Familias alternativas
Lucas 13.34
Nunca será suficiente lo que se diga en reconocimiento a las madres. Ellas encierran el misterio de la vida misma y son, junto con Dios, cocreadoras de la humanidad. De distintas maneras y, siempre animadas por su amor, forman y deforman a los hijos. Detrás de cada una de sus acciones, aún detrás de aquellas que puedan confundir y doler, está siempre presente el propósito de que la vida de sus hijos sea, si no mejor, sí diferente a la de ellas mismas.
Como sabemos, existe un menosprecio a las mujeres que hacen de la maternidad la tarea principal de su vida. Tener, educar y formar hijos parece una tarea menor, por lo tanto, no significativa, no trascendente. Para muchos, los hijos parecieran ser una carga, un obstáculo en la búsqueda de la realización femenina. Personalmente pienso que quienes así piensan están equivocados.
Creo firmemente que difícilmente hay tarea más trascendente, importante y valiosa que la de traer al mundo hombres y mujeres que impacten y transformen a la sociedad. Como creyente, considero que pocas empresas son más grandes que el tener y formar hijos que, temerosos de Dios, se sepan llamados y capaces de transformar a los hombres y mujeres que les rodean, con el poder del evangelio de Jesucristo.
Con todo, ser madre no es ni lo más grande, ni lo más importante para las mujeres. Ser madre no las hace mujeres, menos personas, ni les agrega valor. No tienen que ser madres para llegar a ser ellas, para ser dignas. Más que madres son personas, seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios. De ahí que el reto más grande y la oportunidad mayor de sus vidas no consiste en ser madres, buenas o malas. Su reto más grande es que lleguen a ser lo que son. Es decir, a descubrir y abundar en su propia individualidad, viviendo plenamente su propia vida y no viviendo únicamente en función de los demás.
Déjenme decirles, mamás que me escuchan y leen, que si la tarea de la maternidad es de las más extraordinarias y trascendentes, el ser mujeres, creadas a imagen y semejanza de Dios, es una dignidad aún mayor y más importante. Las amamos y reconocemos su valor propio de ser mujeres. No las valoramos por tener hijos o por no tenerlos. Mucho menos por si sus hijos son buenos o malos, exitosos o no. Valen por ser ustedes, por ser personas, por ser… simplemente.
Lo que acabo de decir es, simplemente, una verdad irrefutable. Desafortunadamente, la realidad que las mujeres viven en nuestra sociedad pareciera desmentir esta verdad. Cada día sabemos de más y más circunstancias, acciones y decisiones que atentan en contra de la dignidad de las mujeres, simplemente debido a su género. No hay espacio en el que las mujeres no enfrenten tal menosprecio: el hogar, la escuela, el trabajo, los espacios sociales, etc., son propicios para el menosprecio, la violencia y el abuso de las mujeres.
Dado que con frecuencia se apela al texto bíblico para justificar tales violencias, permítanme al amparo de la celebración del Día de la Madre, proponer a ustedes una alternativa de interpretación bíblica sobre el tema de la mujer. Es sencillo: la Biblia dice que la mujer es imagen y semejanza de Dios. Además, dice que es la mujer quien complementa al hombre para que este sea quien es. (No dice que la mujer necesite de ayuda idónea, como sí la necesita el hombre, por cierto)
También la Biblia asegura que en Cristo Jesús no existe diferencia debido al sexo de las personas, todos los redimidos somos asimismo santificados, igualmente llamados al servicio del Reino e igualmente copartícipes (coherederos) de la gracia divina. Es cierto que aún los escritos neotestamentarios mantienen resabios de una cultura machista, que promueve el sometimiento de la mujer al hombre.
Pero, la consideración de estos pasa por alto otra gran verdad bíblica, fundamental y prescriptiva, esta es que la sumisión de la mujer al hombre es consecuencia, propia del pecado, y no de la creación del ser humano. El primer relato de la creación asume que hombres y mujeres, imagen y semejanza de Dios, somos iguales ante él y, por lo tanto, tenemos, hombres y mujeres, el mismo encargo y derecho de gobernar sobre lo creado por Dios.
La discrepancia que vivimos, aún al interior de la comunidad cristiana, respecto de lo que la Biblia dice acerca de la mujer y la manera en que las mujeres son tratadas en nuestra sociedad, entre nuestro aquí y ahora, revela lo que, estoy seguro, es uno de los espacios de servicio al que somos llamados como iCASADEPAN. Se trata de que nos ocupemos fiel, comprometida y constantemente, en la promoción de una cultura que reconozca, recupere y promueve los valores bíblicos respecto de las mujeres y de nuestras relaciones con ellas.
En México, durante 2021, 20% de mujeres de 18 años o más reportó percepción de inseguridad en casa. El mismo año, 2021, es el que mayor número de feminicidios reporta, 1006, más 2747 asesinatos de mujeres calificados como dolosos. El máximo histórico de violaciones se da también en el 2021 con 21,188 denuncias. Y, en el mismo año, la Red Nacional de Refugios, atendió a 45,490 mujeres, niños (mujeres y hombres), víctimas de violencias machistas. En el mismo año, 23.2% de las defunciones por homicidio de mujeres ocurrieron en la vivienda.
Estos datos y muchos otros más podrían hacer parecer prácticamente imposible que, desde iCASADEPAN, podamos ahuyentar la oscuridad que nos rodea con la luz de Cristo. Y, ciertamente es una tarea difícil. El Señor lo comprende porque él mismo vivió momentos de frustración e impotencia ante el poder del pecado. Su lamento por Jerusalén, a pocas horas de enfrentar su propia muerte, da testimonio de ello.
El ustedes no me dejaron, que sigue al muchas veces quise, resulta una advertencia de lo que implica nuestra tarea al proclamar el Reino, el orden de Dios, en todas las áreas de la vida y, en particular, en lo que tiene que ver con el trato digno a la mujer. En esta expresión del pecado encontramos que la rebeldía, fruto del engaño o de la dureza del corazón de las personas, tienen el poder para estorbar o de plano impedir que el interés redentor de Jesucristo se manifieste. No es suficiente que Dios quiera hacer en favor de los suyos cuando estos no lo dejan hacer lo necesario.
Por ello es, que, como iglesia, tenemos que empezar buscando la dirección y el poder del Espíritu Santo sobre nosotros. Pero, resulta fundamental el que, hombres y mujeres, aceptemos que necesitamos convertirnos al Señor en el cómo de nuestras relaciones familiares.
Que aceptemos que mantenemos actitudes y prácticas enfermas como sustento de nuestras relaciones de pareja y familiares. Que, como hemos dicho muchas veces, una constante en las situaciones equivocadas, pecaminosas, es que enfocamos e imputamos la culpa, la responsabilidad de las circunstancias, al otro: al esposo o a la esposa.
El hecho es que en las relaciones familiares todos somos corresponsables de lo que estamos viviendo. De ahí la necesidad de que, humildemente, confesemos a Dios nuestros excesos y omisiones y que dejemos de practicar el pecado del resentimiento, de la agresión, del menosprecio y el abuso.
¿Por qué buscar que el Espíritu Santo nos purifique y empodere como matrimonios y familias? ¿Cuál es la razón para que nos convirtamos a Dios en el día a día de nuestras relaciones familiares, tanto los hombres como las mujeres? La respuesta es simple. Tenemos que hacer nuestra la tarea de ser alternativa, es decir, de vivir de tal manera que los que no conocen a Dios se pregunten qué es lo que nosotros tenemos y se interesen en obtenerlo.
Somos llamados a vivir la vida familiar de tal manera que nuestras familias sean espacios del Reino de Dios en medio de un orden desordenado y destructivo. Obviamente, esto requiere que queramos hacerlo. Dicen que a todo se acostumbra uno. Y, sí. Los hombres nos acostumbramos a abusar de las mujeres y las mujeres se acostumbran a ser abusadas.
Pero, también nos acostumbramos a mantener relaciones de menosprecio mutuo, de revanchismos, de resentimientos. Es decir, los cristianos podemos acostumbrarnos a vivir de la manera en que viven quienes no tienen la luz de Cristo. Mientras sigamos viviendo así nuestras relaciones familiares no podremos ser la alternativa que necesitan ver y a la cual necesitan sumarse aquellos que están viviendo relaciones familiares enfermas
En iCASADEPAN procuramos honrar a las mujeres. Como iglesia las tratamos con amor, con respeto y con reconocimiento a su dignidad. No sólo son mayoría numérica en nuestra congregación, también son el corazón de la misma. Pero, me temo, no siempre nuestras mujeres encuentran el amor, el respeto y el reconocimiento en sus relaciones cotidianas. Esposas e hijas, así como hermanas, suegras, cuñadas, etc., padecen, por acción o por omisión, de una violencia equiparable a la que sufren las mujeres de las familias que no conocen a Cristo.
También, me temo, no siempre nuestras mujeres se dan a sí mismas un trato digno ni respetan su identidad. Me temo que algunas de nuestras mujeres también repiten los patrones de relación de quienes no conocen a Cristo. La suma de estos dos factores debilita a nuestras familias y estorba el propósito de Cristo de que sean restauradas. Recuerda, que el quiera no es suficiente, se necesita que estemos dispuestos a que él haga en nosotros lo que conviene.
Hoy quisiera invitar a nuestras mujeres a que abran sus alas y vuelen hacia la plenitud de su identidad en Cristo. A que sean las nuevas criaturas a las que Cristo ha redimido y hecho nuevas, totalmente diferentes a lo que fueron. Sí, hacerlo cuesta y duele, pero es posible en tanto permanezcan en Cristo, en tanto crean lo que él es y ha hecho por ustedes.
También invito a los hombres, esposos y padres, a que procedamos con dignidad y nos propongamos amar a nuestras esposas como son. Así como Cristo ama a la Iglesia, como es. Es en la comunión con él, mediante el cultivo de la oración, la meditación de su Palabra y el cultivo de la caridad, que podremos lograrlo.
Si las mujeres y los hombres de iCASADEPAN vivimos así, podemos estar seguros de que seremos la luz que muchas familias necesitan. Que serán muchos los que se acerquen a nosotros y nos digan: queremos lo que ustedes tienen. Porque habremos podido disfrutar y compartir del don de vida plena que el Señor ha dado a sus hombres y a sus mujeres.
A esto los animo, a esto los convoco.
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