Hablemos de la dignidad de la mujer

2 Corintios 5.16-20 NTV

Uno de los temas que avergüenza a la iglesia contemporánea es el trato que la misma anima, por acción o por omisión, en contra de las mujeres. De manera incomprensible para muchos, vuelven a estar sobre la mesa temas tales como el que la mujer debe guardar silencio en público, o el que tiene que ver con su vestimenta y apariencia personal. Se insiste en que el espacio de la mujer es el hogar y que su papel, casi su razón de ser, es el cuidado de los hijos y la atención prioritaria a su marido, quien es su cabeza y, por lo tanto, la autoridad a la que ella debe someterse incondicionalmente.

En la práctica, nuevamente el discurso religioso se utiliza para la subordinación de la mujer, al grado de que destacados líderes religiosos contemporáneos insisten en que la sumisión de la mujer a su marido evidencia su grado de consagración y fe en Dios. Desde luego, ello contribuye de manera significativa al incremento de la violencia de género, al desencanto de muchos ¡y muchas!, respecto de la fe y a la naturalización de una cultura patriarcal que ve en la mujer un mero instrumento de placer y servicio para los hombres.

Los estudiosos del tema proponen que las razones que lo explican son muchas y poli factoriales. Hay quienes enfatizan las cuestiones sociológicas, económicas, mientras que otros recurren a cuestiones sicosociales, ideológicas como las causantes de tal perjuicio. Desde luego, también hay quienes explican el fenómeno desde una perspectiva moral, espiritual, de cultura religiosa, de valores, etc.

Un elemento común de tales explicaciones es que, unas y otras, ven a la mujer, si no como víctima, sí como la cosa, es decir como el sujeto que debe adaptarse o someterse a tales factores, en última instancia, como aquello que debe ser rescatado. En otras palabras, se considera a la mujer como aquella que está al final del proceso que termina irremediablemente con su degradación, su explotación y su victimización.

Resulta paradójico que, en la tarea de la dignificación de la mujer se pueda terminar cosificándola, convirtiéndola en una mera cosa. Porque, si la violencia de género, el trato indigno, que sufren las mujeres sólo se puede explicar en función de lo que otros: los hombres, la sociedad, las ideologías, etc., hacen o dejan de hacer con ella, se considera, entonces, que la mujer no es sujeto de su propia experiencia de vida sino mero objeto de lo que los demás son y hacen.

Considero que es tal acercamiento el que explica que, en tratándose de la dignificación de la mujer, se insista en que esta depende, primordialmente, de que sean los hombres, la sociedad, la iglesia, los otros, quienes hagan valer a las mujeres como personas y las traten responsable y respetuosamente, sin humillarlas ni degradarlas. Se niega, en los hechos, que la mujer quiera, pueda y logre su dignidad por sí misma. Porque, esta idea generalizada hace de la mujer mera depositaria de una dignidad que le es otorgada por los otros.

Sin embargo, tal propuesta, que se hace tanto consciente e inconscientemente, deja de lado el hecho de que la definición de dignidad establece que esta es la cualidad del que se hace valer como persona… En efecto, la primera acepción del término dignidad es: Cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás y no deja que lo humillen ni degraden.

Notemos que dicha definición pone la carga de la dignidad en la persona misma, ya que es esta la que se hace valer como persona… y no deja que la humillen ni degraden.

Quisiera destacar la expresión hacer valer contenida en la definición antes considerada. El diccionario define tal expresión como el afirmar, el sostener, aquello de que se trata. En nuestro caso estamos hablando de la condición de digna de la mujer.

Al respecto Wikiquote dice: La dignidad, o «cualidad de digno» (del latín: dignĭtas, y que se traduce por «excelencia, grandeza»),​ hace referencia al valor inherente al ser humano por el simple hecho de serlo, en cuanto ser racional, dotado de libertad.​ No se trata de una cualidad otorgada por nadie, sino consustancial al ser humano. No depende de ningún tipo de condicionamiento ni de diferencias étnicas, de sexo, de condición social o cualquier otro tipo.

Así que, podemos proponer que, en tratándose de la dignificación de la mujer y desde esta perspectiva secular -no religiosa- es a la mujer a quien toca, de manera prioritaria, el hacer valer su condición de digna, de merecedora por excelencia del respeto que es intrínseco a su calidad de ser humana. Pero, si hacer valer se refiere al afirmar, el sostener algo, luego entonces tenemos que preguntarnos de qué, o más bien, de dónde resulta, cuál es la razón de la dignidad correlativa a la condición de ser persona humana de la mujer.

Esto nos lleva al complejo tema de Dios. Quien no cree en Dios asume la inevitabilidad del relativismo, es decir, acepta que ningún punto de vista es verdadero ni válido para todos, sino que su valor y su validez son subjetivos y están condicionados a diferentes marcos de referencia. Pero, si todo es relativo, la dignidad resulta también relativa. Qué y cómo se es digno, digna, dependería de los marcos culturales, temporales, sicológicos, etc., en los que la persona desarrolla su experiencia de vida.

Quien cree en el Dios de Jesucristo asume que él es el Creador y Señor de todo lo creado, incluyendo a los seres humanos, mujer y hombre. Asume el cómo de la creación de los seres humanos, en particular, los que son imagen y semejanza de su Creador. Por lo tanto, seres intrínsecamente dignos, íntegros y libres. Quien cree en Dios hace suya la revelación de la Palabra que encontramos en la Biblia. Una Palabra actual y relevante al aquí y ahora de las personas.

Por cierto, la dignidad, la integridad y la libertad que Dios concede a los seres humanos son cualidades reconocidas, implícitamente en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Sin embargo, no podemos engañarnos ni ignorar el hecho de que tan absoluta cualidad creacional ha sido ignorada, degradada y rechazada de manera sistemática a lo largo de la historia de la humanidad. Siendo una de las expresiones más evidentes de tal perversión la aceptación, fortalecimiento y transmisión del que podemos llamar el Síndrome de Estocolmo de Género (o Síndrome de Estocolmo del machismo), es decir, el que las mujeres asuman como normal una condición subordinada tanto en sus relaciones humanas nucleares como en las macro sociales y se conviertan, aún, en las primeras legitimadoras y defensoras de tal estado de cosas.

Conviene aquí citar a la reconocida humorista argentina, Maitena, quien afirma:

«No es que se lo inculcamos a los hombres, no es un tema de maridos, es un tema de hijos. La mujer le transmite muchas ideas muchas veces sin darse cuenta. Por ejemplo, cuando considera que su hija de 15 que se acuesta con cinco chicos es una puta. Y si es varón, es un galán, un playboy, lo aplaude toda la familia». (Sic)

Desde la perspectiva bíblica la degradación integral de la mujer se explica en el poder y actualidad del pecado. Del pecado del otro, sí; del pecado social, desde luego; pero, también del pecado de la mujer como persona. Como sabemos, la raíz de la palabra pecado es, simple y sencillamente, no alcanzar algo, errar el blanco.

Las relaciones codependientes, las que facilitan y empoderan la violencia de género, inician con la toma de decisiones equivocadas. Estas tienen una cualidad sinérgica en la que la participación de cada uno de sus actores va fortaleciendo el sistema de violencia. Particularmente, la participación de la mujer en un sistema codependiente contribuye al desarrollo y fortalecimiento de una dinámica cada vez más violenta, degradante y difícil de superar.

Mandatos internos, prejuicios, condicionamiento social, discursos religiosos mentirosos, seudo beneficios, etc., ¡cuántas vueltas de tuerca a los sistemas opresores de la mujer! A una decisión equivocada siguen muchas más, mismas que van atrapando a la mujer, no sólo desde el entorno en que vive, sino desde dentro de sí misma, hasta que su vida se convierte en una experiencia de muerte.

Jesús explicó este proceso como la obra del diablo que roba, mata y destruye, Juan 10.10. Pero, ante tal realidad, Jesús asegura que él ha venido para dar vida en abundancia. San Juan asegura, al respecto, que Jesús ha venido para destruir las obras del diablo. 1 Juan 3.8

Por medio de su sacrificio en la cruz, Jesús regenera la identidad de la persona, haciéndola libre de todas las taras, las deformaciones y los temores que el pecado ha propiciado. Así, quien ha sido regenerada por la obra redentora de Cristo, se convierte en un nuevo ser, capaz de hacerse valer como persona, comportándose con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí misma y hacia los demás y no deja que lo humillen ni degraden.

Por ello es por lo que el hecho de la dignificación de la mujer pasa, necesariamente, por la salvación, la regeneración en Cristo, de la misma. Entendiendo esta como su reconciliación con Dios, por medio de Jesucristo, siendo empoderada por el Espíritu Santo en el todo de su vida.

En nuestro pasaje destaca en el verso 16, uso aquí la traducción El Mensaje, de Eugene H. Peterson: Por eso, nosotros ya no valoramos a las personas por lo que tienen o parecen… ni siquiera al Mesías lo valoramos como lo hacíamos antes de conocerlo personalmente. Pablo nos anima a hacer nuestro el hecho de que, al estar en Cristo, nuestras maneras relacionales, es decir la manera en que nos valoramos a nosotros mismos, valoramos a los demás y valoramos a Cristo mismo en nuestras vidas.

Estar en Cristo nos obliga y capacita para examinar nuestros modos relacionales, los criterios con los que nos juzgamos a nosotros mismos y con los que juzgamos a los demás. Esto incluye nuestros presupuestos de género, es decir la manera en la que juzgamos a las personas en función de su sexo. También incluye nuestros presupuestos raciales, de clase, ideológicos, etc. En su base, se refiere, desde luego, al juicio que somos llamados a hacer respecto de la opinión que tenemos de nosotros mismos, tema del que habremos de ocuparnos.

Lo anterior da sustento a nuestra propuesta en el sentido de que la mujer que quiere ser libre y capaz de respetarse a sí misma y ser respetada por los demás, necesita ser transformada en una nueva persona. Libre de sus propios condicionamientos y capaz para enfrentar las presiones a las que otros la someten. Es siendo una nueva criatura en Cristo que la mujer recupera su dignidad y puede ser ella, con, sin o a pesar de la comprensión de otros.

Desde luego, los hombres, la sociedad, la iglesia, debemos examinar nuestra manera de juzgar y valorar a las mujeres. Pero, de poco serviría un cambio en la manera en que los otros la juzgan y se relacionan con ella, si la mujer misma no asume su condición de dignidad que resulta de su estar en Cristo, totalmente regenerada, totalmente ella, totalmente autónoma.

La degradación creciente del pecado personal, social y eclesial, que enfrentamos, hace de suma urgencia e importancia el que hagamos nuestra la perspectiva resultante del estar en Cristo. Las mujeres y los otros -los hombres cristianos, la iglesia, en particular- somos llamados a convertirnos en modelos alternativos de los modos relacionales entre hombres y mujeres. En nuestras familias y en nuestra comunidad de fe, las mujeres deben encontrar espacios de libertad, respeto y dignidad que les permitan vivir a plenitud la vida abundante que en Cristo tienen.

Peterson nos recuerda en su traducción, vs 17, vemos dentro de nosotros mismos y lo que descubrimos es que cualquiera que está en Cristo ha tenido un nuevo comienzo, ha sido creado de nuevo. La vida vieja se ha acabado, la vida nueva ya ha brotado. Esta verdad bíblica debe ser rescatada por nosotros. El todo de nuestra vida ha sido transformado, nuestros cimientos no son ya nuestros prejuicios culturales, nuestros patrones familiares, nuestras taras sicológicas, no el cimiento de nuestra vida es que, estando en Cristo, somos nuevas creaturas y una nueva vida ha brotado en nosotros.

A esto los animo, a esto los convoco.

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