascendentes para con los de afuera, irrelevantes para los nuestros. Terrible cosa resulta esto. Sin embargo, mal haríamos si responsabilizáramos a aquellos a quienes nuestra manera de pensar y de creer ha dejado de ser relevante. Nuestro problema empieza siendo uno de comunicación. Sí, al comunicar las verdades evangélicas no estamos tomando en cuenta los contextos culturales y la influencia de los mismos en las nuevas generaciones.
Así que, si queremos trascender y ser trascendentes, tenemos que empezar por asumir que lo irrelevante no está en las verdades que hemos creído, sino en el contenido de nuestro testimonio. Es decir, de los modelos de comunicación de nuestras creencias y la aplicación en el aquí y ahora de las mismas.
¿Cómo recuperar nuestra esencia y así poder alumbrar e impedir la descomposición de los nuestros y de aquellos que nos rodean? De nuestro pasaje se desprende el hecho de que Dios nos ha capacitado para que cumplamos con la tarea que se nos ha encomendado en cualquier coyuntura que vivamos. Es más, enfatiza el hecho de que cada creyente está capacitado para servir y dar instrucción a los demás creyentes. Es decir, para colaborar en la tarea de que el evangelio sea relevante en el aquí y ahora. Esto adquiere especial relevancia por tres razones:
Cristo nos llamó a hacer discípulos. Es decir, a formar en la fe –enseñando las cosas que él nos ha mandado-, a unos y a otros. La base del discipulado cristiano es la Palabra de Dios, es esta la fuente de nuestra fe. Desafortunadamente, las actuales son generaciones analfabetas de la Palabra. Y, una fe que no se sustenta en la Palabra es una fe irrelevante, la consecuencia es que las personas que ignoran la Palabra son llevadas de aquí para allá por todo viento de doctrina. Efesios 4.14 No es suficiente el asistir a la iglesia, resulta indispensable ser formados paciente, firme y caritativamente en la doctrina de Cristo. Estar en la iglesia no significa, necesariamente, estar en Cristo.
La tarea discipular es uno a uno. Y, de acuerdo con cada uno. Como congregación tenemos el reto de conocer personalmente a cada creyente con el fin de compartir de manera relevante el mensaje bíblico en su aquí y ahora. Es decir, en su experiencia inmediata y del presente. No podemos formar a los de hoy como nosotros fuimos formados.
Cristo nos llamó a ser sus testigos. Nos llamó a ser la prueba, justificación y comprobación de la certeza o verdad de Cristo. Es decir, a modelar a Cristo en nuestro aquí y ahora. Cuántas grietas ocultas impiden que nuestros hijos y nuestros cercanos, aún a aquellos a quienes queremos atraer a Cristo, crean en nuestra palabra. Si somos cuerpo de Cristo, luego entonces nosotros lo representamos, lo hacemos visible, lo hacemos creíble… o no.
Cristo nos llamó a amarnos. Es decir, a permanecer en una relación complementaria. La intrascendencia divide, separa. Pero, Pablo asegura que, si todos nos esforzarnos por abrirnos a los retos del momento que vivimos, aportando aquello que hemos recibido: seremos un grupo muy unido y llegaremos a tener todo lo que nos falta.
Se ha dicho que la relación con los padres es el filtro al través del cual interpretamos a Dios y nos relacionamos con él. Por lo tanto, al interior de nuestra familia somos llamados a desarrollar relaciones íntimas –profundas-, que den testimonio, se conviertan en prueba, de la realidad del amor de Dios. En la familia y en la congregación somos llamados a empezar por amar a los diferentes. A aceptarlos como son y asumir como propio del amor el reto de su ser diferentes.
Somos llamados, como personas, familias y congregación, a relacionarnos de tal forma que todos anhelemos formar parte los unos de los otros.
Hablemos de la tercera razón: Karl Barth acuño la frase: Ecclesia semper reformanda est. La iglesia siempre está siendo reformada. El camino cristiano es el de la conversión constante. Quien se convierte es quien reconoce lo que en él no está en conformidad con Cristo, se arrepiente -cambia su manera de pensar al respecto- y, en consecuencia, se vuelve a Cristo. Es decir, se dispone y se consagra a vivir esa área de su vida de tal manera que, en el mismo, Dios sea glorificado.
Sea este nuestro propósito al identificar nuestros vicios ocultos. No nos conformemos ni caigamos en derrotismo. Más bien, propongámonos el reexaminarnos constantemente a nosotros mismos, como individuos y como congregación, a fin de mantener la pureza y la práctica de la fe cristiana, aunque la forma que la pureza tome hoy en día no corresponda, necesariamente, con los modelos con los que nosotros fuimos formados.
Eso de celebrar la llegada de un nuevo año no tiene mayor relevancia que la de ser un punto de inflexión, una coyuntura, que nos permita caminar de manera diferente, hacer la vida de manera diferente, a como la hemos hecho hasta ahora. En nuestro caso, tiene que ver con la toma de consciencia de nuestra desafortunada irrelevancia como cristianos en los espacios vitales que estamos ocupando.
Me temo que nos hemos acostumbrado a ser irrelevantes. A no considerar que lo que sucede en la vida de las personas que nos rodean es un asunto nuestro, personal e ineludible. La corrupción integral, fruto del pecado, se fortalece en la medida que las sociedades se acostumbra a ella. Se aprende a normalizar, aquello que no es propio de nuestra condición de seres humanos.
Desafortunadamente, los cristianos, que somos luz, nos acostumbramos a las tinieblas, las propias y las de terceros. Simplemente asumimos como normal aquello que no nos es propio y frente a lo que somos llamados a pronunciarnos y a luchar en su contra. Quizá ello se deba a que, a veces, nuestra fe no es suficiente para dar lugar a la esperanza. No a la esperanza en el hombre, sus capacidades y disposiciones, sino en la esperanza en el poder de la obra redentora de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo.
Una de las razones de la desesperanza es la que Martin Luther King, llama la decepción finita. Muchas cosas nos decepcionan, el avance aparentemente incontenible del mal, por ejemplo. Pero Luther King nos anima diciendo: debemos aceptar la decepción finita, pero nunca debemos perder la esperanza infinita. Esta esperanza infinita es fruto, siempre y exclusivamente, del cultivo personal de nuestra relación íntima con Dios y de la terquedad de nuestra fe en el creer su Palabra.
Animados por la fe debemos perseverar en nuestro propósito de no amoldarnos a la conducta de este mundo, sino a ser personas diferentes en cuanto a nuestra conducta y forma de pensar. Romanos 12.2 NBV Cuando vivimos animados por tal propósito nos volvemos personas relevantes, trascendentes, que impactan para bien la vida de otros y honrar así el llamado divino que anima nuestras vidas.
La cuestión de nuestra relevancia es, literalmente, una cuestión de vida o muerte. Eso de estar vivos para Dios, no es otra cosa sino el vivir para él cumpliendo con la tarea que nos ha encomendado. Permíteme citar nuevamente Dr. Luther King, cuando dijo: El final de nuestras vidas comienza el día en que nos volvemos silenciosos sobre las cosas que importan. Te invito a que resistamos la tentación de volvernos silenciosos en un mundo que necesita la proclamación valiente y constante de la Palabra de Dios, por medio de la cual muchos podrán ser salvos.
A esto los animo, a esto los convoco.
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