Perdón y restauración
Vivimos una era en la que el fomento de la división, el enfrentamiento, la animadversión, resultan ser la tónica de las relaciones humanas. Desde las más altas tribunas, gobernantes madrugan para promover el odio, la confrontación y la división de sus gobernados. Las redes sociales, el nuevo espacio de las relaciones humanas, destilan odio, menosprecio y promueven la división como al antivalor más apreciado por muchos.
Desde luego, también en las esferas relacionales más íntimas, la familia, sobre todo, la cultura de la división, el enfrentamiento y el menosprecio se fortalece día a día. La violencia intrafamiliar, la violencia de género, el menosprecio mutuo, etc., afectan y destruyen, no sólo eso que se llama el tejido social, el cómo de las relaciones sociales. También afecta, debilita y termina por destruir la esencia de la relación familiar: su unidad y su armonía.
Los cristianos, que conocemos el poder y la gracia del perdón, no sólo somos llamados a no participar de tal cultura de división y encono, sino a ofrecer la alternativa de la reconciliación. 2 Corintios 5 De la reconciliación de las personas con Dios, desde luego, pero también de la reconciliación de la sociedad y de la reconciliación de quienes son familia.
Las relaciones humanas, como la relación de la persona con Dios, sólo pueden ser restauradas por la gracia del perdón. Del perdón de Dios, pero también del perdón que podemos ofrecernos los unos a los otros.
Perdonar y restaurar relaciones son dos temas difíciles por separado y sumamente difíciles cuando se trata de relacionarlos. No siempre se puede restaurar las relaciones dañadas, pero, aún en tales casos, el perdón sigue siendo vigente y un reto que debe ser atendido adecuada y oportunamente.
Desafortunadamente, alrededor del perdón existen muchos mitos y mal entendidos, lo que dificulta el que perdonemos. Por otro lado, no todas las relaciones dañadas son susceptibles de ser restauradas porque, aunque se pudiera, hacerlo no siempre resultaría lo más conveniente. Hay ocasiones en las que lo mejor es aceptar que no conviene seguir cultivando tal relación, sino asumir que esta ha cambiado y distanciarse de las personas en relación. A veces hay que hacer caso a lo que decían los cowboys de las películas del oeste: si se te murió el caballo, desensíllalo.
En la consideración de ambos temas debemos partir de un elemento principal, toral, de suma importancia; la identidad del creyente. El quiénes somos determina nuestro propósito y nuestro quehacer, establece nuestras prioridades y compromisos vitales. Es decir, somos emplazados como es digno de la vocación con la que hemos sido llamados. Efesios 4.1
Si somos beneficiarios de la gracia somos llamados a vivir como tales. Honrando el privilegio que hemos recibido y actuando de manera consecuente con el amor de Dios. Es decir, correspondiendo prioritariamente con nuestro amor a Dios antes que amándonos a nosotros o a los nuestros. En toda circunstancia, el punto de referencia del creyente redimido es Cristo y nuestra relación con él.
Sólo quien hace de Cristo su prioridad está en condiciones de obedecer el mandato de perdonar. Sin Cristo y sin estar en relación con él, el perdonar no tiene sentido, no tiene razón. ¿Por qué habría que perdonar al que me ha ofendido? Por causa de Cristo. Para seguir siendo libre en y para Cristo. Libre para ser quien Cristo me ha hecho y, así, libre para estar en comunión con él.
Las ofensas que recibimos se convierten en obstáculos que el diablo usa como trampas para que no se siga manifestando en nosotros lo que es propio de nuestra identidad como cristianos. No perdonar produce, da vida a un proceso de degradación de la identidad que empieza por el sufrimiento, este produce un deterioro de la intimidad, lo que engendra amargura (ira sin resolver), culminando con la aparición del odio.
Una cuestión paradójica es que quien no perdona puede encontrarse amando y odiando a la misma persona al mismo tiempo. Este proceso atrapa a quien ha sido ofendido, así que quien perdona se libera a sí mismo, aunque el otro siga atrapado en su dinámica de pecado.
Por ello resulta tan importante el insistir en lo que no es el perdón. No es olvido ni negación de la ofensa. Tampoco es la desaparición de los sentimientos de furia y dolor producto de la ofensa. Mucho menos es la eliminación o desaparición de las consecuencias de las conductas equivocadas, sean propias o del otro. Menos aún es la aceptación, la validación o el desarrollo de una actitud resiliente de las conductas tóxicas de quienes ofenden.
Los términos bíblicos que se traducen al español son, principalmente, dos y su significado resulta revelador. El primero es afesis: despido, liberación. El segundo, paresis: pasar por encima, dejar a un lado, suspensión de un juicio. Esto resulta relevante porque, como hemos dicho, las ofensas que recibimos de convierten en un obstáculo, en una barrera con la que el diablo trata de impedir que se manifieste quiénes somos y quién está en nosotros.
No debemos olvidar que la obra del diablo, que ha venido para matar, robar y destruir, se concentra en tres acciones principales: observa, aprovecha y provoca. Cuando somos lastimados él observa, no sólo al agresor y su conducta sino nuestra reacción, lo que la ofensa ha provocado en nosotros. La confusión, la tristeza profunda, el rencor, el deseo de venganza, etc., y se aprovecha de lo que ve.
Entonces, provoca, ya sea a nosotros o a quien nos ha ofendido y aún a quienes están a nuestro lado. Generalmente genera, lo que podemos llamar alianzas reivindicativas con aquellas personas en las que confiamos y quienes ejercen algún tipo de influencia o autoridad sobre nosotros, y las usa para alentarnos a no actuar al estilo de Cristo, sino carnalmente en el cómo de nuestra reacción ante la ofensa recibida.
Por eso, al perdonar al otro, al pasar por encima del obstáculo que su ofensa significa, somos libres del poder de sus acciones y del poder de las consecuencias de las mismas sobre nosotros y en nuestro entorno. Podemos perdonar porque somos libres dado que nosotros mismos hemos sido perdonados. Y, nuestro perdón es una propuesta, una invitación al otro para que recupere la dignidad perdida al haber actuar de manera contraria al cómo ha sido creado o regenerado.
Sin embargo, perdonar al otro no implica el hacernos responsables de su respuesta al perdón que le otorgamos. Tampoco significa que permanezcamos atados a él en un modelo de relación indigna y no propia de nuestra identidad como hijos de Dios. Nunca debemos olvidar que somos portadores de Cristo, portadores de su gracia.
Las ofensas y el perdón plantean, siempre, la necesidad de modificar los modelos relacionales de los que participamos, la forma en la que nos relacionamos con aquellos que, dado que nos han lastimado, requieren de nuestro perdón.
Las relaciones humanas nunca terminan, nunca se acaban. Ni siquiera cuando alguno o algunos de quienes participaron de las mismas muere, de muchas formas sigue estando presente. Puede acabarse el matrimonio, pero los cónyuges siguen estando en relación. Padres o hijos pueden renegar unos de otros, pero siguen estando en relación. Los hermanos pueden odiar a sus hermanos, pero persiste algún tipo de relación. Porque, las relaciones no acaban, sólo se modifican. Algún día hablaremos de esa relación que podemos llamar la relación de la no relación.
Las ofensas provocan crisis, tensiones, tanto en quienes ofenden como en quienes son ofendidos y aún en aquellos que participan colateralmente de dicha relación. Especialmente quienes participan en relaciones de pareja saben de esto y consciente e inconscientemente procuran superar la tensión que sufren. Por ello, casi de manera cíclica, las parejas buscan algún punto de equilibrio, algún espacio de permanencia en el atractivo físico y sexual, en la estabilidad económica, en la adquisición de bienes inmuebles, en la relación con los hijos, en el cultivo de intereses similares, etc.
Todo para terminar descubriendo que, si bien tales recursos resultan equilibradores de las relaciones enfermas, apenas lo son temporalmente y siempre insuficientes. Lo temporal e insuficiente está determinado por el hecho de que tales equilibrios son pronto superados por las nuevas circunstancias que la dinámica relacional crea en el corto, mediano y largo plazos.
Algo que debemos asumir es que quienes estamos en Cristo estamos y estaremos en conflicto permanente con quienes no lo están. Es una cuestión de identidad, de quienes somos, ellos y nosotros. Ello se debe a que el equilibrio resulta de quien se es y no de qué se hace o tiene. Quien peca, viviendo está muerto. Es decir, confronta una condición ambivalente, contradictoria.
O es un vivo que está muerto o un muerto que parece estar vivo. Esto es válido también cuando los ya cristianos elegimos relacionarnos de manera diferente a la manera de Cristo. No sólo nosotros perdemos nuestro equilibrio sino que provocamos que los demás también lo pierdan.
Difícilmente puede vivir en equilibrio de vida quien vive en un estado permanente de confrontación, de enemistad, con Dios, consigo mismo y con los demás. La recuperación de su equilibrio depende, pasa necesariamente, por la reconciliación con Dios, consigo mismo y con los demás.
Esto es especialmente válido para quienes se unen en yugo desigual con quienes no participan de su misma naturaleza. No importa cuántas ganas le echen a la relación, cuántas esperanzas y placer los anime, cuán bien se sientan. No hay comunión y sin comunión, no hay equilibrio. 2 Corintios 6.14ss
De ahí la importancia de que como cuerpo de Cristo, como la comunidad de hombres y mujeres redimidos por el Señor, mostremos un modelo alternativo de relaciones, tanto con quienes pertenecen al pueblo de Dios como con quienes no forman parte del mismo. También a los cristianos nos desgastan las relaciones y también para nosotros estas conducen, irremediablemente, a conflictos que debemos enfrentar al estilo de Cristo.
Somos llamados a vivir el perdón recibido por la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo, y la única manera válida de mostrar que hemos sido perdonados es perdonando a quienes nos han lastimado. Nuestro perdón podrá ser una propuesta que facilite la sanidad y el fortalecimiento de nuestras relaciones.
O también podrá ser la motivación para que nos distanciemos de quien nos lastima con el fin de evitar un mayor deterioro de nuestra integridad y de la suya. Ello porque perdonar no significa ni obliga, necesariamente, la conservación de la relación de la que participamos. Y, ya se trate de una u otra cosa, debemos asumir que el perdón siempre resulta en la pérdida de algo. Pero, cuando perdemos por perdonar, perdemos para ganar.
Por ello, quiero terminar recordando que, en todo y por todo, Dios es suficiente. Y que la gracia es suficiente porque nos ha hecho y nos conserva salvos. Pero, también que la gracia es capacitadora. Nos capacita para enfrentar el reto de una vida consagrada a Dios. Que es la gracia la que explica que, junto con San Pablo podamos decir:
Por todos lados nos presionan las dificultades, pero no nos aplastan. Estamos perplejos pero no caemos en la desesperación. Somos perseguidos pero nunca abandonados por Dios. Somos derribados, pero no destruidos. Mediante el sufrimiento, nuestro cuerpo sigue participando de la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús también pueda verse en nuestro cuerpo. 2 Corintios 4.8-10
A esto los animo, a esto los convoco.
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