Te vomitaré de mi boca
Apocalipsis 3.14-22 DHHDK
La imagen de Jesús, el resucitado, vomitando, resulta difícil de asumir y chocante respecto de nuestra imagen del Señor. Otras traducciones, como la NTV, lo presentan diciendo: te escupiré de mi boca. Dicho que, si bien no quita la complejidad de la imagen, nos ayuda a comprender mejor el sentido de tal expresión.
La traducción TLA viene en nuestro auxilio cuando traduce: Pero como solo me obedeces un poco, te rechazaré por completo. De cualquier forma, el pasaje se refiere al rechazo que el Señor hace de aquellos que habiendo sido regenerados por y en Jesús, viven de tal forma que provocan tan grande malestar en él, que el Señor termina rompiendo su comunión con ellos. Con desagrado los expulsa de su presencia.
El yo sé todo lo que haces, evidencia no sólo el profundo conocimiento que Dios tiene de nosotros, sino también la atención e importancia que él presta a nuestro ser y quehacer. Dios está atento, presta atención, se ocupa del cómo de nuestra vida toda. Lo que encuentra no solo lo honra o deshonra, también le agrada o le molesta. Cuando hay algo que le molesta de nuestro ser y quehacer, puede ser al grado de irritarlo y provocarlo al vómito.
Creo que tú y yo podemos entender bien esta incómoda figura, porque también hemos experimentado el malestar, la repulsa que provoca nuestro vómito.
Y, podemos preguntarnos ¿qué es lo que irrita tanto al Señor? ¿Qué de nosotros le provoca tal molestia que lo lleva a expulsarnos de su comunión? Contra lo que nuestra cultura-aprendizaje de selección y graduación del pecado. Misma que nos ha llevado a asumir que hay pecados más feos, y por lo tanto más molestos que otros, y viceversa. El Señor no reclama a la iglesia de Laodicea tal o cual pecado.
El Señor se refiere, señala, una cuestión de carácter. Es decir, lo que irrita al Señor es la manera en la que los creyentes de Laodicea reaccionan habitualmente a las circunstancias de la vida. El pasaje destaca una falta percepción de sí mismos, misma que lleva a los laodicenses a tener una imagen equivocada de lo que son.
Se consideran autosuficientes cuando en realidad son infelices, miserables. Se asumen ricos, cuando son pobres, ciegos y están desnudos. Se creen sabios, acertados en el cómo ven la vida y la juzgan, cuando en realidad están ciegos, es decir, son incapaces de juzgar adecuadamente y tomar las decisiones apropiadas.
Quien tiene tales limitaciones está, como se dice en el mundo de la aeronáutica, en permanente curso de colisión. Es decir, viven de tal manera que terminarán fracasando en lo que son y hacen. Sus vidas serán tenidas por modelos de fracaso y frustración. Los que sean testigos del proceso de la soberbia, la autosuficiencia, al fracaso, a la derrota, no querrán nunca ser como ellos ni, mucho menos, creer lo que creen ni imitar su forma de vida.
Para comprender mejor la importancia de esto, conviene que consideremos el concepto Reino de Dios. Reino, en la Biblia es basilea, se refiere principalmente al gobierno de Dios. Al orden establecido por él para el todo de la vida de los suyos, orden de vida diferente, obviamente, al de quienes no han sido regenerados por y en Jesucristo. Los creyentes somos llamados a vivir de tal forma que hacemos evidente el gobierno de Dios sobre nuestras vidas. Es así como nos volvemos en modelos de vida para quienes viven en la oscuridad del pecado y se degradan por el poder del mismo.
Los cristianos somos luz y sal del mundo. Es decir, modelos de vida. Un modelo es eso que sirve como pauta para ser imitada, reproducida o copiada. Este es el principio del discipulado cristiano. Si somos discípulos de Jesús, cada día crecemos en nuestra imitación de él, hasta que todos seamos maduros en el Señor. Como dice Pablo a los Efesios: Nuestra meta es convertirnos en gente madura, vernos tal como Cristo y tener toda su perfección. Efesios 4.13 PDT
Si discípulos, entonces somos discipuladores. Somos llamados a ser el ejemplo para seguir por aquellos que necesitan saber de Cristo y así ser llamados a convertirse, como nosotros, en discípulos suyos. Para cumplir con tal tarea es que somos llamados a ser testigos de Cristo y proclamar su evangelio desde nuestra Jerusalén hasta lo último de la tierra. Hechos 1.8ss Como testigos de Cristo somos la prueba que hace posible que él es el Señor y que su reino está entre nosotros y que se establecerá plenamente cuando él venga en gloria.
Los cristianos somos modelos, testigos, que dan testimonio del orden presente del Reino de Dios en todas y cada una de las circunstancias de la vida humana.
El ser modelos nos obliga a la congruencia –a actuar de acuerdo con lo que decimos creer-. También a la fidelidad -la firmeza y constancia- en nuestro caminar cristiano. Y, desde luego, nos obliga a la consistencia, a resistir sin rompernos ni deformarnos fácilmente ante las circunstancias de la vida. A ser estables, coherentes sin que nuestra luz disminuya ni nuestra sal pierda su sabor.
Como hemos dicho, Jesús reclama a los laodicenses y a sus seguidores modernos, podemos decir, la falta de constancia en su testimonio de vida. Son tibios, indiferentes, apáticos, inestables y volubles. Son como gelatina, adquieren la forma de lo que los contiene, es decir, de aquello bajo cuya influencia están. Patrones culturales y sociales, ideologías, complejos personales, emociones, pasiones desordenadas, etc.
¿Qué explica una forma de vida tan trágica de aquellos que han sido regenerados por Cristo? Creo que la clave está en el llamado que el Señor para que consideren valioso lo que él ha establecido como tal. A que procuren la santidad como norma de vida y a que compren ungüento para sus ojos para que así puedan ver. Este último elemento, me parece, es la clave de todo. Los de Laodicea, como muchos de entre nosotros, dejaron de ver a Jesús como su punto de referencia y, cegados por su soberbia, decidieron ver lo que consideraron lo bueno, lo adecuado para ellos. Así terminaron dando palos de ciego.
La congruencia, la fidelidad y la consistencia en la vida cristiana reclama de un punto de referencia. En física, un punto de referencia es un punto físico del espacio considerado fijo, desde el cual se miden las posiciones. Algo similar sucede en nuestra experiencia cristiana, cuando Jesucristo deja de ser nuestro punto de referencia, sólo nos queda la incertidumbre, la inseguridad de nuestras circunstancias.
Cuando Jesús deja de ser nuestra norma, nuestro modelo, quedamos sujetos a la inestabilidad de nuestras relaciones, posesiones, deseos, temores, etc. Nos volvemos inestables, emocionales y, por lo tanto, en constante estremecimiento por las circunstancias de la vida. ¿Te has mareado a bordo de un vehículo inestable? Cuando Jesús deja de ser nuestro punto de referencia, vamos mareados por la vida.
El Señor llama a la iglesia de Laodicea a que se vuelva a él, a que acepte su disciplina que es testimonio de su amor. La invita para que sea fervorosa y se vuelva a Dios.
Hay cosas en mi vida que no me gustan y que tampoco gustan a Dios, me temo. Como también hay cosas en ti que no te gustan, que provocan tu ansiedad, temor, insatisfacción. Y que tampoco gustan a Dios. Si no nos volvemos a él y dejamos de dar palos de ciego en la vida, tú y yo corremos el riesgo de ser vomitados por el Señor.
Hacer de Cristo nuestro punto de referencia en el todo de nuestra vida personal, de nuestra moral y ética, de nuestras relaciones familiares, laborales, sociales, de nuestro quehacer social, etc., requiere, en primer lugar de nuestro propósito, de nuestra intención, de que el Señor sea nuestro punto de referencia en todas y cada una de las circunstancias de nuestra vida. En todo y todo el tiempo.
También requiere que tomemos decisiones firmes en el todo de nuestra vida y durante el tiempo de la misma. Por experiencia propia y por lo que he visto en las ovejas a mi cuidado durante más de cuarenta y cinco años de pastorado, puedo asegurarte de que somos preponderantemente reacios a tomar decisiones firmes, que nos resistimos a actuar de manera determinante cuando así hacerlo implica esfuerzo, sacrificios o pérdidas.
Ello nos lleva a vidas inestables, incongruentes, poco fiables y satisfactorias. Esto explica nuestras inconsistencias en las relaciones de pareja, aún nuestras conductas pecaminosas. Explica también lo disfuncional de nuestras familias, sus pleitos, enemistades. Y explica la inestabilidad emocional, afectiva, laboral, etc., que aqueja a tantos de entre nosotros. No pocos no toman las decisiones necesarias sino que hacen apenas lo indispensable para llevar la fiesta en paz. Su recompensa es una vida cada vez más inestable.
Y, las vidas inestables no sólo no pueden ser modelos a otros, sino terminan por cansar a nuestro Señor.
Así que, además del propósito necesitamos tomar las decisiones convenientes para terminar con los patrones de conducta, morales y éticos, relacionales, espirituales, que nos ponen en el riesgo de ser escupidos por el Señor.
Y además de propósito y determinación, necesitamos ser humildes. Recuperar el corazón humilde con el que vinimos a los pies del Señor. El corazón humilde es el primer paso para el arrepentimiento y la conversión. Sin un corazón humilde, que reconoce nuestras faltas y excesos, no podemos dejar de ser tibios, no podemos permanecer firmes y ser el modelo de vida que otros necesitan seguir y que honra a nuestro Dios.
Juan Calvino dijo que la tarea de la iglesia es hacer visible el reino invisible. Podemos estar de acuerdo con este hombre de Dios. Somos nosotros, no los ángeles. Es nuestro actuar diario, no los milagros. Es nuestro testimonio congruente, fiel y consistente lo que permitirá que otros, al mirarnos e imitarnos, se vuelvan en seguidores de Cristo. Y que, tanto ellos como nosotros, seamos una ofrenda agradable al Señor.
A esto los animo, a esto los convoco.
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