Para hacer lo que él me mandó
La vida de Jesús, nuestro Señor y Salvador, está rodeada de un halo mágico, de un sentido de leyenda, que nos dificulta el asumir la realidad de su vida, comprender la historicidad de su existencia y, sobre todo, percibir el grado, el sentido y el significado de su sacrificio. Semana Santa me permite ir al encuentro de Jesucristo el hombre. Sí, sé que Jesucristo es Dios verdadero y verdadero hombre. Que en él habita la plenitud de la divinidad y que es uno solo con el Padre y el Espíritu Santo.
También sé que es plenamente hombre, el hijo de María. Sé, por lo tanto, que Jesús hace evidente que los seres humanos podemos ser fieles… hasta el extremo de la cruz. Es decir, que podemos, por la gracia de Dios en nosotros, servir al Señor de tal manera que él sea glorificado en y por nosotros. Que, al igual que Jesucristo, podemos negarnos a nosotros mismos para que Dios actúe y hable en y al través nuestro.
En Jesús descubro, una y otra vez, en no pocas ocasiones para mi propia vergüenza, que la razón de nuestra vida no somos nosotros mismos, sino el que glorifiquemos a Dios en todo. Así, Jesús me enseña que la oración es mucho más que una larga cadena de peticiones, súplicas y hasta exigencias.
Es, primero, el diálogo confiado, amoroso, entre Dios nuestro Padre y nosotros; así como la oportunidad para acercarnos a él ofreciendo, antes que pidiendo. Es Jesús quien nos enseña que, si acaso hemos de iniciar nuestra conversación con el Padre pidiendo algo, es, precisamente, que su voluntad, su propósito, se cumpla en nosotros: así en la tierra, como en el cielo. Mateo 6.10
Juan nos cuenta que, al amparo de la entrada de Jesús a Jerusalén, algunos griegos mostraron un gran interés en encontrarse con el Señor. Jesús aprovechó el alboroto que provocaran aquellos extranjeros para anunciar su muerte, muerte de cruz. Dijo: En este momento estoy sufriendo mucho, y me encuentro confundido. Quisiera decirle a mi Padre que no me deje sufrir así. Pero no lo haré, porque yo vine al mundo precisamente para hacer lo que él me mandó. Más bien diré: “Padre, muéstrale al mundo tu poder.” Juan 12.27, 28
Quiero llamar tu atención a que tal reflexión de Jesús se da en el contexto de su entrada triunfal a Jerusalén. No hay nada que haga perder más dramáticamente el equilibrio casi a cualquier persona, que la celebración de sus triunfos. Del saberse reconocido, apreciado y halagado, literalmente, por propios y extraños. Es el éxito la circunstancia que más pone a prueba a las personas, es el éxito y no los fracasos o las pérdidas, lo que evidencia el equilibrio, la fortaleza del carácter de quien lo está viviendo.
Los gritos de la multitud, las muchas manifestaciones de afecto y el trato tan deferente que recibe, no llevan a Jesús a olvidar, ni por un momento, ni su misión ni el sufrimiento que acompañaba a esta. Jesús vive el momento, pero la dimensiona, reconoce la importancia y trascendencia que el mismo tiene a la luz del cumplimiento de su tarea. No deja que el bullicio de quienes gritan emocionados reconociéndolo como Rey, le haga ignorar que en pocos días serán los mismos que griten pidiendo que lo crucifiquen.
Las palabras de Jesús dan lugar a algunas consideraciones en las que te invito a que abundes.
Pero, déjame abrir aquí un paréntesis para animarte a que los días de Semana Santa, sean días de reflexión, oración y cultivo de la comunión con Dios. A que apartes tiempos para la meditación, la oración y la alabanza. A que leas los pasajes relativos a la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Y, entonces, a que repases las notas de esta reflexión, mismas que podrás consultar en www.vidaypalabra.com. Cierro el paréntesis.
Sí, como he dicho, las palabras de Jesús dan lugar a algunas consideraciones en las que te invito a que abundes:
La primera, Jesús se angustia ante el sufrimiento inminente. Sabiendo que va a sufrir, sufre… terriblemente. No lo oculta, ni siquiera se lo declara sólo a unos cuantos. Lo dice públicamente, permitiendo que todos lo oigan. Pero, también, permite que todos oigan la reflexión íntima que se hace, según DHH se pregunta: ¿y qué voy a decir? ¿Diré: ´Padre, ¿líbrame de esta angustia´? Otra versión traduce estas palabras así: ¿he de orar acaso: ´Padre, ¿sálvame de lo que me espera´? Es decir, Jesús no solo no niega su propia angustia, sino que acepta que ha considerado la posibilidad de no aceptarla, de negarse pues, a hacer aquello que le provoca tanto sufrimiento.
Hasta aquí, no parecería haber nada extraordinario en Jesús el hombre. Nos podemos identificar bien con él. También nosotros, cuando sabemos que el sufrimiento es la siguiente etapa de nuestra vida, consideramos la posibilidad de pedir a Dios que nos libre de tal circunstancia o huir nosotros de la misma.
Pero, Jesús el hombre, muestra su congruencia. Jesús reflexiona: Quisiera decirle a mi Padre que no me deje sufrir así. Pero no lo haré, porque yo vine al mundo precisamente para hacer lo que él me mandó. Por sobre su propio derecho, y aún por sobre la disposición amorosa del Padre, Jesús asume que su tarea es entregarse a sí mismo a la voluntad del Padre y permitir así que Dios sea glorificado. Porque para esto vine. Podríamos parafrasear tal expresión diciendo: porque esta es mi tarea. Mejor aún, porque esta es la razón para la que vivo.
La segunda consideración es que, sólo quien sabe quién es, sabe cuál es el propósito de su vida. Y, sólo quien está en comunión con Dios el Padre, sabe bien quién es. El Espíritu Santo, asegura el Apóstol Pablo, da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Romanos 8. 16
El Jesús del llamado Domingo de Ramos, del día de fiesta y reconocimiento, nos revela la importancia y el poder que resultan de la relación personal, profunda y siempre actual con nuestro Padre. En efecto, Jesús sabe que nada de lo que le afecta y le sucede, se da fuera del propósito del Padre. Sabe, además, que en el Padre está seguro. Que estando en el Padre nadie le quita nada, ni siquiera la vida. Sabía que el mismo que lo llamaba al Calvario, habría de encontrarlo,6 vivo, el día de la resurrección.
Muchos de nosotros vamos por la vida haciendo nuestra tarea principal el evitar el sufrimiento. Simple y sencillamente no queremos sufrir. Y, bien cierto es que experimentamos mucho sufrimiento gratuito, que no nos es propio. Más bien, es consecuencia del error, del nuestro y del de quienes están a nuestro alrededor. Pero ¿cómo saber si el sufrimiento que padecemos es la fuente, el origen, de algo? ¿Cómo saber si debemos ir al encuentro del sufrimiento o evitarlo? Fue la comunión de Jesús con su Padre, lo que le permitió afirmar su rostro y tomar el camino a la Jerusalén del Calvario, pero también la Jerusalén de la tumba vacía. Lucas 9.51
Este jueves próximo, al tomar la Comunión anunciaremos la muerte del Señor, cierto, pero también proclamamos que él vive y que ha de venir. Sí, anunciamos una próxima entrada triunfal de nuestro Señor Jesús, cuando venga en gloria por los suyos. Al hacer tal anuncio en medio del recuerdo del sufrimiento y muerte de Jesús reconocemos y anunciamos que la fidelidad a Dios exige, siempre, de sacrificio, que provoca dolor y desánimo. Pero, también damos fe de que el negarnos a nosotros mismo por causa de Cristo, la fidelidad siempre produce fruto bueno, produce vida y nos acerca más y más a quien es bendito porque viene, otra vez, en el nombre del Señor.
Así, pues, afirmemos nuestros rostros y proclamemos con nuestra vida nuestra fe en el que murió y resucitó por causa nuestra. Renovemos nuestro compromiso de santidad, fidelidad y servicio a quien dio su vida para que nosotros vivamos vidas plenas y trascendentes. Vidas que glorifiquen a Dios y bendigan a la humanidad.
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